RAFAEL OSÍO CABRICES (Corresponsal en Montreal, Canadá) –
“Nuestra historia de emigración comenzó en la marcha del 11 de abril de 2002, en Caracas. Mi esposa, mi hija y yo habíamos llegado pocos meses antes a Caracas desde Maracay, porque yo había empezado a trabajar como gerente de informática para unas tiendas de alta gama en Caracas, y en la marcha nos tocó ver cómo mataban gente a nuestro alrededor, cómo se llevaban a las víctimas en hombros. Una pareja de empleados de PDVSA nos sacó de ahí a salvo y cuando llegamos a casa, en la tarde, y mi hija, que había tratado durante horas de comunicarse con nosotros, nos contó todo lo que había visto por televisión, decidí que nos teníamos que ir de Venezuela.
Canadá era nuestra primera opción y me fui al edificio donde está la embajada, en Altamira. Me atendió una muchacha venezolana de pésimo humor que realmente me trató muy mal cuando le pregunté cuáles eran los requisitos. Ahí alcé la vista y vi que la embajada de Australia quedaba en el piso de arriba. Subí y me recibió una empleada australiana muy gentil, con la que hablé en inglés; yo sabía inglés porque había vivido dos años de niño en el Reino Unido, mientras mi papá estudiaba una especialización, y luego dos años más en Estados Unidos al final de mi bachillerato, también por otro curso de mi papá. Ella me dijo que podía encontrar casi toda la información en Internet y así era. Vi que el proceso con Australia, en aquel momento, era más sencillo que con Canadá, y aplicamos poco después. Un año y dos meses después el proceso había culminado.
Llegué solo, a Sydney, a principios de 2004, y apliqué a varios empleos. Fue clave que yo ya supiera inglés y ha seguido siéndolo, aunque el inglés australiano al principio me costaba mucho, sobre todo al teléfono. Tuve la fortuna de que dos semanas más tarde ya tenía dos ofertas de trabajo y empecé a trabajar, así que a los dos meses pudieron venirse conmigo mi esposa y mi hija. Mi esposa se puso a estudiar inglés y luego entró a trabajar en una pizzería. La chama se adaptó rápido al idioma y se puso a trabajar en el sector de la comida rápida.
Pero poco después mi hija se deprimió muchísimo. Tuvimos que llevarla a un especialista y mi esposa tuvo al principio que dejar todo y ocuparse de ella. Aunque siempre hemos tenido estabilidad financiera porque siempre he tenido trabajo, es ahora que hemos alcanzado estabilidad emocional, doce años después. Es ahora que ella ha encontrado nuevo psiquiatra y nuevo tratamiento y que se siente mejor.
De estas cosas casi no se habla. Pero ha sido muy, muy duro. A veces tenía yo una presentación importantísima en el trabajo, ante decenas de personas de varios países y de muy alto nivel, y sabía que mi hija estaba en casa necesitando hablar conmigo porque no deseaba seguir viviendo. Hoy ella es músico, tuvo una banda a la que le fue muy bien en Melbourne, y está haciendo postres. Yo sé que en Venezuela no hubiera podido recuperarse.
Lo positivo de esto es que como pareja y como familia nos hemos vuelto mucho más unidos. De 45 parejas de venezolanos que hemos conocido en Australia durante nuestros 12 años aquí, nueve se han divorciado. De todas las edades, por distintas razones.
Allá uno tiene la familia extendida; aquí no. En Australia ese aislamiento es más intenso, porque desde aquí un ticket de avión hacia Venezuela vale 2.5000, 3.000 dólares americanos. Si volamos los tres son casi 10.000 dólares americanos nada más en pasajes.
Lo de mi hija ha sido lo más difícil, junto con la angustia de tener a nuestra gente en Venezuela. Mis padres están allá. Hay que tener el corazón de titanio para aguantar de lejos lo que está pasando en Venezuela. Mi hija viajó una vez, nosotros no lo hemos hecho. Y hemos perdido varias personas. A mi esposa le mataron un hermano hace cuatro años. Nos da miedo ir.
En cuanto al país, yo no sabía casi nada sobre Australia cuando llegué, ni ellos sobre nosotros, y he visto que la curiosidad es mutua. Australia es muy receptiva con los inmigrantes. Hay ahora cierta animadversión hacia los musulmanes, a causa del terrorismo, y hay mucha gente asustada, pero la ignorancia siempre la ha habido y en todas partes. Los latinos les parecemos chéveres.
Es una sociedad multicultural, orientada a la familia, que todavía tiene mucho apego al pequeño comercio del barrio, que no vive para estar metida en un shopping center. Son adictos al café y comen mucha carne, que es accesible y excelente. Beben mucho pero no son pendencieros. La gente es chévere y conoces personas de todas partes, sobre todo de Oceanía y de Asia, y comidas que nunca imaginabas conocer, de Malasia, Indonesia, Sri Lanka, que puede ser muy buena.
Ha sido muy bonito notar que los venezolanos sí tuvimos una buena formación, que sí podemos ser competitivos. Como en mi caso, otros venezolanos también trabajan en empresas excelentes. Pero he visto también que muchos muchachos que han llegado en los últimos dos años no están tan dispuestos a trabajar en lo que sea al principio, creen que se merecen las cosas, son un poco arrogantes.
Aprendimos a manejar por la izquierda. A no cargar a nuestras familias, a 15.000 kilómetros de distancia, con nuestros problemas.
Aprendimos que el adagio venezolano de que el llanero es del tamaño del reto que se le presenta es verdadero, porque he tenido que enfrentar retos insospechados que me han hecho crecer mucho como persona.
Aprendí a querer a Venezuela más que antes: he compuesto música pensando en Venezuela, y a partir de mi experiencia en Queremos Elegir quise hacer algo por organizar a la gente para contribuir con el país desde afuera, con una iniciativa que llamé VeneIntelligentsia. Invitaba a la gente a las reuniones pero no iba casi nadie, aunque sí respondían rápido cuando se trataba de hacer un grupo para pasear en bicicleta por la bahía. Seguimos teniendo una gran dificultad para ponernos de acuerdo. Seguimos entregándole el país a los políticos para que no hagan nada.
Y aprendimos, sobre todo con lo de nuestra hija, a hacernos más creyentes, a creer en el poder de la oración”.