MARÍA ALEJANDRA LUJÁN –
Hoy me guindé a llorar en la oficina. Lloré y lloré mucho. Qué dolor.
Después me puse a pensar que estamos en una revolución injusta, imposible, desigual. Y recordé todas las revoluciones injustas imposibles y desiguales de la historia. De golpe se me vino Martin Luther King y el «I have a dream» y se me ocurrió que tal vez esos héroes lo lograron porque tenían un sueño porque se lo habían imaginado.
Entonces me imaginé el final de esta pesadilla. Tal vez pueda exorcisar aunque sea por un momento esta metralleta de noticias grotescas que nos están ahogando en dolor.
Yo tengo un sueño.
Sueño con que nuestros líderes de la resistencia, Guevara y Pizarro, Capriles y López -un López libre- son ministros y forman el gabinete ejecutivo de Venezuela. Estoy en la antesala de sus oficinas, esperando audiencia. Estoy con un montón de gente, todos con lo que parecen ser planos y planes, documentos, maletines y propuestas. Estoy esperando ahí con mi mejor vestido empapadito del sudor tropical que desde hace 16 años no baña mi piel. Estoy sentada haciendo un malabarismo ansioso con un guayoyito en un vasito plástico, mi propuesta en un maletín y mi corazón en la mano. Mi corazón latiendo tricolor.
Un mujerón imponente, una mami oxigenada preciosa de esas que solo Caracas sabe parir, me llama por mi nombre completo en el acento más dulce que existe sobre las faz del mundo hispanohablante, el acento del Oeste de Caracas. Me llama por mi nombre completo, perfectamente pronunciado con esa lengua enruladita en la R y pegando la A del final de María y la A del principio de Alejandra, del mismo modo en que me llaman mis tías. Mi nombre completo bien pronunciado con su dos apellidos y sin la pizca de racismo con la que me acostumbré oírlo durante 16 años.
Salgo temblando y llaman a otro más. Hay miles esperando su turno en esa oficina, entonces veo con claridad que no son planos ni papeles lo que llevan, sino su corazón en la mismísima propuesta que la mía. Se abre el ascensor y me estrujo como puedo en el sanduchito de jamón y queso derretido que se hace con el gentío cuando se cierra la puerta. Alguien echa un chiste pasado de picante pero comiquísimo de esos que solo se oyen en las torres del Centro Simón Bolívar, y nos despatillamos todos con una sola risa. Camino rapidito conteniendo como puedo los brinquitos que se escapan de mis caderas y mi sonrisa de siete estrellas se me plasma en el El Mito de Amalivaca de Cesar Rengifo, acabadito de restaurar.