OMAR PINEDA. Acabábamos de desayunar mandocas, queso blanco rayao y café con leche, que es lo que servía mamá los sábados y domingos. Por ahora dificulto que lo recuerde con exactitud pero mi hermano me entretenía –recostados plácidamente los dos en la pared de la casa– contándome algo erótico que le pasó con una chama del bloque siete cuando, de repente, emerge Ramoncito. Fue un celaje en mitad del camino, presencia insospechada, la caída fortuita e inoportuna que nadie desea dado que Ramón Guevara aparecía en la lista que circulaba de boca a oído dando cuenta del top ten de los más malos del vecindario. Registraba dos homicidios entre otros agravios, según la lista que se citaba en voz baja cuando lo veíamos cruzar la esquina, lo suficiente como para evitarlo cambiando de acera. No eran todavía los años de la droga, y apenas el olor peculiar de la marihuana generaba aislados comentarios. Pero había una razón de más para mosquearse ante Ramón, tipo extraño no tanto porque fuese hermano de otro malo, Alfredo “Superman”, sino porque después de cada fumada detrás del bloque, su cerebro, que ya lo tenía frito, le rechinaba como el desesperado frenazo de un carro antes de estrellarse contra la pared. De tez morena, casi siempre mal vestido, piel gruesa y resbalosa como si sudara las 24 horas y la mirada perdida, Ramón –Ramoncito, lo saludábamos– no encajaba fácil en el paisaje de un barrio donde gravitaba la quietud sino que, al contrario, su presencia traía el ruido que dispersa a la gente en las esquinas. Verlo era apostar a lo peor que estaba por suceder. Por eso cuando emergió como caído del cielo, desde luego que nos encabritamos. Su voz sonaba esquiva, apagada. Dijo sin mirarnos “acabo de escuchar al diablo y me ordenó que me llevara a dos”. Entenderán ahora el brinco de asombro y cómo de forma instantánea Teo y yo emprendimos la huida en direcciones opuestas mientras Ramón sacaba de la cintura un cuchillo, no tan grande pero lo suficientemente filoso como para que este relato no fuese contado.

¿Qué hicimos? Bueno, para quienes no nos conocieron, Teo y yo hacíamos atletismo, en cierto modo para emular a nuestro hermano Arístides. El salto y la carrera simultáneos lo desconcertaron impidiéndole cumplir el llamado de su extraviada mente. Así que se giró hacia todos los lados en busca de alguien pero me olvidé subrayar que eran las ocho de la mañana de un sábado perezoso, de esos que por lo general no se abre al público sino cerca del mediodía. La dulce tibieza de esa mañana se le dificultaba. Hasta que apareció Remigio, un peruano que había alquilado una habitación en casa de los Colmenares y bajaba por la escalera de la letra C quizás rumbo a su trabajo. Pocos lo conocían. Remigio era un hombre discreto, sereno, de unos cuarenta años, delgado, cara fina, precisa, poco conversador. Ignoraba que esa mañana en el callejón oculto de su destino le esperaba Ramoncito buscando con un puñal la abolición de su extravío. Entonces si salieron a curiosear para ver al muerto, y la prisa de la noticia se esparció atrayendo a otros de más lejos. Mientras Ramón era finalmente apresado por la policía y sus manos se asomaban hundidas en sangre, Teo y yo compartimos una mirada de alivio y complicidad. Acordamos no contarle a nadie cómo se fraguó el crimen y si hubo ocasión para evitarlo. Lo archivamos para siempre. Solo volvimos a recrear el suceso en los años setenta cuando sonaba en la radio la salsa “Agúzate”. Entonces, si estábamos cerca, Teo y yo esperábamos que Richie Rey y Bobby Cruz dijeran “siento una voz que me dice agáchate que te están tirando”, nos mirábamos sin pestañear y ahorrándonos las palabras cada cual pensaba en Ramoncito.

Omar Pineda es periodista venezolano. Reside en Barcelona, España

 

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