Ese que está ahí lo mató

Brayan corrió porque había aprendido que cuando tienes 13 años y vives en Carapita al oír un disparo no miras atrás ni preguntas qué pasó. Digamos que el instinto de conservación te impulsa a mover las piernas a lo Usain Bolt, buscar abrigo en el callejón o en el kiosco de hamburguesas del viejo Levy, y te la ingenias para llegar a casa sin un rasguño. Pero el agente del Sebin pensó de otro modo. Le bastó con alzar la Glock modelo 17, achinar los ojos, apuntar a la espalda y dar en el blanco, sacando provecho impune a la ley de la ventaja, sin importarle un coño si ese chamo era el malandro que estaban buscando. Brayan Castillo no lo supo. La bala le perforó el pulmón izquierdo y no quiso salir del músculo que latía acelerado cada vez que Jennifer bajaba la escalinata rumbo al liceo, y por quien esa mañana del martes se había quedado en casa de Luis quemando CD con los raeguetón que más le gustaban a la jeva de sus sueños.

Cuando Darío me lo contó me fue difícil ocultar el estupor –la arrechera vino después– pero actué con fingida naturalidad porque uno se habitúa a que los vigilantes del edificio nos saluden con malas nuevas al bajar la rampa del estacionamiento y que tras guardar el auto y dejarles el periódico te compensen con ese “coño, Pineda, ¿saben a quién mataron?”. De manera que a uno sin desearlo le van saliendo como callos en esa parte donde asoman los sentimientos. Por eso Darío me dijo “coño, Pineda, le mataron el hijo a Isabelita” y yo reaccioné con falso aplomo. Solo pregunté ¿y eso, cómo fue?, cuando en verdad me estremecía por dentro. Isabelita era la persona más desvalida que había conocido. Humilde y con vocabulario escaso, ella ponía orden en el apartamento, lavaba los platos y limpiaba los baños. Al menor descuido decía “ya vengo”, se colaba al pasillo a fumar y chismeaba con las excompañeras de la empresa de limpieza del edificio que la despidió por impuntual, una falta que obviamos al contratarla por necesidad nuestra y para ayudar a esa madre soltera a quien los embates de la vida se encargaron de envejecerla temprano. Tenía 37 años pero aparentaba más de 50. El anís Motatán era su mejor aliado. Cuando moría un vecino de su barrio faltaba al trabajo. Estaba obligada no sé bajo qué ley divina a pernoctar en velorios. “No, Elizabeth, no pude venir porque amanecí en el velorio del chamo de al lado que lo mataron”, era la excusa al día siguiente, y nosotros pasábamos la página. Yo me la vacilaba con eso de su adicción al anís y los velorios. La hacía reír tanto que me trataba como uno de los suyos y me decía con ese malandreo que se aprende en las camioneticas, “coño, Omar… eres burda de rata”.

Por eso cuando Darío me explicó que el chamo de Isabelita no estaba metido en drogas, y que su única falla era que no estudiaba y que el tiempo lo ocupaba en “quemar” CD con canciones por encargo para venderlos en la calle, tuve necesidad de llamarla. Quería expresarle nuestro pesar y que me contara lo que pasó para denunciar por la prensa ese crimen, aparte de prometerle ayuda monetaria. Luego de tres intentos, Isabelita atendió y agradeció a su manera el gesto. Venía de la morgue. “Tranquilo, un vecino que es mensajero de la alcaldía va a pedir la urna… y mi comadre tiene un primo que barre en el cementerio general del sur y parece que va a conseguir una fosa”. Pero, Isabelita ¿es verdad que le dispararon por la espalda? Claro, Omar, una señora que vio todo por la ventana me lo contó clarito cuando vino el forense, y me dijo “mire, ese que está ahí se lo mató”. ¿Y le reclamaste?, pregunté al borde de la ira, pero Isabelita, resignada, como quien ya perdió toda esperanza, me dice que solo lo miró porque el tipo estaba ocupado arreando una fila de chamos para meterlos en un autobús, mientras el reportero de VTV hablaba de un enfrentamiento entre policías y delincuentes.

Sentí la repugnante sensación de su soledad. Al otro lado, me respondía una mujer aturdida por el dolor, consciente de que debía asumir ese destino. Me describió el hueco en la espalda de su muchacho como quien habla de una mancha de café en el mantel. Aposté sin decírselo que el anís ya rebotaba en las paredes de su estómago. Bueno, chama, qué más puedo decirte, expresé porque no tenía más nada que decir. “Tranquilo, el doctor de la morgue me dijo que Brayan no sintió nada porque esos disparos matan en seco”. Isabelita pasó tiempo sin venir. No supe más de ella. De hecho nos fuimos del edificio sin despedirnos de los vecinos, y estaba en trance de borrar los malos recuerdos cuando un pana del edificio en Juan Pablo II, con quien suelo charlar por Facebook, me saluda y, tomando el rol de Darío, me escribe “coño, Omar, ¿tú sabes a quién mataron?, a Isabelita, la tipa de Carapita que creo que trabajó en tu casa?”. Claro que sé quien es, contesté. Pero esta vez no quise preguntar ¿y eso, cómo fue? Quedamos en hablar luego, y me dispuse a recoger los pedazos de los recuerdos echados al olvido para rescatar a la desdichada Isabelita y decirle adiós.

Omar Pineda, periodista venezolano. Reside en Barcelona, España

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