CHIPILO PULIDO –
No son pocas las razones que justifican la decisión de buscar una vida mejor en otras naciones. Venezuela se ha convertido en un espacio social (¿asocial?) afectado por múltiples formas de violencia. La más cruel y dramática es el miedo a perder la vida por el impacto de un proyectil asesino. Venezuela es una de las naciones con el mayor número de homicidios en el mundo. La inseguridad en todas sus lamentables figuras se adueñó de la nación. No queda un solo intersticio de la vida cotidiana donde se respire sosiego. Inseguridad letal. Inseguridad jurídica que expropia bienes, impide inversiones y espanta el capital extranjero. Inseguridad alimentaria. Inseguridad hospitalaria. Inseguridad ecológica. Inseguridad educativa. Inseguridad laboral de los jóvenes diplomados con un futuro incierto. Una o la combinación de varias de esas formas de inseguridad, explica el importante movimiento migratorio de las última década y todo indica que los desplazamientos de los venezolanos hacia otros destinos, seguirán acentuándose.
Así las cosas, se comprende que en un país de inmensas adversidades e injusticias sociales, numerosos venezolanos decidan no permanecer en un lugar hostil. El deseo de partir aparece como una razonable aspiración que empuja a buscar oportunidades y expectativas de vida en otros lugares del planeta.
Los expatriados venezolanos y en particular los jóvenes profesionales o en formación, se encuentran desasistidos, abandonados a su suerte. La cancillería venezolana no tiene —y en realidad no le interesa desarrollar— una política integral de asistencia y orientación en dirección de los emigrantes venezolanos. Las vicisitudes para emprender una nueva vida son múltiples y en ocasiones de difícil solución.
Ante estas dificultades, el cuerpo diplomático responde con la más profunda indolencia. Embajadas y consulados prestan un servicio minimalista. No hay un reconocimiento de los venezolanos de ‘afuera’ como parte vital de la nación. No se reconoce la formidable fuerza que puede llegar a representar los connacionales como factor clave para el desarrollo económico, cultural y político del país. Brasil, Colombia, Uruguay, México, confieren a sus expatriados una atención particular y un valor relevante que contrastan con el ignominioso comportamiento del gobierno venezolano.
Así, se prolongan en el exterior la persecución y la exclusión que practica el gobierno venezolano al interior de las fronteras del país territorial. Todo apunta a intentar quebrar los nexos entre el país de adentro y el país de afuera. Que el segundo olvide al primero, que no se reconozcan mutuamente. Hay una voluntad perversa de querer transformar a los venezolanos del exterior en seres invisibles, sin voz. No obstante, se olvidan estos gobernantes que la identidad no desaparece con la globalización y la era de la información, sino que, por el contrario, se refuerza. La relación con la patria no es un problema de fronteras. Adentro o afuera, la nación sólo deja de existir cuando se renuncia individualmente a la condición de ciudadano.
Como bien lo dice Manuel Silva Ferrer: Uno de los atributos que se ha considerado como característico del nacionalismo de larga distancia, refiere a las luchas que los activistas políticos pueden librar contra los individuos o los partidos que ejercen el poder del Estado. Este elemento debe considerarse hoy como fundamental para el reconocimiento de un ‘nacionalismo venezolano a distancia’. Una experiencia que ha funcionado como escenario y punto de encuentro para que los migrantes venezolanos hayan abandonado —al menos temporalmente— su carácter invisible, avanzando en la organización de pequeñas estructuras informales de acción política, que han servido para la realización de toda clase de actividades tendientes a ejercer presión en contra del nuevo autoritarismo venezolano encarnado por la llamada revolución bolivariana”.
UN MILLÓN DE ELECTORES SIN DERECHOS
Los funcionarios de la diplomacia madurista se comportan como comisarios políticos al servicio de una ideología que niega uno de los derechos constitucionales más importantes: el derecho al sufragio. En efecto, en la mayoría de los consulados el registro electoral permanece cerrado. La ley electoral establece con precisión que el registro electoral debe estar permanentemente en servicio y no hay ningún argumento técnico que justifique su inoperatividad. El único argumento no confesado es político: impedir el derecho al voto.
Los venezolanos residentes en el exterior habilitados para ejercer su derecho a sufragar representan 0,52% del padrón electoral. En cifras absolutas son 100.495 connacionales repartidos en 84 países. EEUU, España, Colombia, Canadá, Portugal e Italia reúnen alrededor de 70% de los venezolanos que pueden votar fuera del país. En Francia somos apenas 1.689 con el ‘privilegio’ de elegir. Ahora bien, el número de compatriotas que no pueden sufragar en el exterior es considerable. Se calcula en más de un millón los venezolanos residentes fuera de las fronteras nacionales a quienes se les ha violentado el derecho a elegir y ser elegido.
Es claro que hay una animadversión —cálculo político— del gobierno hacia los venezolanos que residen fuera del país que, en virtud de la posición política disidente, son considerados —en tanto que electores— como potencialmente peligrosos. De allí que sistemáticamente se ha violentado un derecho humano inalienable: el derecho a votar. La lucha por la reapertura permanente del registro electoral en todos los consulados debe ser uno de los combates —no el único— de la diáspora venezolana. 2018 tiene que ser un año de presión ciudadana en defensa de este derecho usurpado que nos impide existir como ciudadanos libres de la nación venezolana.
Como bien lo apunta el sociólogo Tomás Páez: «La diáspora contiene un inmenso potencial para el proceso de recuperación de la democracia y la reconstrucción del país… Afortunadamente, contamos con los más importantes: su interés y compromiso en ser partícipes de esa transición a la modernidad y la decencia.»
Adentro o afuera la exigencia ciudadana por un país con libertad, justicia social y progreso para todos no tiene fronteras. La reconstrucción debe ser una empresa colectiva, tener un norte común y una visión compartida para imaginar y pensar una Venezuela mejor que conquiste el alma de toda la nación sin exclusión. Los demócratas de allá y de aquí compartimos la misma esperanza: recuperar la República.