Cuando Argentina se hundió en la hiperinflación y Venezuela era próspera

MARIO SZICHMAN
Durante los cuatro años que pasé en Buenos Aires en la década del setenta, fue constante mi nostalgia por Venezuela, país en el que había vivido entre 1967 y 1971. Venezuela tenía una moneda estable (el cambio oficial era 4,3 bolívares por dólar), y buenas oportunidades de trabajo. Pero, la metáfora de El huevo de la serpiente, ese magnífico filme de Ingmar Bergman, ya asomaba en Venezuela

A comienzos de la década del setenta –del siglo pasado– trabajé algunos años en una agencia noticiosa de Buenos Aires. Era una de esas épocas en que la inflación se devoraba los ahorros de los argentinos. Eso sin mencionar el panorama político, caracterizado por tres grupos guerrilleros, escuadrones de la muerte, y una dictadura militar. Luego, en 1973, el general Juan Perón retornó a la Argentina, y asumió por tercera vez la presidencia. Su compañera de fórmula era su esposa, Isabel Martínez, una tradición muy respetada en el populismo, donde las relaciones conyugales o el parentesco, son esenciales para concretar la grandeza de la patria.

Perón falleció en 1974, y fue reemplazado en el cargo por su viuda. En 1976, una junta militar encabezada por el general Jorge Rafael Videla, derrocó a Isabel Martínez de Perón, y gobernó hasta 1983, haciendo “desaparecer” a miles de argentinos –la cifra oscila entre 8.900 y 30.000– y arruinando la economía del país.

Las dictaduras argentinas actuaron con una brutalidad jamás vista

Los sueldos que pagaban en la agencia noticiosa donde trabajaba no alcanzaban para nada, y eran frecuentes las reuniones de los empleados con los directivos y algún representante sindical para reclamar aumentos de salarios. En una de esas ocasiones, uno de los empleados que había llegado recientemente de Alemania, y que escribía muy bien tanto en español como en inglés, nos dejó asombrados al decir con gran solemnidad: “Fui engañado. Me dijeron que la Argentina era un país próspero”.

Durante esos años que pasé en la Argentina (1971-1975) ocurrieron cosas más graves, inclusive algunas de las que fui testigo. En esa época, publiqué mi novela La verdadera crónica falsa, segunda versión de Crónica Falsa, en el Centro Editor de América Latina, y solía frecuentar sus oficinas. El editor de la novela era un joven muy inteligente y cordial, no debía tener más de 22 años. Un lunes, fui a visitarlo, creo que para revisar las galeradas finales, y me informaron que había sido secuestrado junto con cuatro de sus amigos. Nunca más se conoció su paradero, o el de sus amigos.

Otro día, paseaba con mi automóvil por el Parque Centenario, un área muy bella de Buenos Aires, cuando al llegar a una esquina debí frenar al cruzarse una ambulancia en mi camino. Luego se abrió la puerta trasera del vehículo, salieron tres hombres, vestidos como enfermeros. Se abalanzaron sobre un transeúnte, lo golpearon con cachiporras, y lo metieron dentro de la ambulancia.

Los escuadrones parapoliciales o paramilitares, solían cometer secuestros usando ambulancias. La práctica fue introducida por los militares argentinos en Bolivia, cuando varios de ellos participaron en el derrocamiento del general Juan José Torres, el 21 de agosto de 1971. (Torres fue secuestrado y asesinado en Buenos Aires el 2 de junio de 1976).

En otras ocasiones, los escuadrones de la muerte asesinaban a opositores embistiéndolos con automóviles. Recuerdo que en una ocasión fui a visitar al gran escritor Haroldo Conti. Se estaba reponiendo de heridas sufridas tras haber sido atropellado por un vehículo. Conti estaba convencido de que había sufrido un accidente, aunque sus amigos se inclinaban por la hipótesis de un intento de asesinato, pues militaba en una organización de izquierda. “Pero no, Mario”, me dijo Haroldo, “tuvo que ser un accidente. Fijáte que minutos después que me atropellaron, se apareció un auto de la policía, y los agentes me llevaron directo a un hospital”. (Conti fue secuestrado y desapareció en Buenos Aires el 5 de mayo de 1976).

En 1976, la junta militar de Jorge Rafael Videla gobernó hasta 1983, haciendo “desaparecer” entre 8.900 y 30.000 ciudadanos

LA ÚNICA LEY ERA LA LEY DE FUGA
La Argentina era un país sin ley. Varios dirigentes políticos fueron asesinados en esa época, como Silvio Frondizi, hermano del ex presidente Arturo Frondizi. Y entre los extranjeros que habían buscado refugio en el país, figuraron el senador Zelmar Michelini y el diputado Héctor Gutiérrez Ruiz, los dos uruguayos. Los cadáveres de ambos fueron hallados el 21 de mayo de 1976 en Buenos Aires. Habían sido secuestrados tres días antes.

Recién ahora recuerdo algunos de esos episodios, en medio de una fenomenal bruma de acontecimientos. En cambio, siempre me quedé fijado a esa frase de mi colega de la agencia noticiosa que había nacido en Alemania. Él venía de un país que tras la primera guerra mundial había sido devastado por una hiperinflación.

RECORDANDO CON IRA
Es interesante lo ocurrido en Alemania durante la llamada “República de Weimar”, en la segunda década del siglo veinte. Contaban el caso de un hombre que en su época de prosperidad había sido dueño de tres peleterías. En el 1903 compró una póliza de seguros, y la fue pagando religiosamente cada mes. Saldó la deuda veinte años después, en 1923, cuando ya la inflación se había adueñado de Alemania. Con el dinero recaudado apenas pudo comprar una hogaza de pan. Ese mismo año, el gobierno de Berlín empezó a imprimir billetes de mil millones de marcos. Un dólar equivalía a un billón de marcos.

También estaba el caso de otro hombre que fue un día a una cantina y pidió una taza de café. El precio en el menú era de 5.000 marcos. El hombre quiso tomar luego una segunda taza de café. La cuenta fue por 14.000 marcos. El mozo le dijo que si deseaba ahorrar debía pedir dos tazas de café al mismo tiempo.

Alemania retornó a la economía del trueque. Algunas personas compraban pianos, automóviles, gabinetes de cocina, para desguazarlos y venderlos por piezas. Seres desesperados ofrecían diamantes, obras de arte, muebles, a cambio de oro, dólares o libras esterlinas. Muchas personas opulentas usaban los garajes de sus casas con el propósito de ofrecer desde jabón y perfumes hasta hebillas para el cabello.

Tras el colapso económico en Alemania solo los nazis podían prosperar en esa atmósfera donde nada asombraba, especialmente la locura o la crueldad.

Abundaron los robos, pero no en el estilo tradicional de atracar bancos o transeúntes. La gente robaba tuberías de cobre o destornillaba placas de bronce de puertas de calle donde figuraban nombres de médicos o números de casas. Además del oro, el cobre siempre ha sido un material muy apreciado, por sus múltiples usos. Quien dejaba su vehículo en la calle, lo hacía a su propio riesgo. Muchos amanecían observando sus automóviles reposando sobre pilones de madera. Los neumáticos habían desaparecido, en ocasiones los asientos, y buena parte del motor. Había preferencia por las bujías, las correas del ventilador, los alternadores.

Las prostitutas no aceptaban dinero. Toda una carretilla repleta de marcos no alcanzaba para pagar sus servicios. Por lo tanto, había que sufragar los gastos en mercancías. Curiosamente, uno de los productos más requeridos, aparte de la cocaína, era el Vermouth Cinzano, pues se combinaban la publicidad y la propaganda política. Muchos alemanes admiraban la Italia de Mussolini, su pujante economía, la manera en que Il Duce había acabado con los comunistas.

ADIÓS A LA DECENCIA
Tras el colapso económico en Alemania hubo una resurrección, pero nunca se recuperó la honestidad previa a la inflación. Solo los nazis podían prosperar en esa atmósfera donde nada asombraba, especialmente la locura o la crueldad.

El vaciamiento económico fue acompañado por el deterioro moral. Era necesario tropezar con el mal afuera, para no avizorarlo adentro. Un enemigo los había despojado de los ahorros de toda una vida; tenía que pagar por ello. El antisemitismo floreció. Y Adolf Hitler, considerado el salvador de Alemania, descubrió que había una solución para todos los problemas del país: exterminar a todos los judíos.

EL HUEVO DE LA SERPIENTE
Durante los cuatro años que pasé en Buenos Aires en la década del setenta, fue constante mi nostalgia por Venezuela, país en el que había vivido entre 1967 y 1971. Venezuela tenía una moneda estable (el cambio oficial era 4,3 bolívares por dólar), y buenas oportunidades de trabajo. Pero, la metáfora de El huevo de la serpiente, ese magnífico filme de Ingmar Bergman, ya asomaba en Venezuela.

La película detallaba las incidencias del frustrado putsch de Munich encabezado por Hitler en noviembre de 1923. El putsch fue aplastado, Hitler terminó en la cárcel, y muchos pensaron que había llegado a su fin la carrera de un advenedizo.
En realidad, gracias a ese intento de golpe de estado comenzó el ascenso político de Hitler, como ocurrió en Venezuela con Hugo Chávez, y su frustrado alzamiento militar de 1992. (También Perón inició su carrera política participando en un golpe de estado, el de 1943).

La corrupción durante el primer gobierno de Carlos Andrés Pérez era rampante. Uno de los casos más famosos fue el de la compra del barco frigorífico “Ragni Berg”, luego rebautizado “Sierra Nevada”.

RETORNO A LA PROSPERIDAD
La Venezuela a la que retorné en 1975 y de la cual me fui con mi esposa, Laura Corbalán en 1980, era un próspero país petrolero. Su clase media lucía todos los entrapments de los nuevos ricos. Vivía para consumir. De una manera ostentosa y ridícula. En la sección Sociales del diario El Nacional, era frecuente reseñar cumpleaños de perros, todos luciendo sus mejores galas.

Durante un año, fui profesor de literatura en la Universidad Católica. Una de mis alumnas solía llevarme al lugar, pues yo no tenía automóvil y se perdía mucho tiempo viajando en el transporte público. Mi alumna me mantenía al tanto de las peripecias de esa clase media. Su esposo hacía jingles para emisoras de radio, y ganaba bastante dinero. Casi todos los fines de semana, la familia se iba a Miami de compras. En una oportunidad, adquirió toallas para el baño, pero cuando las cotejaron con los azulejos, descubrieron que no combinaban. Por lo tanto, al siguiente fin de semana, retornaron a Miami para comprar azulejos que combinaran con las toallas.

La corrupción durante el primer gobierno de Carlos Andrés Pérez era rampante. Uno de los casos más famosos fue el de la compra del barco frigorífico “Ragni Berg”, luego rebautizado “Sierra Nevada”. El barco costó más de 20 millones de dólares (estamos hablando de la década del setenta). El sobreprecio pagado para beneficiar a intermediarios y funcionarios superó los ocho millones de dólares. La nave nunca fue utilizada y terminó abandonada en el río Orinoco.

Pero, a diferencia del régimen chavista, donde absolutamente todos los chanchullos se barren debajo de la alfombra, Pérez fue acusado por el Congreso de responsabilidad política tras concluir su primer mandato. Finalmente, sufrió una condena política, pero no administrativa. De haber recibido una condena administrativa, nunca más hubiera podido postularse a la presidencia.

Mientras la clase media se beneficiaba de la largueza del gobierno, y los ricos se hacían obscenamente ricos, desde los cerros de Caracas, en el interior de sus “casas de cartón”, como las rebautizó el cantante y poeta Alí Primera, se iba sazonando un lerdo resentimiento que redundó en la inmensa popularidad del chavismo, y en su permanencia en el poder hasta el día de hoy. Hay que admitirlo: la desigualdad social en Venezuela era para quitar el aliento.

El chavismo ha empeorado la situación de Venezuela hasta límites inenarrables.

TODO LO MALO PUEDE SER PEOR
Por cierto, el chavismo ha empeorado la situación de Venezuela hasta límites inenarrables. Bebés mueren en los hospitales por falta de medicinas –el Internet se ha convertido en la farmacia virtual de Venezuela– los apagones de luz son casi cotidianos, las colas para comprar comida pueden ser interminables. Además, más de un cuarto millón de personas han sido asesinadas en la última década por bandas que cuentan con arsenales más modernos que las fuerzas de seguridad. Venezuela recuerda a un enfermo terminal que yace en perpetua agonía.

Durante la Venezuela prechavista y la Argentina preperonista, lo único que se conocía de esos países era el neorriquismo de los privilegiados. A principios del siglo veinte, como nos informa Amy Kaminsky en su excelente libro Argentina, Stories for a Nation, el sinónimo de argentino era “rastacuero”, pues su oligarquía se había enriquecido con “los cueros de sus vacas muertas”.

Circulaban historias, algunas reales, otras apócrifas, de ganaderos viajando en barcos a Europa con sus familias acompañados de una vaca lechera, para no privarse nunca de ese líquido vital.

Los venezolanos pudientes de la Cuarta República, y muchos miembros de su clase media, eran conocidos como “dame dos”. Todo les resultaba tan barato en las boutiques y malls de Miami, que no podían conformarse con un solo objeto. Y, de nuevo, ignoro si se trata de una realidad, o una leyenda, aseguran que existen Ipads con cubierta de oro dieciocho quilates, en posesión de muchos beneficiados por el régimen chavista.

Lamentablemente, como los alemanes de la República de Weimar, como los argentinos de las últimas siete décadas, como los venezolanos de los últimos treinta años, la prosperidad de esos ciudadanos fue una quimera. En las tres naciones, la hiperinflación contribuyó a desenmascarar un tinglado de mentiras y exhibir un enorme deterioro moral.

POSESIONES Y DESAPARECIDOS
A veces, pequeños detalles informan mejor de una situación que persistentes malas noticias, o abrumadoras estadísticas. Cuando Laura, mi esposa, retornó a la Argentina en 1977, para graduarse de psicoanalista, se encontró con un panorama surreal. Ya estaba emplazada la dictadura militar de Jorge Rafael Videla, las desapariciones se multiplicaban, y las conversaciones estaban pespunteadas de silencio. La absoluta anomalía pasaba por normalidad. Durante el día, todo parecía tranquilo. Recién en la noche empezaban a ocurrir cosas desagradables.

En cierta ocasión, Laura se encontró con uno de sus ex profesores, un hombre muy cordial, aunque escasamente generoso. Se sentaron a conversar en un café, “cambiaron figuritas”, como se dice en la jerga porteña, y el ex profesor le aseguró que nada había que temer. Era falso lo que decían los periódicos en el exterior sobre el clima de violencia. Todo estaba tranquilo. En determinado momento, como por casualidad, el ex catedrático le preguntó a Laura si todavía conservaba algunos de los libros de filosofía que le había prestado.

¿ERA POSIBLE QUE SE LOS DEVOLVIERA?
Laura le dijo que sí, que con mucho gusto. Al día siguiente le restituyó los libros. Luego, Laura me comentó: “Nunca más en mi vida volveré a ver a esa persona. Estoy segura que me pidió los libros pues teme que algún día me secuestren y figure entre los desaparecidos. Entonces, no podrá recuperar sus libros. Y ocurre que él ama demasiado los libros de su biblioteca”.

Mario Szichman, periodista argentino. Escribe desde Nueva York.
https://marioszichman.blogspot.com.es

@mszichman

 

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