RAFAEL OSÍO CABRICES

 

¿Dónde empezó este viaje: en la pista del aeropuerto de salida, o antes, en el Uber de un argelino harto de las obras viales que atraviesa la helada madrugada montrealesa, o muchas horas después, en el aplauso que un par de pasajeros de un vuelo MIA-CCS regalan inseguros al piloto, como si estuviéramos en un Viasa de 1981?

A lo mejor el viaje empieza con las imágenes que uno espera encontrar, las que circulan fuera, en los medios internacionales y las redes sociales: familias corriendo detrás del camión de la basura, abuelos desmayándose de hambre en la cola de la pensión, pick-ups de la PNB cargadas de víveres robados, abriéndose paso a insultos entre el resentimiento de la gente. Pero no llegaré a ver esas postales del colapso, aunque sé que son verdaderas. Lo que sí veré me presentará mi propio país como en esos sueños en los que alguien muy conocido aparece con otro rostro y otra voz. Y así como los sueños a veces no son nada fáciles de contar, una crónica como ésta no es fácil de escribir.

¿Cómo empezar esta síntesis de un viaje a Venezuela, sin caer en los lugares comunes que ya existen en este nuevo subgénero que es el siempre triste relato de unos días en el país que dejamos? No quiero repasar el verde del Ávila dentro de la ventanilla del avión, ni la bofetada del calor o los baños sin agua de Maiquetía, así que tendré que empezar por lo más o menos inesperado: un pesebre gigante, en un recodo del pasillo entre el avión y la sala de migración, abandonado ahí por el régimen marxista más religioso del mundo, y justo después un gran escándalo. Es “Concierto en la llanura”, retumbando en el terminal internacional por ventura de un conjunto criollo que toca junto a las correas de equipaje, para darnos la bienvenida a esta patria grande donde no existe el sufrimiento, mientras un par de militares graban a los músicos con sus celulares. Como en Corea del Norte, supongo, pero con arpa, cuatro, maracas y bajo eléctrico. La chica del Seniat está muy contenta: “Qué bueno que nos pusieron música”, le dice a una de las pasajeras de mi vuelo. “Pero sobre todo que arreglaron el aire, pasamos como cuatro meses sudando”.

MISTERIOS ÁUREOS
Siguiente escena: estoy en un hotel de Puerto Ordaz, rodeado de amigos, en un show de Claudio Nazoa y Emilio Lovera. Whisky, tequeños, carcajadas sinceras. Viniendo de un país donde crece la fobia a los musulmanes, me llama la atención ver aquí a tres mujeres con hijab en el público, que en general luce joven y próspero. Entre los rabiosos aplausos de los demás, me pregunto si hay alguien más en la audiencia que pertenece a la categoría de la que tanto hablan en el guión de Reuben Morales, los que nos fuimos.

El tema común a casi todos los chistes es la brecha entre los venezolanos que se quedaron y los que se fueron, y el mensaje final, que todos tenemos derecho a gozarnos el dinero que ganamos trabajando honradamente y el deber de intentar hacer de esto un lugar mejor… mientras estemos aquí. Cuando termina el espectáculo, el público se dispersa rápidamente por la ciudad casi a oscuras: si hay una after party será en privado. Bajo los árboles de las avenidas sucias y carcomidas caminan grupos de muchachos con la ayuda de una luna llena, amarilla, que hace brillar tenuemente el Caroní.

La ciudad está en muy mala forma, pero sé que hay una veta de riqueza debajo del escenario de decadencia. En tres días en Puerto Ordaz he escuchado muchas cosas sobre la nueva fiebre del oro que vive Guayana. Gente que vende sus casas no en dólares sino en “gramas”; miles de hombres que han dejado sus casas o sus trabajos, si los tienen, para irse a las minas; Porsches y Toyotas importados de Dubai esquivando los huecos; aviones oficiales que salen cada noche para exportar legalmente el mineral desde Brasil; una redada del Sebin que cayó sobre cuatro pisos de un hotel, donde había un ejército de escoltas cuidando a un traficante turco y sus tesoros; combates entre los militares y los pranes, entre los pranes y los elenos, entre los elenos y los militares, con la selva y sus habitantes cayendo bajo el fuego cruzado.

¿Cuánto puede ayudar esa economía semilegal de extracción a esta región del país con el peor desempeño económico del planeta? Más adelante, en Margarita, me contarán que esos turistas colombianos, ecuatorianos o brasileros que se alcanzan a ver en la isla en realidad viajan por el oro barato de Guayana: que escogen por WhatsApp el diseño de la pulsera o el collar en que les fundirán la cantidad del mineral que están comprando y que estará listo cuando lleguen a Margarita, de donde se irán con eso puesto para luego revenderlo en sus países de origen. “Si es una pulsera o un collar nada más, la Guardia no te lo quita”.

Yo no sé cuánto hay de cierto en todo eso; puede haber tanta trampa en esas anécdotas como en los menús que ofrecen carpaccio de laulau. Pero sí sé que el hotel donde me alojó mi cliente en Puerto Ordaz tiene pisos de mármol hasta en los ascensores, réplicas por doquier de mobiliario moderno clásico -Eames, Mies, Jacobsen- y escaleras mecánicas con sensores. Un lugar que en Montreal no bajaría de 200 dólares canadienses por noche. Brilla de limpio y de nuevo, pero tiene muy baja ocupación; entre los pocos huéspedes hay un grupo de chinos muy discretos, con maletines y laptops, y en los bares y restaurantes veo día tras día a los mismos clientes, muchos de ellos con aspecto de militar pero vestidos de civil, con marcas vistosas. Aunque a veces no hay agua caliente o señal de cable en la habitación, en la tienda venden una pasta italiana que en Montreal nunca me atrevo a comprar porque es demasiado cara. Lo que más me impresiona del hotel es que tiene carne y pollo, cada mañana, en el desayuno, cuando los medios independientes dicen que casi no se consigue proteína; aunque para mí nada es más valioso en ese buffet que la lechosa roja, el aguacate y la guayaba.

“AQUÍ NO ESTAMOS TAN MAL”
Trato de comparar Porlamar con ciudades que no conozco: Beirut, Abidjan. Las carnicerías halal y los lugares como el Café Bagdad refuerzan ese aire de urbe del Medio Oriente o de África. Pero al fin y al cabo, esto es un sitio al que uno venía para sentirse en otro país, cuando en los buenos tiempos del Puerto Libre era Porlamar una joya venezolana, un lugar que, como Mérida, te inducía a pensar en dejar Caracas y mudarte aquí. Pero ya Porlamar no te hace pensar en un pequeño Miami: ahora es un diorama sobre los efectos de esa arma de destrucción masiva que ha sido el chavismo, que remató una región ya golpeada por la negligencia y la corrupción de la Venezuela de los 90.

Ando a pie, o en taxis destartalados, y cuando puedo, en una buseta atestada, así que puedo ver de cerca la anatomía de la decadencia. Edificios inconclusos que nunca se terminarán, con sus osamentas rectangulares cercadas por corrales de cinc que han sido compuestos con el apuro y la ira de una barricada. Torres residenciales que van desconchándose bajo la brisa, en las que las piscinas han dejado de funcionar por falta de mantenimiento o porque la gente las ha usado para llevarse agua, o incluso como baño. Avenidas en las que brillan innumerables esquirlas de botellas rotas entre el monte sin cortar. Y lo que más me asombra, esos inmensos centros comerciales que se terminaron en los últimos años de la bonanza, como si sus promotores esperaran que este colapso económico no iba a ocurrir nunca y que las tiendas iban a quedarse vacías o sobreviviendo con mercancía vieja que venden a veces más cara que en Canadá, incluso al cambio del dólar negro. No entiendo cómo el Costa Azul es tan grande, tanto que apenas se puede mantener refrigerado, ni tampoco cómo La Vela levanta ahora un enorme anexo y cómo la etapa original permanece intacta, llena de tiendas en operación, como si no estuviera ocurriendo nada. Ese templo del Puerto Libre que era Rattan, por su parte, tiene un fuerte aire cubano, pero al menos consigo el ají dulce seco y el ron que nos alumbrarán el corazón en el invierno canadiense.

La poca publicidad que queda, en la televisión, defiende el valor de las marcas, insistiendo en el “compromiso con Venezuela” sin ofrecer ningún producto, y en los aeropuertos anuncia coachs, viajes internacionales, escoltas para eventos, odontólogos esteticistas: bienes y servicios que muy pocos pueden adquirir. En la radio, César Miguel Rondón comenta sobre alguna noticia que “hay una suerte de resignación, la vida como un largo calvario”, antes de anunciar un “crucero en tierra” en un hotel de Caracas. No sé si las vallas en las vías aún son pagadas por el cliente, o si la agencia existe todavía; hasta el mismísimo aparato de propaganda del chavismo -algo que, justamente, ha sido más que todo una gruesa cortina de propaganda para ocultar los afanes de los saqueadores- ha ido también apagándose: las imágenes de Maduro y de Chávez se van destiñendo bajo el sol, a veces con manchas de pintura negra que alguien les lanzó encima. Sí vi, en Porlamar, junto al que llaman el Hotel Chavetur, la estatua del caudillo, mucho más pequeña y modesta de lo que me imaginaba, dándole la espalda al mar con el gesto hacia la lluvia de su último mítin. Un par de trabajadores pintaban la calle cerrada, seguramente porque se acerca otro evento de la nomenklatura con invitados internacionales.

Pero todo luce peor en el centro de Porlamar. Aquellos viejos comercios de la Santiago Mariño o de la calle Igualdad en la que mis padres me compraban pantalones hoy son hileras de santamarías oxidadas. En una barbería con cortes a 150 soberanos, los parroquianos comparten impresiones sobre el descubrimiento de moda, la hamburguesa de lentejas, y se ríen a carcajadas con el cuento de que cuando Freddy -el que me está rapando el pelo sin escuchar mis instrucciones- trabajaba en el CICPC se demoraba demasiado “buscando evidencias” en las gavetas o los closets de las casas de los muertos en lugar de ayudar a levantar los cadáveres. Dos cuadras hacia el oeste, en la única farmacia relativamente surtida que llego a visitar en la isla, espero un buen rato entre el gentío apretujado dentro del viejo local. La gente es paciente, el personal se mueve rápido, y finalmente pago cinco mil soberanos por varias cajas de dos medicamentos que necesita mi hijo. Me las acomodo como puedo en los bolsillos de mis shorts y salimos a cazar algún medio de transporte que nos saque de la zona, donde no tenemos nada más que buscar. Es inconcebible pensar hoy que esto fue un lugar al que todos queríamos venir de vacaciones.

LOS VACÍOS EN EL PAISAJE
En la entrada de la urbanización Jorge Coll, entre Los Robles y Pampatar, hay un quiosco de metal, de esos que en las grandes fiestas se usaban para vender cerveza, pintado en rojo y blanco con grandes letras que ofrecen productos de limpieza y casabe. Dos muchachos y un pusilánime punto de venta esperan a los eventuales clientes dentro de un cubo de aire caliente; en lugar de casabe, tienen tabaco sucrense, yesqueros, chimó y preservativos. Para comprarles los productos de limpieza tienes que llevar tu propio envase, igual que en los negocios ambientalistas de Montreal, solo que aquí no se trata de servir a consumidores conscientes del impacto ambiental del exceso de plástico, sino a gente que se las arregla con las consecuencias de su escasez.

Mi padre compra un litro de cloro y uno de detergente y seguimos hacia el centro comercial. Él va saludando a todo el mundo por el camino, hasta a los policías; tiene una campaña personal porque todos digan “buenos días”. Venimos de visitar a Andrés, un amigo de mi viejo. Se ven casi todos los días y se acompañan en la rememoración de sus respectivos pasados o la búsqueda de medicinas. Ambos están totalmente confundidos con el cambio de moneda, igual que mi tía, y escucharlos pensar en voz alta sobre cuánto vale algo en soberanos y en bolívares de los de antes es un ventarrón agobiante de ceros y decimales.

Andrés estaba viendo un partido Leones-Bravos, que perdía el Caracas, mientras descansaba luego de pintar una pared. Hace un año murió su esposa, de cáncer, y está muy lejos de superar el duelo. Casi no quiere mover o botar nada en la casa atiborrada de cosas que ella había comprado, pero se desprende de lo que es suyo porque es de esos tipos acostumbrados a dar: a nosotros nos provee de agua filtrada, y tiene a dos perritas callejeras tan acostumbradas a sus regalos de comida que lo siguen cada vez que lo ven, y a él le da pavor que quieran acompañarlo a cruzar la avenida Jóvito Villalba y las mate un carro. Aparte de su buen corazón, Andrés tiene una hija en Barcelona, una colección de gorras de varios equipos de las Grandes Ligas y del beisbol venezolano, un carro que no puede usar porque no tiene cómo comprarle cauchos nuevos, un perrita anciana que en cualquier momento no se levantará más, y un problema en el abdomen que no se atreve a operarse.

En el supermercado, mi padre no consigue aceite, pero como está empeñado en cocinar sardinas fritas para mí, convence a una de las empleadas de que le venda una botella de aceite, a cambio de una bolsa de pan de hamburguesas para sus niños. En la caja, cuando vamos a pagar, mi padre le pregunta a la cajera qué pasó con su viaje que tenía previsto. Ella responde que no viajará; el marido que se fue a Ecuador no le mandará los pasajes. “Ya él tiene otra pareja, ya se olvidó de uno. Pero de que me voy me voy, esta vaina está cada día peor”.

La emigración está dejando cabos sueltos por todas partes: en los días siguientes, mi padre me presentará a varios conocidos, que apenas escuchan que vivo en Canadá me dicen “yo tengo una hija en España”, “yo tengo un hijo y dos nietos en Inglaterra”, “yo tengo una hija en Estados Unidos y un hijo en Chile”. Cuando voy a visitar a mi tía, me cuenta que ha estado llorando todo el día porque su hija menor llegó dos días atrás a Quito y no la ha llamado ni una vez. En ese momento, sus cuatro hijos están fuera, en Ecuador, Colombia e Italia. Mi padre tiene a uno consigo, yo, pero de visita por dos semanas; los otros cuatro están en Estados Unidos.

Mi padre vive en un apartamento dentro de un complejo que se inauguró en los 90 como un aparthotel, y que ahora entiendo que pertenece a Fogade. Dos de las tres torres están ocupadas por gente que no es ni propietaria ni inquilina; las áreas comunes de lo que fue el lobby carecen de toda iluminación, y el patio que incluye una piscina está en ruinas, salvo por varias palmeras, una gran ceiba y una escandalosa trinitaria magenta. La alberca solo sirve para criar larvas de mosquitos, y en lo que fue el restaurante el techo ha ido cediendo y el local ha sido colonizado por lianas de cielo raso, hojas secas, basura de los vecinos y despojos de los desvalijadores. Todo me hace pensar en la isla de los piratas en The Life Aquatic with Steve Zissou. Pero aquí los desenlaces pueden ser muy distintos al de la película de Wes Anderson: mes y medio antes de mi llegada, mi padre escuchó abajo un golpe y luego un grito de mujer que rebotó entre los muros; entonces se asomó por la ventana y vio sobresalir del borde del techo del restaurante los pies de un muchacho que se había lanzado desde la azotea. Tenía 17 años.

Los vecinos se comunican constantemente por WhatsApp, para informarse de la llegada del agua, que normalmente viene un día y uno no, o la bolsa CLAP: la que adquiere mi padre durante mi visita, por 245 soberanos, contiene dos kilos de Harina PAN, dos de arroz Superior, una lata de sardinas El Faro y medio kilo de pasta turca. Por WhatsApp también corre la foto, acompañada de un texto que simula el titular de un tabloide, de un hombre con barba blanca de perilla que según el mensaje anda recorriendo Jorge Coll para averiguar cuáles casas están vacías. Al parecer son muchas, en la urbanización patrullada desde lo alto por los zamuros y los albatros tijereta.

“Ya no se oyen las fiestas”, dice mi papá. “Ni el olor de las parrillas, y esto es Margarita. Es que ya no queda juventud aquí”. Es verdad: entre su ventana y el Matasiete casi nada se levanta de las calles arboladas, y el tráfico sólo se siente los días de semana, al comienzo y al final del día. Las rumbas eternas de la isla parecen ser algo más bien raro, o clandestino.

Charly asegura haber disfrutado mucho de lo que era Margarita. Una mañana, lo encontramos esperando a que lleguemos de nuestras caminatas matutinas sentado en la escalera, leyendo con lentes de presbicia un antiguo ejemplar en rústica de Tiburón. Es pequeño, musculoso, bronceado y con pinta de italiano que naufragó donde no debía. En su acento del centro del país y en sus referencias me doy cuenta de que ha dado vueltas y ha tenido roce con mucha gente diferente; pero hoy está aquí para limpiar el apartamento. Eso sí, antes de empezar, quiere hablar, y hablar es algo que le gusta mucho a Charly. Me dice que en los 80 se hizo rico en Margarita, a los tres años de llegar a la isla, que tuvo posadas, propiedades, un Ferrari (usado); también dice que vivió unos meses en Montreal, en los 90, y menciona un barrio que no me suena. Pero todo lo perdió por culpa del chavismo, que ahuyentó a los turistas. En su monólogo es difícil distinguir entre la verdad, la exageración y el embuste, así que hago preguntas, y él empieza a bajar el volumen de sus anécdotas y a evitar caer en un sitio donde se le pueda desnudar una mentira. De hecho me dice, con un tono equívoco y mirando por la ventana, casi cerrando: “Pero no me creas, todo lo que digo es mentira”. Charly no quiere ser autocompasivo y, antes de empezar a trabajar en los baños malolientes por la escasez de agua, insiste un par de veces en que adora su país y su isla, y que Margarita sigue siendo el mejor lugar del mundo.

“Dentro de todo, aquí en la isla no estamos tan mal”, me dicen en efecto algunas personas durante mis días margariteños. Pero no lo escucharé más a partir del día en que se va la luz.

GRITOS EN LA OSCURIDAD
Nadie parece saber bien qué pasa. No hay una versión oficial satisfactoria, y si la hubiera tampoco nadie la creería, porque nadie cree en lo que dice el gobierno, como tampoco en lo que dice la oposición, o ningún medio; en ese entorno de desconfianza absoluta y generalizada en todo y en todos, las cadenas de WhatsApp suelen ganar la carrera por la credulidad de la gente, porque tienden a decir lo que los venezolanos esperan leer o escuchar, sea esto un indicio de esperanza o, más comúnmente, una razón más para confirmar la sensación compartida de que todo se jodió.

Cuando el 7 de noviembre empieza a fallar la luz por varias horas en Margarita, y la situación se repite al día siguiente pero con apagones más largos, no encuentro que los demás estén demasiado preocupados por determinar el origen del problema y la fecha en que se solucionará, justamente porque no esperan encontrar información confiable al respecto. Lo importante es ver cómo se hace para trabajar, cocinar, llevar a los niños a la escuela, porque sin electricidad las bombas de agua no trabajan, los puntos de venta que funcionan empiezan a fallar, la poca Internet o 3G que hay se pone mucho peor de lo que es, y el calor, que ha sido fuerte en este noviembre, hace casi imposible aguantar el día o dormir en las noches.

La gente se las arregla como puede, sobre todo si está preparada para aguantar los apagones, o si no necesitan electricidad para vender chicha o café en termos en la calle. En la clínica El Valle, entre los parpadeos de la energía que proporciona la planta de emergencia, el internista que chequea a mi hijo me cuenta que le ha costado a veces reconocer a pacientes que ha pasado meses sin ver, porque en algunos casos han perdido hasta 30 kilos, y van a consultarle las razones de su adelgazamiento en lugar de las enfermedades asociadas al sobrepeso que tenían antes.

En mis últimos cinco días en Margarita la pasaré bastante mal, pero no tendré derecho a quejarme: yo sé que tomaré un avión y volveré al mundo en el que vivo, donde damos por sentadas la calidad de los servicios, la seguridad, la abundancia. Los míos se quedan aquí, desprovistos de toda señal de que algo vaya a mejorar, con la hiperinflación como una medida cuantificable, diaria, de cuán pobres se van volviendo, y a un ritmo cada vez mayor.

Para el sábado, ese pueblo tan gentil que es el margariteño ya está perdiendo la paciencia. En ciertas vías los vecinos han salido a quemar cauchos en pequeñas barricadas que no llegan producir un disturbio. Los grandes centros comerciales están cerrados, al igual que casi todos los comercios; los empleados se devuelven a sus casas cuando finalmente llegan a su centro de trabajo en buseta o en perrera o caminando, pues no hay electricidad, y nadie les ha dicho que no asistan esa mañana a trabajar porque nadie sabe si habrá energía o no para poder operar. Se pierde la comida que tanto cuesta adquirir, se dañan las neveras que luego no se podrán reparar, y en las noches los insomnes cacerolean o aúllan como perros ferales en la oscuridad: “¡Maduro, coñoetumadre, hijoeputaaaa!”

La madrugada en que me voy de Margarita, en un carro que atraviesa una negrura en la que se respira aún el olor de los cauchos quemados de la frustración, tengo la suerte de escuchar directamente de un supervisor de Corpoelec sus historias de cómo los técnicos advierten el peligro de la falta de inversión y de recursos, y los jefes los ignoran, o de cómo algunos empleados de la empresa pública roban cables y partes para sobrevivir. En este caso, una falla en un gasoducto impide que operen las plantas a gas que ayudan a completar la provisión de energía del cable submarino, que es muy insuficiente para las necesidades actuales de la isla. Con sólo la electricidad que viene de tierra firme por ese cable bajo el mar, Margarita debe someterse a racionamientos que duran hasta 19 horas, o a periodos con luz en los que sin embargo el voltaje es tan bajo que los aires acondicionados no llegan a encenderse. También se enloquecen los semáforos, pero de todos modos casi nadie los obedece.

Son las cinco de la mañana y todos sudamos dentro del aeropuerto Santiago Mariño, que funciona con el mínimo de electricidad. Unas condiciones de trabajo inhumanas. “Esto cada día peor y le exigen a uno que ande con una sonrisa”, me dice la empleada de la aerolínea, presionada por chequearnos a todos y no retrasar el vuelo. Recuerdo lo que el día anterior me había dicho Andrés, el amigo de mi papá: “Cada día peor, hasta que te mueres”.

LA CIUDAD DE LAS GUACAMAYAS
“¿Y esto?”, preguntan mis acompañantes en la camioneta donde subimos de Maiquetía. Hemos caído en la autopista Francisco Fajardo desde el distribuidor La Araña, cerca del Parque Naciones Unidas, y desembocamos en una breve cola, un sábado en la mañana. A mí no me sorprende el habernos detenido, sino la reacción de los otros pasajeros: “Es que ya no hay colas”. Yo había notado la reducción del tráfico en mi visita anterior, en octubre de 2016, pero lo que encontraré en las pocas horas que pasaré en Caracas, corriendo de un amigo a otro dentro de un rango de pocas cuadras de Chacao, será un lugar enmudecido, que en un fin de semana suena más a un pueblo que a la capital de un país de 30 millones de personas. Aquí sí sentiré el vacío de la emigración, como si una aspiradora gigante hubiera aparecido en el cielo y hubiera abducido a un tercio de la gente.

Puedo entender ese silencio, pero no los edificios de lujo en plena construcción. “Eso es lavado”, me dice la mayoría, pero la hipótesis no me convence: ¿para qué lavar dinero si vives en un estado forajido? Al final del día, desde una ventana que da a la plaza Altamira, mi amigo Garcilaso me señala los edificios, los viejos, los de siempre. El paisaje que conozco de mi ciudad amada. “Mira cuántas luces están apagadas. Esos son apartamentos y oficinas vacíos, de gente que se fue”. Tres guacamayas se pelean la punta del Obelisco. Ellas están bien, al parecer a salvo de lo que ocurre bajo sus vuelos de escándalo; uno podría incluso pensar que la naturaleza está esperando para reconquistar por completo el valle que apenas tenía que compartir con los caracas cuando llegó la tropa de Diego de Losada en 1567.

Los que quedan, se adaptan como pueden. Melín está ayudando a activar a los vecinos para defender el municipio. Jaime y María Teresa se refugian en su terraza y sus gatos. Oscar lee mucho y hace mucho ejercicio. Laura inventa cosas maravillosas y las hace realidad. Anna hace arte y se mete en un gimnasio para manejar su estrés y para tener dónde ducharse sin falta cada mañana antes de ir a enseñar. Sergio busca cómo empezar a publicar en España, y se pregunta qué hacer el día en que no haya más electricidad en Caracas. Porque ese es un escenario que están empezando a contemplar.

Quince años atrás publiqué mi primer libro, Salitre en el corazón. El título aludía a la desesperanza que en 2001 yo había encontrado entre casi todas las personas que conocí en La Habana. Por mucho tiempo negué enfáticamente, a quien me le preguntaba, que Venezuela caería al mismo nivel de postración económica y social, y de cerrazón política.

Todavía se puede discutir cuánto se parecen, al cabo de 20 años de chavismo, estas dos grandes tragedias del Caribe. Yo no he vuelto a Cuba, pero sé que hay algunos signos de apertura, mientras Venezuela no deja de oscurecerse, y también sé que en Venezuela hay todavía unos negocios y unos rasgos de prosperidad que bien pueden estar en casi cualquier otra economía y que es muy difícil imaginar en Cuba: restaurantes, cafés, librerías, cines, que en estas circunstancias son todavía espacios de libertad y de placer.

Sin embargo, creo que el salitre que se le metió en el corazón a los cubanos también se nos metió a nosotros, y que el núcleo de ese salitre, de esa desesperanza, es la piedra que se te forma dentro, como un cálculo dentro del pecho, cuando la incertidumbre se convierte en resignación, cuando pasan los años y ves que lo inaceptable se normaliza y que una y otra vez el bien es derrotado por el mal.

Esta misma Venezuela que se consideraba una nación moderna, amparada por el petróleo de las condenas del subdesarrollo, podría ser descrita hoy como un país medieval, igual que en una película de Robin Hood pero sin que nadie robe a los ricos para repartir entre los pobres. Una masa empobrecida, sometida a las epidemias, a la violencia y al hambre, se arrastra en el umbral de la supervivencia bajo la opresión de una élite opulenta que solo aparece para arrebatar y maltratar.

No obstante, siguen ahí los matices, que no se ven desde afuera. No solo las guacamayas y los albatros están llenos de vida y mirando hacia el sol.

QUIERO CERRAR ESTA HISTORIA CON TRES MOMENTOS
El primero es el Impact Hub, en una torre de Los Palos Grandes, donde un montón de ONG o pequeños emprendimientos están compartiendo una barra de café, algunas salas de reuniones y un espacio de trabajo desde el que se mira a buena parte de la ciudad. La montaña sagrada está tan cerca que casi se puede tocar. Allí, visitando a mis panas de Caracas Chronicles, estaba rodeado de gente haciendo cosas buenas y útiles, concentrados en lo suyo y no en quejarse o en evadir la situación. Allí, como en varios otros sitios en Caracas, en Puerto Ordaz y en Margarita, fui testigo de cómo hay jóvenes venezolanos haciendo su trabajo con entusiasmo, con calidad, con disciplina, en medio de las gigantescas dificultades que deben encarar a diario.

El segundo ocurre en la plaza de La Asunción, una tarde sin electricidad. Unas ocho personas celebran un taller a la puerta de un pequeño café de muy buen gusto: el apagón no interrumpió la agenda de adiestramiento que tenían para ese día y sacaron las mesas a la plaza para escuchar al instructor. Un señor vende libros usados. Y tres muchachos que salen de un centro cultural conversan de rumbas y de libros, de George Orwell, de activismo estudiantil, de autoritarismo y de libertad. Son enérgicos, articulados, y ahí están, sin quejarse por el calor, pensando en qué hacer.

Y el tercer momento con el que clausuro esta crónica pasó en Pampatar, el hermoso pueblo margariteño que sigue resistiendo al horror. Los fieles se apretujan en la minúscula iglesia del Cristo del Buen Viaje para la primera misa del domingo. Mi padre compra un atún entero de tres kilos, entre los gatos que buscan sobras en el pavimento brillante de escamas de dorado y de róbalo. Las doñas del malecón me sirven empanadas de raya y jugo recién exprimido. Y bajo los muros inútiles del castillo de San Carlos Borromeo, un grupo de deportistas maduros, vigilados por un par de amigos en kayak, nadan entre la punta del muelle donde mi padre y mis tíos vertieron las cenizas de mi abuela, y la playa limpia de Pampatar. Como es domingo y es temprano, una vez que terminan de ejercitarse se quedan en el agua, cantando boleros. Venezuela está mal, muy mal, pero no se ha muerto. No se acabó. No se fue.

Entro en el mar por unos pocos minutos. El agua está clara y tibia. El morro de Pampatar oscila delante de mis ojos salados y el sol esboza sobre el agua óvalos que me recuerdan a las nubes de Calder. Hago silencio. Que las palabras con que quiero describir este momento no me impidan absorber lo que tengo alrededor: esa maravilla de este lugar, esa belleza que, al menos hasta ahora, nadie ha destruido.

Publicado en revistamastrantus.wordpress.com

Rafael Osío Cabrices es escritor, traductor y periodista venezolano. Reside en Montreal, Canadá

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