Distopía en Madrid

Distopia en Madrid

 

GOLCAR ROJAS –

La estación de Atocha está casi desolada. La luz blanca de los focos proyecta sobre el suelo sombras alargadas de las columnas. Las escaleras mecánicas suben y bajan sin gente y producen una extraña sensación de sinfín.

Es difícil calcular la hora dentro de la solitaria estación. Los trenes con su forma de bala y trompa roja, pasan casi vacíos.

Tengo la sensación de estar viviendo en una distopía y la poca gente que llega, con mascarillas y guantes, junto a las voces que suenan como robotizadas y ruidosas por los altavoces, dando instrucciones y anunciando salidas a pasajeros inexistentes, acentúan la sensación de irrealidad.

Intento no tocar nada. Agarro de mi mochila con ambas manos para evitar tocar los pasamanos. Pulso con los nudillos el botón con un círculo de luz verde intermitente, que abre la puerta del vagón. El tren está casi vacío. Los asientos lucen impecables en un gris futurista. El sonido de cierres de puertas se escucha más potente entre tanto silencio.

Poca, muy poca gente sube y baja en las diferentes estaciones que recorre el tren desde Atocha hasta mi destino, en Tres Cantos.

La estación del pueblo también esta solitaria. Los bancos de acero lucen más fríos en tanta soledad y el andén se hace más largo al recorrerlo vacío.

Entro al Mercadona a comprar huevos, que se acabaron. En la caja, comento con el cajero sobre el ajetreo de la jornada. A esta hora ya está más calmado el súper, pero el chico, simpático, con su barba bien cuidada, comenta la locura que ha sido el día. Le pregunto, por curiosidad, si aún queda papel tualé.

—¡¿Papel?! El papel fue lo primero que se acabó. A las diez de la mañana ya no quedaba ni un paquete.

—Estamos todos locos. Parece que lo único que haremos en el encierro es cagar. El consuelo que me queda es comprobar que no es que los venezolanos seamos bichos raros…

—¿Usted ve? Hoy comentábamos eso, que estamos como los venezolanos, peleándonos por una barra de pan.

—Ya ves, ante ciertas situaciones todos actuamos igual. Es reacción natural del ser humano…

—Eso. Todos somos iguales.

Echo mi mochila al hombro y camino a la parada del autobús. Cruzo la calle en la mitad y no por el rayado de peatones, pues no pasan carros por largos ratos. El autobús está anunciado para 42 minutos en la pantalla. Es sábado y hay menos transporte. El de la línea 5, que es el de los fines de semana, no está anunciado.

Siempre he sido impaciente para esperar el transporte.

Camino hacia la otra parada. Por allí pasa el 712 que viene de Plaza de Castilla. Pero no hay señal de que venga y yo estoy muy inquieto para esperar.

Decido caminar a casa. El día hace bueno, la tarde está soleada. Hay poca circulación de vehículos y muy poca gente andando. Tres Cantos, con su moderno diseño urbanístico de amplias aceras y bulevares, parece el escenario perfecto para esta distopía en la que me encuentro.

Una niña juega con su padre en una esquina. Una mujer embarazada espera el transporte junto a su pequeño hijo como de tres años, que tose sin parar.

“Es tos con congestión de mocos, pienso, menos mal, así no se trata del coronavirus”. De todos modos trato de pasar alejado del crío, por aquello del vuelo de las gotitas de Flügge.

En el camino, pienso en las vainas que tiene la vida. Tantos años encerrado en Venezuela por miedo a la inseguridad y al régimen y, ahora, volvemos a encerrarnos por miedo a una cosa que ni se ve. Pienso en tantas colas que hicimos por comida, por medicinas…

Espanto de mi mente una visión que llega de largas colas en una Europa triste, que rememora tiempos de guerra. Sacudo de mi cabeza la interrogante de qué pasará si esto se extiende y se acaba la comida. Si toda Europa y, peor, el mundo, estuvieran encerrados y sin producir, si se acabara la comida en España, también en Francia, por ejemplo, o en Estados Unidos donde ya hay anaqueles vacíos. ¿Quién ayudará a quién en esta distopía donde todos los países están en la misma situación, en el mismo encierro?

De esa nube negra me saca el sonido de un altavoz en el Parque Central, sólo escucho que, como en película de ciencia ficción, se oye una voz distorsionada por el parlante que dice:

¡ABANDONAD El PARQUE!

Yo, que nunca me he emocionado con la ciencia ficción, me encuentro viviendo en el futuro. Pienso en Soylent Green. La película sucede en un lejano 2022 que ya tenemos a la vuelta de dos años.

En una esquina de la avenida, frente a una de las entradas al parque, veo una patrulla policial con dos agentes. Me acerco con la distancia prudencial que amerita la epidemia, para preguntarle al guapo y calvo policía si están cerrando el parque:

—Sí. Todos los parques públicos y áreas de recreación de Madrid están cerrados hasta nuevo aviso. Por ahora, es sólo eso, todavía se puede andar por la calle, pero ya veremos. Tal vez después, ni eso se permita.

La distopía se forja minuto a minuto. No precisa de mi imaginación. Sigo mi camino. De una esquina sale una chica que empieza a caminar delante de mí. Lleva el cabello largo, liso, castaño claro, suelto hasta la cintura. Se nota que acaba de cepillarlo. Va con un pantalón blanco, ajustado, que marca un bello cuerpo, de carnes prietas y en su puesto. Lleva zapatillas planas tipo All Stars y una chaqueta rompevientos negra.

La chica camina con gracia delante de mí, ignorando mi presencia. Al andar, despide un olor a flores. Un intenso aroma que me transporta a mi infancia. Huele a flores exóticas, a productos de cosmética que vendía mamá y que llegaban por correo en pequeñas cajas, que parecían venir del futuro, de países muy avanzados y lejanos a La Parroquia. Esas cajas, al destaparlas, manaban este perfume que ahora me llega, caminando por Tres Cantos, a 45 años de aquel aroma de niñez.

Sigo el perfume. Cierro los ojos. Aspiro el aire con fruición. Intento quedarme en ese aroma. Camino. Camino. Camino. No quisiera parar de caminar. Entiendo ahora perfectamente a Forrest Gump. Quiero seguir tras ese olor. Perseguir ese aroma que huele a infancia, a hogar, a seguridad, a mamá.

La chica sigue su camino, yo doblo la esquina hacia casa. De frente, viene un hombre de pelo blanco alborotado. Lo miro y pienso que se parece a Einstein. A medida que se aproxima, más se me parece.

Einstein me mira de reojo, tiene una media sonrisa entre burlona y condescendiente, bajo el bigote gris. No disimula la mirada al pasar a mi lado, la mantiene. Con esa mirada me habla, siento que me dice “Todo es relativo, Golcar”.

Me queda en la mente también la imagen del doctor Emmett Lathrop Brown, el Doc, de Volver al futuro. Llego a casa y está puesto el noticiero. Declaran Estado de Alarma y restricción de la movilidad y circulación por la ciudad. Siento que el futuro me alcanzó.

Golcar Rojas, narrador y periodista venezolano, residente en Madrid, España.

 

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