Carlos Fuentes y de pronto la noche

Carlos Fuentes y de pronto la noche -Abel Ibarra
ABEL IBARRA –

Se acaba de cumplir un soplido de tiempo desde la muerte de Carlos Fuentes y se me viene a la memoria un poema que merecía encajar en un aria de Giuseppe Verdi. “Ognuno sta solo sul cuor della terra, trafitto da un raggio di sole: ed è subito sera”, dice Salvatore Quasimodo. Sí, “Uno está solo en el corazón de la tierra, atravesado por un rayo de sol: y de pronto la noche”, cosa que le ocurrió a Carlos Fuentes cuando le llegó la parca sin aviso y sin protesto, en plena primavera, un 15 de mayo de hace varias lunas. La vida de Carlos Fuentes fue un paso luminoso por la tierra con sus alforjas cargadas de libros, películas, celebraciones y desafío a todo lo convencional, que hizo un paréntesis en ese aciago momento.

Su imagen me regresa en fogonazos de memoria desde el día en que recibió el Premio “Rómulo Gallegos” por su obra “Terra Nostra”. Resultaba una disonancia cognoscitiva vincular su estampa de galán de cine, de charro mexicano sin pistolas, de astro charmant, con el apocalipsis narrativo que sustenta la novela. Polo Febo, un manco que se gana la vida como hombre sándwich para promover los condumios de un café parisino, se levanta un día como cualquier “citoyen” para cumplir su tarea cotidiana y luego de tomar una ducha con su único brazo, sale a las calles de la cité lumiere para asistir a los prolegómenos del fin del mundo.

En el fundamento conceptual de la novela (sí, es una obra de tesis, es decir, que propone una “visión de mundo”) se halla el Milenarismo, doctrina que postula la llegada del Mesías cada mil años y se articula sobre el acabose del Apocalipsis. El asunto fue objeto de innúmeras discusiones cuando en las clases de Tendencias Literarias Contemporáneas, discutíamos con un profesor díscolo, pertinaz y efervescente, que dimos en llamar Adriano González León, quien se hacía acompañar de un fiel discípulo, un León de la misma fiebre. Me refiero a Eleazar León, el tutor de mi tesis de grado. Parrandeábamos los tres a guisa y manera por cuanto botiquín hubiere, siempre que tocara en suerte (uno se pone castizo a veces).

Utilitarios del prestigio del premio y en el desafío que significaba desentrañar las claves secretas que le dan vida (o muerte) a “Terra Nostra”, decidí, junto a una amiga de compañía dulce y tormentosa que ya se fue del planeta, hacer la tesis de grado con un ensayo acerca de la infernal obra. Apilamos sobre el escritorio común todo lo que tuviera que ver con las utopías y su aliento imposible, partiendo de la República de Platón, el Gilgamesh, los Mitos de Hesíodo, la propia Utopía de Tomás Moro, la Civita Dei de San Agustín, los Walden de Skinner, pero eso sí, sin reparar en los socialistas utópicos de Fourier y Saint Simon, porque ya habíamos comenzado a dejarnos de eso.

El caso es que llegamos al llegadero gnoseológico del Apocalipsis de San Juan para seguirle la pista al demonio que anda por las páginas de Terra Nostra. Comenzamos a leer con fruición todo el texto fatídico y se fue creando una atmósfera lúgubre, como de vaho sulfuroso entre las cuatro paredes del apartamento. La perra comenzó a ladrar con actitud firme hacia el balcón (como si estuviera leyendo el 666 en la frente de la bestia) y constatamos que era imposible para un ser humano subir hasta el tercer piso sin escalera.

Al día siguiente les confesamos al poeta Eleazar León y a Adriano que nos había salido el diablo. Stefania Mosca escribió su tesis sobre Borges y yo sobre Juan Rulfo. Y, para conjurar el asunto, le puse música con mi guitarra a “Ognuno sta solo sul cuor della terra…”, convencido de que Carlos Fuentes era un narrador de cosas que ocurren en el Más Allá. Ah, y otra cosa, de que el diablo existe.

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