La crisis política y humanitaria de Venezuela, que desde hace tiempo ha sido desesperada y letal, esta semana se inclinó hacia lo surrealista.

El martes 25, un helicóptero sobrevoló la Corte Suprema y el Ministerio del Interior, lanzando granadas y disparos. Nicolás Maduro lo calificó como un intento de golpe de Estado respaldado por Estados Unidos. Pero nadie resultó herido en el incidente y cuando el piloto del helicóptero -que resultó ser un policía que ha actuado como comando de policía en una película- y que aún no ha sido detenido por las autoridades, los líderes de la oposición se preguntaban, si esa acción habría sido orquestada por el Maduro.

Si es así, no sería sorprendente. La pandilla corrupta alrededor del presidente, que heredó el movimiento populista de izquierdista fundado por Hugo Chávez, está recurriendo a tácticas cada vez más inverosímiles para combatir un movimiento de protesta de masas que cuenta con el apoyo de la gran mayoría de los venezolanos. Ha lanzado toneladas de gas lacrimógeno a las marchas y protestas diarias, y ha disparado miles de balas, tanto de goma como reales: Al menos 78 personas han muerto desde que comenzaron las protestas en abril. Cinco murieron el miércoles.

El régimen ha detenido a más de 3.200 personas, muchas de las cuales han sido golpeadas y torturadas, según informan grupos independientes de derechos humanos. Más de 300 se enfrentan a juicios sumarios ante tribunales militares y a condenas de décadas de prisión. Mientras tanto, Maduro está presionando con un plan para que una asamblea constituyente reescriba la constitución aprobada bajo Chávez. Probablemente eliminaría la Asamblea Nacional controlada por la oposición y convertiría a Venezuela en un régimen inspirado en el modelo de Cuba.

Cuando la propia Fiscal General del gobierno protestó contra la manifiesta ilegalidad de la reescritura constitucional y la represión brutal de las manifestaciones, el régimen le prohibió viajar y se dispuso a despojarla de sus poderes. Mientras tanto, Maduro pronunció un discurso en el que prometió “ir a combatir” para defender al régimen. “Lo que no se pudo hacer con los votos, lo haríamos con las armas”, dijo.

Se podría pensar que el fantasma de la guerra civil en un importante país productor de petróleo de más de 30 millones de personas, finalmente llamaría a sus vecinos democráticos a la acción. Pero América Latina permanece en gran medida paralizada ante el caos de Venezuela. La semana pasada, un grupo de países liderados por México trató de aprobar una resolución en la Organización de Estados Americanos pidiendo el establecimiento de un grupo de contacto de naciones para negociar una solución pacífica, incluyendo elecciones libres y la liberación de prisioneros políticos. Fracasó, gracias a la oposición de un puñado de clientes venezolanos, incluyendo una pequeñas naciones caribeñas sobornadas por Caracas con petróleo a descuento.

No ayudó que el Secretario de Estado Rex Tillerson estuviese ausente de la reunión de la OEA, prefiriendo centrarse en el boicot de Qatar por parte de otros estados árabes. Si bien la administración Trump ha actuado esporádicamente sobre Venezuela, imponiendo sanciones a algunas figuras del régimen y emitiendo declaraciones, parece que no tiene estrategia para abordar la crisis más importante en el hemisferio desde las guerras centroamericanas de los años ochenta.

Estados Unidos no puede rescatar a Venezuela, pero hay cosas que sí puede hacer para presionar al régimen: más sanciones contra individuos y entidades involucradas en la represión; la difusión de información sobre la participación de líderes del régimen en el tráfico de drogas y otros tipos de corrupción; presionar a los estados del Caribe y a Cuba. Paralizarse, mientras que Maduro anuncia de manera inflamable “combates” no debería ser una opción.

Por el equipo editorial del The Washington Post | Traducción libre del inglés por lapatilla.com
Editorial original en inglés en The Washington Post

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