ROBERTO  GIUSTI –

Las discusiones sobre la naturaleza del chavismo con mi insoportable amigo, de superlativa agudeza mental y antipático discutidor, casi siempre terminaban con él como vencedor. Al menos era esa la impresión dominante entre la audiencia que asistía al duelo matinal, pero no tanto por los argumentos que esgrimía con absoluta certeza y seguridad sino, más bien, por el tono despectivo con el cual descalificaba a su adversario, es decir, a este su servidor.

Atenazado por las dudas, pendiente de dejar la puerta entreabierta a los matices, mis convicciones venían debilitadas de entrada por toda una serie de condicionantes y restricciones que le restaba vigor a una balbuciente premisa con la cual nadie estaba a favor… ni tampoco en contra.

DE RUMBAS Y MUERTE

El tema macro, del cual se derivaba una riada de materias buenas para el debate, era el de la naturaleza del nuevo gobierno chavista considerando su origen golpista y su anunciada ruptura con el pasado y con quienes lo representaban. Así, mi amigo consideraba que estábamos ante una panda de improvisados dirigentes, irresponsables, ignorantes y muy lejos de los criterios de disciplina e ideologización que distinguió, desde el principio, a los barbudos de Fidel. Como consecuencia, el “proceso” no se consolidaría ni avanzaría en el cumplimiento (y aquí mi amigo nos brindaba una amarga sonrisa) del objetivo trazado y hasta ese momento escondido por Hugo Chávez, quien esperaba la coyuntura adecuada para proclamarlo a los cuatro vientos. Así fue. El 30 de enero del 2005 se proclamaría socialista (del tipo totalitario, mas no del democrático) y el 23 de enero del 2010 confesaría sin una traza de vergüenza: “Asumo el marxismo”.

Yo, por el contrario suponía, siguiendo el catecismo leninista, que para cumplir la tarea bastan poco más de dos líneas: “La sustitución del Estado burgués por el Estado proletario es imposible sin una revolución violenta”. Es decir, el desorden y el crimen sin castigo, convertidos en política de Estado. Vale decir, política ejecutada con especial fruición por los pistoleros del régimen, formales e informales, con chapa y sin ella.

EL PARTIDO FUI YO

Un tema que nos llevó a la agresión verbal fue el referido al nivel de conciencia del chavismo callejero y su capacidad para generar una política que trascendiera el clientelismo y un populismo que intercambiaba votos por billetes. El, mi amigo, señalaba que había una implantación real del chavismo y fundamentalmente de Chávez en el pueblo y así lo mostraban los resultados de las numerosas elecciones que se celebraron hasta pocos meses antes de la muerte del caudillo. Es decir, partido vigente pero rumbero y descontrolado.

A contracorriente yo sostenía que la popularidad de Chávez se vendría abajo el día que cayeran los precios del petróleo. Así fue, solo que la muerte lo libró de la prueba de fuego que habría sido su capacidad para maniobrar en medio de la catástrofe general provocada por su desastrosa gestión. Y ahí está el lerdo heredero, con un pie en el acelerador y el otro en el freno, marchando derechito al abismo. Mientras, el glorioso pueblo chavista huye despavorido y el que se queda solo piensa en sobrevivir a como dé lugar. Cero de consecuencia revolucionaria. El PSUV se hace humo.

EL PODER POR EL PODER

Un tercer punto en el cual coincidimos en términos relativos, mi amigo y yo, se refiere al verdadero fin de una ideología que ofrece el paraíso en la tierra. Mientras mi amigo concede a los cubanos unos cuantos kilos de peso ideológico a su envejecida revolución, lo único que encuentra este servidor es un desordenado fascismo que desde sus primeros tiempos tomó la forma de una dictadura colectivista, como lo asienta O´Brien, el temible interrogador (torturador) en el aún vigente e imperdible 1984 de George Orwell. Para O´Brien, el secreto del poder eterno (aquel que no se entrega nunca) radica en entender que la única forma que tiene el hombre de burlar a la muerte es escapando de su identidad, fundiéndose con el Partido hasta ser el Partido mismo.

Para O´Brien los totalitarismos hitleriano y estalinista se equivocan al suponer que la toma del poder será temporal, hasta llegar al comunismo perfecto, es decir, al paraíso en la tierra. Nada de eso, advierte el interrogador, “nadie toma el poder con la intención de renunciar a él”. Y eso es así porque “el poder no es un medio sino un fin. Nadie instaura una dictadura para salvaguardar una revolución sino que la revolución se hace para instaurar una dictadura”. Y en esa estamos.

Roberto Giusti, periodista venezolano. Escribe desde Oklahoma, Estados Unidos.

 

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