Catia, Mariel y los Orishas

Catia, Mariel y los Orishas
CLAUDIA Dacha NAZOA –

El guapo guía de la delegación de cineastas latinoamericanos entró a la carrera, interrumpiendo la reunión en el salón de conferencias del ICAIC. Los ojos verdes desorbitados y su guayabera flotando en el vaho de la media tarde habanera, mientras se apresuraba a encender el televisor.

-Compañeros, se armó el titingó. Están echando el Ballet Folklórico Nacional ¡!

En el aparato soviético aparecieron los Orishas: azul Yemanyá, Diosa de los Mares; rojo el guerrero Changó, Señor de las Tempestades; amarilla y sensual se retorcía Ochún La Bella, Señora de las Aguas Dulces; morada y sombría la temida Ollá, Dueña de los Cementerios, y así, hasta completar el panteón de las feroces deidades yorubas, que los esclavos disfrazaron de mansos santos católicos para esconderlas de la Inquisición.

Les acompañaban figuras espectrales, con máscaras y trajes de paja, que hicieron palidecer a los delegados del Cono Sur, tan europeos, los pobres, que en su vida habían visto un danzante Abakuá ni escuchado la palabra “titingó”. Los bailarines poseídos por las deidades saltaban como gacelas y quebraban la cintura a la manera inverosímil que sólo los de sangre africana manejan. El salón se llenó del redoblar de los tambores batá y los coros rituales que salían de la pantallita.

-Ogbere meye eye imle, ogbere meye… ogbere meye eye imle ¡!

Edmundo ArayLos cineastas sureños se miraron con caras-de-en-babia; los venezolanos, caribeños al fin, estábamos acostumbrados al espectáculo, pero no al spoiler que nos llegó vía Edmundo Aray, poeta y dirigente gremial, bautizado por la guasa maldita del cine nacional como “nuestro hombre en Caracas” y “nuestro G2 favorito” por sus nunca desmentidos nexos con la más alta nomenklatura, Fidel incluido.

Su traducción del lunfardo cubiche fue certera, y muy venezolana:

-Hay tremendo peo. Y es político. Invasión o algo por el estilo. Fidel, que como todos sabemos es santero mayor, saca esos bailes rituales por la TV cuando la vaina se pone jodida.

Un rato después llegó mi turno de palidecer. El poeta Aray, después de encerrarse con los anfitriones, nos dio el informe político: decretado el Estado de Alarma Máxima en toda la isla. Miles de desesperados habían tomado por asalto varias embajadas, con lo puesto y con niños, viejecitos y hasta mascotas a cuestas, y estaban dispuestos a inmolarse si no les daban vía libre para salir del Paraíso Socialista.

Y a mí, Directora Nacional de Cinematografía de la República de Venezuela, adscrita al Ministerio de Fomento, me solicitaba en la puerta el chofer de Alfredo Guevara, presidente del Instituto Cubano del Arte e Industria Cinematográficos, para ser conducida a su presencia. A mí, que tenía un rollo conspirativo en mi tanque. Me vi presa. A pesar de que Alfredo, a quien medio mundo de la cultura cubana consideraba un batido de Yago con Maquiavelo, y era el ojito derecho de Fidel, desde que me conoció en el Primer Festival de Cine de La Habana decidió honrarme con su improbable amistad. O condescendencia.

Aquí estaba yo, en este abril habanero de 1980, la dirigente del cine venezolano a quien los distribuidores norteamericanos, con los que vivía a la greña, apodaron “Super Girl”. En mi titingó particular y a punto de provocar un incidente internacional. Porque había introducido dólares no declarados a la isla y entregado el dinero, junto con un explosivo paquete de medicinas, cartas, golosinas, toallas sanitarias, café y ropa interior, a los máximos cabecillas de la Santería Cubana en la sombra. A los meros-meros opositores, que Orisha a Orisha se disputaban las almas de los fieles con la jerarquía de la yorubería oficial. Y todo por culpa de mi infancia en Catia y de la Niña Montes de Oca.

EN EL REINO DE LAS LINTERNAS ROJAS

Aquí se impone la digresión, sin la cual no entenderán nada. Ser niño en Catia, territorio ignoto para la gente decente del Este, fue una aventura fascinante. La vuelta al mundo en 80 cuadras, zoco árabe, batiburrillo chino, olores italianos, gallegos, portugueses y cumbia colombiche de la más malandra. Cuando el Este no había visto un chador ni en pintura, y menos una parra cargada de uvas, o probado una baklava, para nosotros eran el día a día.

Y era el reino de las linternas rojas. En algunas calles, por las que a juro pasaban los “por puesto” que llevaban a Casalta (adonde los muy comunistas Nazoa se mudaron, no tanto por pelabolas, que también, sino por vivir codo a codo con el proletariado), al anochecer se encendían ojos escarlata sobre puertas misteriosas por donde salían y entraban inverosímiles mujeres medio desnudas, y hombres casi siempre botella en mano. Me fascinaban absolutamente. Le preguntaba a mami qué era eso, y ella, invariablemente marxista, me explicaba:

-Son pobres mujeres dignas de compasión, explotadas por el sistema capitalista.

Ay de mi, a los 6 años me parecía que las pobres explotadas, con sus ropas brillantes y sus carcajadas, se estaban divirtiendo muchísimo. No me había enterado de la palabra burdel y moría por traspasar esas puertas. Entenderán por qué, cuando ya adulta tuve la oportunidad de hacerlo, no pude resistir el llamado.

Para ser precisos, la Niña Montes de Oca, Oyalocha Mayor de la Regla de Ocha en Venezuela, no vivía en un burdel sino al lado. Pero su puerta, contigua al del mítico CARI-CARI, tenía el aire de misterio que fascinó mi infancia. Era vox populi que vivía en sana paz con sus ruidosas vecinas y ayudado a muchas a dejar esa “mala vida”, que de niña a mí me parecía todo lo contrario.

De cómo llegué hasta allí, para horror de mi chofer y guardaespaldas ministerial, quien me suplicó sin éxito hasta la entrada con un transido “No entre ahí sola, Doctora”, como diría Conan El Bárbaro, esa es otra historia.

Pero si hubieran conocido a La Niña Montes de Oca, habrían aceptado llevarle a La Habana no digo dinero y regalos. Hasta misiles a los orishas. Atravesando el aire espeso de olores a incienso, flores y frutas agonizantes, en una sala repleta de estatuas de deidades y soperas barrocas de porcelana, avanzó hacia mí una mujer sin edad ni raza definida envuelta en una bata africana. Hasta ahora, no logro dilucidar si era mulata o muy blanca y rubia. Solo recuerdo su voz y el amasijo de collares que cubrían su pecho. Parecía muy alta, tal vez no lo era, pero tenía esa aura de poder tranquilo que solo encontré en algunos santones y políticos.

Catia, Mariel y los OrishasAl salir, después de horas agónicas para mi chofer, llevaba conmigo el paquete, los dólares, la bendición eterna de la Regla de Ocha y el haber conocido uno de los personajes más fascinantes de mi vida. Gracias a ese encuentro bajé a las catacumbas de la Santería Cubana, donde los agradecidos destinatarios del encargo me llevaron a ceremonias secretas y en audiencia ante el Babalao Mayor, un negro gigantesco y centenario, ciego como un aeda griego, que me leyó los cocos y me dijo hasta del mal que me iba a morir para los próximos veinte años.

Las historias de agravios y supervivencia agónica de mis guías terminaron con los pocos resquicios de comunismo que podían quedarme. Pero, esa, también es otra historia.

LA ESTAMPIDA POR MARIEL

La que nos ocupa hoy tuvo su desenlace entre la Quinta Avenida y calle72 de Miramar, antiguo barrio de los ricosdecuna habaneros, ahora mezclote fantasmal de mansiones abandonadas, o lujosas y ocupadas por funcionarios nuevosricosdecuna, o embajadas. Aquí estaba yo, frente a la legación peruana comandada por Pinto Bazurco, un aristócrata limeño con lo que hay que tener, que se le montó a la brava en el carro a Fidel, con las manos todavía ensangrentadas de atender a los primeros refugiados heridos, y le dijo, por todo el cañón, que no se los entregaba. En venganza, El Caballo retiró la custodia, derribó las rejas, y más de 2.000 desesperados se apiñaron durante semanas en los 2.000 metros cuadrados de la edificación.

Había comenzado el Éxodo del Mariel y yo asistía en primera fila, cortesía de Alfredo Guevara, este duro de la revolución y panita de Fidel en las aulas de Derecho, que desde el cine mandaba más que Armando Hart desde el Ministerio de Cultura. Según mis amigos cubanos, “el único maricón que El Caballo tolera porque tiene más cojones que 10 mambises juntos”. A las costas cubanas se acercaban, partiendo de Florida, cientos de embarcaciones para recoger a la multitud que escapaba. Más de 120.000 cubanos. Ese era el titingó que había provocado la aparición de los Orishas en la TV estatal.

Alfredo Guevara (ICAI)Por razones ignotas, el temido y temible Guevara no me llamó para meterme presa, sino para “hacerme ver un momento histórico”, como me dijo a bordo de la versión rusa de un Cadillac que nos conducía a Miramar. Mis andanzas, escapada del ojo de los guías oficiales, mi incursión a las catacumbas de la Santería, no le habían llegado vía G2. O sí. Y las dejó pasar.

Según un enorme director, autor de varias películas magistrales, y quien a pesar de ser gay declarado evadió el campo de reeducación gracias a la discreta protección de Guevara, los odios de Alfredo eran tan inexplicables como sus afectos.

Obedeciendo las instrucciones de El Caballo, miles se agolpaban a los lados de la avenida dejando un estrecho pasillo para los que huían rumbo a los barcos. Los gritos de ESCORIA y GUSANOS, el odio de quienes siguiendo instrucciones precisas no los tocaban, pero los escupían, me espantaron tanto o más que un linchamiento colectivo o las ceremonias nazis de Nuremberg. La gente abordaba los botes bañada en saliva.

Y a mi lado, el inescrutable, brillante, helado y poderoso Alfredo Guevara estaba llorando. Desconsoladamente.

Claudia Dacha Nazoa, cineasta y periodista venezolana. Reside en Caracas.

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