La Constitución, en efecto, sirve para todo (II)

La Constitución, en efecto, sirve para todo
JUAN CARLOS REY –

 

Una dictadura soberana

De acuerdo a la Teoría del Estado y la Teoría de la Constitución clásicas, cuando el pueblo, como poseedor de la soberanía —y por tanto, como titular del poder constituyente originario— dicta una Constitución, está llevando a cabo un acto revolucionario, que no está sometido a límites constitucionales ni legales. Pero tan pronto como culmina tal acción y se pone en vigencia la nueva Constitución, el poder constituyente entra por su propia decisión en una especie de letargo o de hibernación.

Lo que ocurre es que a partir de entonces, en vez de la soberanía directa del pueblo, rige la soberanía de la Constitución. O si se prefiere, en adelante la soberanía popular se va a ejercer indirectamente a través de la supremacía de la Constitución, obra del pueblo. Tal es el significado del conocido aforismo «un gobierno de leyes y no de hombres», que se expresa en principios como el Estado de Derecho, el principio de legalidad, etc., y que implica la soberanía de la Constitución y el imperio de las normas.

Sin embargo, el hecho de que la llamada Constitución Bolivariana, la de 1999, haya sustituido el tradicional modelo de democracia representativa por uno nuevo caracterizado por ser una democracia participativa y protagónica, significaría, según algunos de los chavistas, defensores de este modelo, que el pueblo estaría dispuesto en todo momento a ejercer su poder soberano. De modo que el poder constituyente originario podría ser permanentemente activado por el presidente, no sólo durante el proceso de elaboración de la Constitución, sino también durante toda su ejecución, por lo cual, en principio, no concluye nunca.

Lo cual significa la muerte del constitucionalismo y del orden constitucional, pues estaríamos en un estado que Chávez califica, tomando la expresión de Trotsky, como “Revolución permanente”, que evidentemente es la negación del Estado de Derecho.

Por otra parte, Chávez identificaba como manifestaciones del poder constituyente originario cualquier expresión de apoyo de las masas a su proyecto político o hacia su persona, como por ejemplo, los actos del 13 de abril del 2002, en los que muchedumbres chavistas se movilizaron en su respaldo y contra el golpe de Estado. Pero en cambio, no identifica como expresión de tal poder la manifestación, no menos masiva, que la oposición organizó dos días antes pidiendo su renuncia. También consideraba que eran manifestaciones del poder constituyente originario los votos a su favor en las elecciones presidenciales del 3 de diciembre de 2006, pues —citamos textualmente— “casi 7 millones y medio de votos, esos millones y millones de almas, corazones y voluntades no fueron otra cosa sino el poder constituyente convertido en un día en actor fundamental de su propia historia”.

Resulta así que para Chávez, el poder constituyente originario no es la totalidad del pueblo en cuanto titular de la soberanía, que sólo se expresaría muy ocasionalmente, cuando se trata de dictar una nueva Constitución, sino que entiende por tal a cualquier parcialidad con tal de que se manifieste, en algún modo, a favor de la revolución que él propugna. Inspirándose en confusas ideas de un revolucionario italiano, Antonio Negri, famoso por su extrema radicalidad, Chávez ataca el normativismo racionalista que está en la base del constitucionalismo occidental, para sustituirlo por una suerte de decisionismo voluntarista, que siempre caracterizó a sus proyectos políticos, y que le permite dar rienda suelta a una utopía, carente de un mínimo de racionalidad. De manera que ese poder constituyente, siempre disponible para ser activado por el presidente, “nos permite —dice Chávez— relativizar, romper con el racionalismo modernizante y abrir nuevos espacios y nuevos tiempos […] pues rompe, pulveriza el racionalismo de los modernos [y] nos permite, activándolo, incluso, cambiar el tiempo histórico, [pues] todo es relativo [como] está demostrado”.

Un poder constituyente originario, siempre presente y omnipotente, equivale a lo que Carl Schmitt (1964) ha llamado una dictadura soberana sin límites de duración.

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