GUSTAVO OLIVEROS

“Aquí todo el mundo es asintomático” fue la frase que soltó el hombre a mi lado, guardando la distancia respectiva, luego de estrechar manos y verme extraer del koala, sin ningún recato, un frasco de alcohol para restregar mis manos, tal cual hacían los viejos políticos de mi época, cuando visitaban las barriadas en tiempos de campaña electoral, sólo que aquella acción no era tan obvia a riesgo de caer antipático.

Cada estrechón de manos y cada abrazo, significaba un voto que no podía desperdiciarse. Hoy, ese acto tan humano no existe en ninguno de los países del continente. Quienes lo intentaron, ahora se encuentran en una UCI con un tubo que te taladra hasta llegar a los pulmones.

“Víctor Maldonado”, se identificó, siempre a esa distancia en que ambos brazos se estiraban para que dos manos se unieran como antaño: un metro cuarenta, calculé yo. Y Víctor no dejaba de tener razón, si al igual que él y yo, alguien más no solo recorriera las calles a pie, sino que pudiera “escribirla” como se atrevió a insinuar, luego de nuestras primeras apreciaciones acerca del mundo externo, planteadas durante los primeros quince minutos de nuestro encuentro, sentados a una barra en uno de los tantos bares clandestinos de la ciudad:

“Así entenderían por qué todos en este país somos asintomáticos”.

No existe en todo el municipio una bodega abierta que no tenga una fila de gente pegados unos a otros a la espera de ser atendidos. Algunos de ellos habrán llegado caminando cuadras y hasta kilómetros; mientras que otros lo habrán hecho en busetas destartaladas apiñados hasta más no poder, eso, si consiguieron el efectivo para cancelar el traslado. La variedad de tapabocas humildes es inmensa y la imaginación para elaborarlos lo es más aún, sólo que no protegen de ningún virus, pues algunos tienen hasta pequeños agujeros (para poder respirar) como si se tratara de un mosquitero pret-a-porter, y otros no son más que un viejo pañuelo colocado al burdo estilo de asaltante a lo western spagueti con música de Ennio Morricone.

Allí, amuñuñados, intentan adquirir por unidad la canasta básica que se ubica alrededor de los $20, una gran ironía ésta en un país donde el sueldo máximo de un trabajador es de dos dólares al mes. Son apenas ocho productos básicos los que pueden adquirirse en estos pequeños locales, en su mayoría carbohidratos, pues las proteínas brillan por su ausencia y en una especie de “como vaya viniendo, vamos yendo” este pueblo de “mendigos a juro” vive el día a día. Todo un vía crucis en medio de una pandemia cuyos números de infectados dados por el gobierno, no coinciden con el patrón establecido por la OMS. De modo que el pueblo cuya pobreza alcanza al 96% de los venezolanos, según la última encuesta Encovi, se “arropa hasta donde le alcanza la cobija”.

En el país nadie trabaja, pero tampoco nadie sabe de qué se vive. Según la Asociación de trabajadores y emprendedores informales, “Atraen”, por boca de su presidente Alfredo Padilla, el 56% de los venezolanos vive de la buhonería (los denominados “manteleros” en otros países), y se presume que el resto vive del Estado, pues son muy pocas las empresas que aún continúan productivas, relacionadas con el sector alimenticio. Contradictoriamente desde Chacaíto, hasta La Urbina (zonas de una supuesta clase media hoy en decadencia) abundan los “bodegones” que se han convertido en la Disneylandia del consumo exquisito. Todo en dólares, pero puedes comprar por dos dólares desde una agua mineral Perrier hasta una Stela Artois que es una cerveza belga importada así como la Heineken. Para los más exquisitos están disponibles los vinos argentinos de la región de Mendoza, marca “Cruz de sur”, en tres variedades: Merlot, Malbet y Cabernet, cuya caja de seis unidades no excede los 25 dólares. Compitiendo en bebidas, cosa que nadie entiende, están los rones venezolanos con precios que varían entre los 10 y los 30 dólares, dependiendo de la añada y de la marca. Luego vienen las galletas, los cereales, los quesos Camembert, los enlatados de salmón canadiense y noruego y pare usted de contar. Del otro lado de la ciudad, el subsidiado pan de harina de trigo desapareció de los anaqueles para ser sustituido por el pan gallego o el campesino al costo de medio salario mínimo (un dólar).

Si bien nadie trabaja ni nadie sabe cómo se vive en Venezuela, tampoco nadie se explica cómo se come, obviando la ya rutina de la pesca de sobras en los vertedores de basura. La cosa ha venido empeorando de un tiempo a esta parte, desde que los “Comités locales de abastecimiento y producción” (CLAP), ya no reciben los productos importados que aun siendo de mala calidad, contribuían en algo a paliar el hambre familiar. Probablemente los pobres ya no disfrutaran de ese beneficio pues su distribuidor Álex Saab está preso en Cabo Verde y la despreciadas lentejas ahora forman parte de la añoranza nacional, así como la leche en polvo con tres años de vencida y las latas de sardinas infectadas de salmonella. A estas alturas, el panorama no pinta nada bien y, según la encuesta Encovi, el nivel de desnutrición en nuestros niños ya supera el 76%.

“Claro que somos asintomáticos”, dice Víctor, luego de la tercera cerveza que le invito en este bar clandestino, cercano a Los Próceres (a unas cuadras de la beneficencia militar IPSFA y a un par de kilómetros del llamado Fuerte Tiuna) en donde bebo a diario bajo una clave a puerta cerrada. Cada birra cuesta un dólar y nada de pasapalos; pero antes de sumergirme en su agujero, me compro un pan campesino (200 mil Bs) que me cuesta un dólar y lo escondo debajo de la chaqueta para evitar a los niños que mendigan si te ven con alguna “prenda alimenticia” en tu deambular inseguro. Cualquier cosa puede pasar.

Salir a la calle significa asumir una estrategia; cero celular, cero zapatos llamativos, cero chaqueta de marca, cero pantalones nuevos, cero lentes con monturas modernas y cero bolsas trasparentes con alimentos fuera de los anaqueles, en fin, cero todo; es como salir desnudo, muy pobre como lo dicta la revolución, algo que sigue contrastando con las camionetas último modelo blindadas con sus vidrios ahumados que se ven recorriendo la ciudad. Son muchas. No es difícil entender que pertenecen a los que aquí se denominan “enchufados”, una élite gubernamental cuyos dólares están guardados debajo de los colchones porque no los pueden sacar del país, so riesgo de incautación, y es más rentable lavarlos adentro, como en familia, porque “entre bomberos no se pisan las mangueras”. No es ningún secreto la inversión millonaria en el mercado inmobiliario, en restaurantes, bodegones y hasta en cadenas de farmacias que venden medicamentos de dudosa procedencia. Para eso existe un “registro mercantil” de empresas administrado por unos “cubanitos inocentes” que se encargan de la legalidad de todas estas adquisiciones.

Pero hay más, porque si continuó escuchando a Víctor, puedo llegar al suicidio. Les tengo que contar que el número de suicidios ha aumentado. La depresión, la desesperanza, el hambre y el no querer ver a tus hijos morir frente a ti en un hospital, ha hecho que crezca de manera alarmante. Y lo peor, nadie sabe cuánta gente ha muerto por circunstancias distintas a la pandemia en estos últimos cinco meses. No hay reportes, ni estadísticas de ninguna morgue sobre fallecidos y… ¿por qué no? presumir que hasta los entierros son “secretos” y a lo mejor cada venezolano tiene su propio cementerio en casa. Así se vive en Venezuela… por los momentos.

Gustavo Oliveros, periodista venezolano. Reside en Caracas.

 

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