VÍCTOR SUÁREZ –
Unos miraban un portaviones que nadaba en Barbados y se aprestaban a un domingo de excursión en La Guaira para recibir a los marines con hurras y banderitas tricolores, pero ese video era viejo. En el otro extremo reiteraban los epítetos más socorridos en los últimos 18 años (apátridas, traidores), pero ese cuento también era viejo. El mensajero de Donald Trump, el vicepresidente de Estados Unidos Mike Pence, había aterrizado en Cartagena y de inmediato entró en sesión con el presidente de Colombia, Juan Manuel Santos, en una escuela de la armada colombiana. Vestían trajes casuales. El tema principal de la plática, no pudieron negarlo, era Venezuela.
Desde que Trump inició su escalada verbal contra el tirano de Corea del Norte, amenazándole con apretar el botón nuclear, con el propósito de anegarlo en «sangre y furia», se reinició la diatriba sobre la «insanidad» del personaje. Recordaron al presidente Dwight D. Eisenhower, que en 1954 (justo cuando apareció el concepto de Guerra Fría) estableció que la potestad de manejar los dispositivos nucleares de su país se encontraba sin discusión en sus manos: «Que me cuelguen si lo hago mal». Sacudieron el polvo de los archivos para airear la tensión vivida en la Casa Blanca cuando Richard Nixon en 1974, perdida ya la guerra en Viet-Nam, «estaba loco» por apretar los botones que su país le había dado en custodia: «Tricky bebe mucho y se enfurece con facilidad». Un analista de la edición estadounidense del portal Politico.com señaló la semana pasada que el «maletín nuclear» es el símbolo real del poder en Estados Unidos, «un país democrático, sin poder hereditario, coronas reales ni tronos enjoyados».
Cuando el sábado 12 Trump mencionó la «opción militar» para «tratar» el caso venezolano, muchas guruperas locales se aflojaron, ciertamente, pero en el exterior se extendió el reguero de preocupaciones. Le Monde, en París, tituló a toda página: «Venezuela-Corea del Norte: Trump inquieta al planeta». ABC, en Madrid, le dedicó la portada: «Trump amplía su ofensiva belicista».
El canciller Jorge Arreaza había debutado mal en su nueva posición en su carrera de enchufado de larga duración. Maduro le había ordenado redactar comunicados volanderos para rechazar todo lo que se maldijera de él en el exterior. Lo hizo cuando apareció la Declaración de Lima, en la que una quincena de países latinoamericanos desconocían abiertamente la Asamblea Constituyente. Lo volvió a hacer cuando Perú decidió expulsar al embajador Molero Belavia. Quiso que una buena representación diplomática asistiera al primer discurso de Maduro ante la ANC, pero apenas logró la asistencia de un puñado. También le había ordenado que gestionara una conversación telefónica y una cita con Trump, pero la respuesta inmediata de la Casa Blanca fue: «El presidente Trump hablará con mucho gusto con el líder de Venezuela, tan pronto la democracia sea restaurada en ese país».
El sábado, para rechazar oficialmente las declaraciones de Trump, Arreaza se reunió con diplomáticos extranjeros, entre ellos el encargado de negocios de EEUU.
“Conversamos con Lee McClenny, encargado de negocios de EEUU. Por supuesto nos dijo ‘no compartimos parte de lo que usted ha dicho’ pero yo le dije: ‘¿qué vía quieren ustedes? ¿La del diálogo? Aquí está nuestra mano. ¿Quieren otra vía? Bueno, estaremos aquí también para defender la patria y para enfrentarlos en cualquier terreno’”, contó Arreaza a los periodistas.
Eso de «en cualquier terreno» no se apartaba de la línea estratégica que horas antes había diseñado el hijo del dictador (alias Nicolasito) en la plenaria de la ANC: Tomar la Casa Blanca fusil en mano, allá en Nueva York.
Pero la gira de Mike Pence, planeada al menos con 15 días de anticipación, en la que se entrevistaría con los jefes de Estado de Colombia, Argentina, Chile y Panamá, planificada para buscar apoyos en torno a una acción conjunta continental, también comenzó mal, puesto que la tal «opción militar» de su jefe Trump ya había sido rechazada por decenas de países y organizaciones multilaterales de América y Europa. La cantidad de manifestaciones de desagrado fue en un santiamén tan inmensa como la que habían logrado los demócratas venezolanos durante meses de trabajo en su afán de aislar al régimen y sumar apoyos internacionales.
Apenas el jefe de la CIA, Mike Pompeo, se atrevía a justificar la opción militar. «Los cubanos, los rusos, Irán y Hezbollah están en Venezuela», dijo en un programa dominical de Fox News.
Y así fue como lo recibió Juan Manuel Santos en su primera escala:
«Hay que hacer todo lo posible para que Venezuela restablezca su democracia», dijo. Pero «la posibilidad de una intervención militar no debe ser contemplada», añadió. «En América Latina, desde el sur del Río Grande hasta la Patagonia, no podrían estar de acuerdo», remató.
El vicepresidente Pence, cuando respondió a los señalamientos de Santos, tenía los humos disipados. No insistió mucho en la «opción militar». Dramatizó un tanto. «Venezuela está camino a la dictadura. Estados Unidos no se va a quedar de brazos cruzados. Vamos a seguir trabajando con las naciones del hemisferio hasta que se restaure la democracia… Vamos a seguir tomando acciones hasta que el régimen de Maduro restaure la democracia, celebre elecciones, libere a los presos políticos y dé libertad a los venezolanos».
En eso sesgó su encomienda. «El presidente Trump ha hablado de varias opciones, pero el presidente tiene confianza en trabajar con nuestros aliados en América Latina y vamos a lograr una solución pacífica a la crisis que enfrenta el pueblo venezolano… Lo que hagamos por Venezuela lo vamos a hacer de manera mancomunada».
Terminó con una cita de Simón Bolívar: «El pueblo que ama la libertad, va a lograr ser libre».