Una por Emilio Arvelo

OMAR PINEDA. Yo estaba en la avenida San Martín cuando escuché algo similar a un disparo. No le presté atención porque en ese momento se asomaba el autobús en la esquina de Angelitos, así que no indagué sobre lo que ocurría en la acera de enfrente. Solo cuando pagué y el conductor hizo un gesto singular obligándonos a voltear hacia donde él veía percibí que dos tipos se apresuraban con unas cajas hasta subirse al Oldsmobile rojo con techo de vinil. Uno de los pasajeros del bus soltó una mentada de madre y a partir de entonces hicimos el recorrido inmersos en el cálido debate acerca de la inseguridad. Bajé en la parada de casa y olvidé el asunto.
Pero el día siguiente supe que “el loco Ciro” estaba rematando unos long play en la escalera del medio del bloque tres y fue así como deduje que el atraco a la tienda de Emilio Arvelo, local modesto avecindado con la plaza de Capuchinos, lo había perpetrado un choro de mi barrio. No lo comenté con nadie pero supongo que fue a partir de ese hecho fortuito que le agarré tirria a un choro que asaltaba con navaja y que esa tarde se había estrenado con la pistola. No recuerdo bien los detalles pero ahora al enterarme que Emilio Arvelo ha pasado por segunda vez a la inmortalidad evoco el episodio del cachazo en la cabeza que le dieron al encargado de la tienda y que, al no poder llevarse el dinero inexistente en la registradora, los idiotas se alzaron con tres cajas de discos de vinil, emprendiendo la fuga en el odsmobile. Los LP fueron rematados en la escalera del medio, como dije, un sábado al mediodía aprovechando que la gente bajaba a comprar verduras y frutas en el camión destartalado y con olor pestilente a lechosa podrida, del viejo Ramón.
Si me apuran les diré que estuve tentado a comprar un album de Eddie Palmieri, pero lo evité, no por razones morales sino porque temía que les echaran el guante a los autores del robo, y en esos años era frecuente darle importancia a los ladrones como a los aguantadores, por lo que ambos actores acababan en fotos de frente y perfil de la reseña policial que publicaban las páginas de sucesos.
Supongo que fue ese atraco de los muchos que signaron la azarosa vida de Ciro por la que terminé enemistándome no solo con él sino también con su hermano Adolfo, mi compañero de clases en la Miguel Villavicencio, aunque no tanto con el menor, Orlando, apodado “Tiburón”. Para laxar el odio contra Ciro la cogí por caerme a golpes más de tres veces con Adolfo en peleas que imagino que mis amigos mentían o recurrían a la piedad, pero cuando nos separaban no decían que yo había ganado sino que al menos le había dado unos carajazos, y con ese resumen impulsado por la gratitud me iba a casa a sanar los moretones con aire de triunfador.
Desde luego que en un barrio cuando dejas entrar una culebra, como se dice, es mejor matarla por la cabeza. ¡Un momento! No era yo la persona indicada para duelos a cuchillo ni mucho menos para andar calzado por ahí con un arma, por eso traté de atenuar mi discordia con los Camero valiéndome que le caía bien a la Chata, una de sus hermanas, chica atolondrada y conversadora. Pero no es uno quien fija su destino, y aunque para la fecha en la que refiero este incidente la canción “Ay qué noche tan preciosa” no se había convertido en el himno nacional de los cumpleaños y faltaba aún más para que se colara en el ADN del venezolano, mi defensa a Emilio Arvelo provino del respeto a un artista humilde que buscaba abrirse paso en un ámbito ya de por sí jodido para los pelabolas.
De manera que cuando el Ciro engorilado por el perico y la carterita de caña blanca que adicionaba irrumpió con su moto en la cancha deportiva que construimos con ayuda del Concejo Municipal, aterrorizando a las niñas que jugaban voleibol, a mi no me quedó –insisto que a instancias de ellas que tocaron a mi puerta– más remedio que salir a enfrentar a un sujeto con fama de peligroso porque se había cargado ya a dos personas; o, para decirlo como aquel personaje del cuento de Borges: se había cargado a dos personas y a un indio yukpa llamado Pedro. Era evidente que a Ciro no sería problema arreglarme con solo mostrar la pistola.
El punto es que, frente a la queja de las muchachas que se vieron acosadas por un sujeto drogado, y al no hallar a otro vecino que me acompañara, debí salir de casa armado para encararlo ¡habrase visto! con un guante y una pelota de beisbol. Al llegar ahí, Ciro llevaba 15 minutos haciendo caballito y, con la moto envenenada, metiendo ruido. Desde afuera de la cancha le insté a que saliera y dejara jugar a las chamas. La respuesta no podía ser otra “ven a sacarme tú, guevón”.
Ya esto parece que lo he contado: tras las palabras de Ciro, lo primero que hice fue mirar hacia los lados, tal y como haría un pitcher que tiene a corredores en primera y segunda que azuzan con doble robo de bases. Miré de nuevo hacia los bloques para constatar y había quórum de viejas chismosas del bloque ocho, y en su ventana la chama que me gustaba seguía los acontecimientos, más la docena de ociosos desplegados en los balcones del bloque tres, sin nada que hacer un sábado a las cuatro de la tarde que esperar acción. Desde luego que tragué grueso y para inflar la taquilla le advertí que yo iría primero a la panadería y que cuando regresara lo quería ver fuera de la cancha. Nota del autor: estas son amenazas que no se deben hacer en un barrio. Ciro me dijo “vaya y venga… aquí te espero”, y cuando volví a mirar las tribunas se habían llenado a reventar.
Así que fui de verdad a la panadería, no me acuerdo qué compré y cuando volví era evidente que Ciro no se había movido. Impelido por un automatismo que más nunca sentí puse la bolsa en el suelo, me armé con el temple que exhibía Luis Tiant en la lomita, preparé mi pelota y ante un tipo amenazador y tan seguro que ni siquiera sacó la pistola, le lancé la pelota con toda mi fuerza, pero con tan mala suerte que la bola pegó en el volante y rebotó hacia mi guante. Ciro se puso serio, y pensó -demasiado tarde- en desenfundar el arma, porque volví a lanzarle con más rabia. La bola fue directo a la frente. Acusó el golpe, cayó atolondrado de la moto que daba vuelta como un animal herido, y no recibí aplausos pero entonces sí bajaron los que se habían mostrado indiferentes y acabaron la faena dándole una paliza memorable.
Antes de salir golpeado y renqueando de la cancha, Ciro me sentenció que al día siguiente me mataría. Desde luego que tomé en serio sus palabras y pedí asilo a mi hermano, recién mudado a un apartamento frente a la plaza de San Martín. Hasta allá llegó José Ramón dos días después para informarme que a Ciro lo había matado la policía. En serio que no me alegré, pero saben el alivio que siento cada vez que me dicen “y ruego a Dios porque pases un cumpleaños feliz”, entonces es ahí en medio de esa pequeña felicidad cuando me acuerdo de Emilio Arvelo, doble veces inmortal.
Omar Pineda, periodista venezolano. Reside en Barcelona, España.

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