JOSÉ PULIDO –
Guillermo Jiménez Leal es un llanero de inspiración y conocimiento. Creo que es el llanero más sabio, talentoso y extraño que he conocido. Su amistad ha sido un privilegio para mí. Hemos estado juntos en un grupo de poetas y seguimos estándolo por los lazos de la amistad. Y en mi caso, no solo porque somos amigos: admiro su arte que es amor constante hacia el territorio sin montañas que lo irguió con raíces y prestancia de árbol.
Los barineses no necesitan información respecto a las creaciones de Guillermo como artista, porque es uno de sus valores y lo conocen de toda la vida. Pero para aquellos que no sepan mucho de este barinés insólito, debo señalar que puede componer una ópera a partir de un verso y cantar joropo en francés. Con “Mi mujer es caña dulce”, “La culpa la tiene el llano” y otras canciones ha quedado instalado en la historia musical de Venezuela.
Sus canciones han sido interpretadas por Simón Díaz, María Teresa Chacín, Freddy López, Rummy Olivo. Aquiles Machado y Aquiles Báez grabaron una versión de “Mi mujer es caña dulce”. Guillermo Jiménez Leal se ha sacado buena música de adentro para mostrar su aprecio por la poesía de Alberto Arvelo Torrealba y Andrés Eloy Blanco.
En su infancia agarró un cuatro y se puso a cantar como cualquier niño de Barinas. Lo primero que vocalizó fue una canción tocuyana, “La bella del Tamunangue”. Era una de esas canciones que se usan para improvisar versos en la preciosa danza del tamunangue. Guillermo recuerda una estrofa en particular: “La guabina me mordió, en la planta de la mano, si no lo quieren creer, miren la sangre chorreando”. Y la gente comenzó a pedir “que cante el muchachito de la guabina”. Hasta que lo llamaron así: Guillermo Jiménez Leal, La Guabina.
Inició estudios de sociología en la Universidad Católica Andrés Bello de Caracas y los concluyó en la universidad de París. En la UCAB también estudió Teología. Estudió musicología, Artes, Letras y Filosofía, en La Sorbona.
Los parisinos escucharon sus composiciones. Fue director y arreglista de la orquesta Son Caribe con cuyos integrantes actuó nada menos que en el teatro Olympia de París. En 1980 actuó junto con Mercedes Sosa en la capital francesa. Allá fundó la orquesta Folclore de Cámara y se presentó en el Gran Anfiteatro de la Sorbona. Su humildad, sin embargo, siguió intacta. Durante los quince años que estuvo en París, viviendo de su cuatro y sus canciones, se volvió más llanero que nunca.
Guillermo Jiménez Leal es poeta y es músico desde que tuvo uso de razón porque todos los sonidos y las formas del llano tomaron posesión de sus sentidos. Por sus oídos entraron los chapoteos, los gorjeos, los aleteos, los ventarrones, los rugidos; las cigarras, los mugidos. Y todo lo que usa el llano a manera de voz.
Guillermo Jiménez Leal es como un gallo. Salta por encima de los alambres de púas de todos los sentimientos y canta: hay sentimientos dulces y salados, picantes y amargos, sabrosos y telúricos. Aletea por encima de la polvareda que originan sus alas anunciadoras y canta. Clava las espuelas en el lomo del sol convertido en río y canta.
Guillermo Jiménez Leal es como un caballo. Galopa midiendo el tamaño del llano que nunca se termina y canta con su relincho cada vez que el horizonte se aleja: la línea recta es la distancia más larga inventada por Dios para definir la llanura.
Es un hombre torrente de tanto estar con los ríos; tiene suavidad de garzas, alboroto de garceros; es una combinación de ferocidad y cariño. Lo llaman La Guabina y se pesca a sí mismo en las aguas de la canción. Guillermo Jiménez Leal se vuelve poesía cada vez que abre los ojos.
La poesía es más grande que el llano y sin embargo el llano es un territorio habitado por la poesía. Significa que la poesía es infinita pero cabe en la enormidad de la pampa. Y puede tener similitudes con el sol, que según Heráclito “es del tamaño de un pie”.
Lo que sí está bien esclarecido, es que los auténticos poetas llaneros extraen esa poesía como los pájaros, como los caballos y como los ríos. Asumen todas esas formas y en consecuencia escriben y cantan.
Le cantan al sentir, al paisaje, al detalle, al oficio de existir en estrecha hermandad con la naturaleza; vuelan del amanecer al anochecer; y el trote del caballo es un ritmo que acogen porque parece un bordoneo; la carrera del caballo que no se detiene en horizontes y desarma paisajes a la velocidad del rayo, es la libertad multiplicada en el espejismo del llano.
Aunque esta poesía de Guillermo Jiménez Leal es tan propia del llano como la de Alberto Arvelo Torrealba, no es arriesgado señalar que García Lorca ha podido nacer en el suelo llanero. Y Guillermo podría muy bien asumirse gitano.
Hay similitudes pero también enormes diferencias entre el llanero y el andaluz o entre el hombre de a caballo y el trashumante romaní. El llanero y el andaluz podrían tener en común la necesidad de usar diminutivos para que las distancias y los cielos no sean tan insalvables. Y también la búsqueda de una melodía en la combinación de las palabras, la facilidad en la rima, convertir en rezo y en romance una misma idea.
El jamás olvidado Federico García Lorca muestra una estructura musical que no afecta lo que quiere decir:
La luna va por el agua.
¡Cómo está el cielo tranquilo!
Va segando lentamente
el temblor viejo del río
mientras que una rama joven
la toma por espejito.
Guillermo Jiménez Leal, en sus glosas, corre el mismo riesgo de perder contenido con lo musical, pero no lo pierde. Lo refuerza más bien al hacer homenaje a la poesía lorquiana y al canto flamenco:
Te quiero más que a una rosa
cuando sueña y serpentea;
te quiero más que a la idea
sutil, de todas las cosas.
La soledad cruje y goza
en el vaivén de mi voz;
y, locos, de dos en dos,
los versos guardan respeto
cuando te digo, en secreto:
-Yo te quiero más que a Dios…
Su más reciente libro, Canto a la hondura de los frutos criollos no es solo el despliegue de un sabor poético que redime y que acerca la lejanía del llano a cualquier corazón. Es también, y mucho, un reconocimiento al lenguaje, a la atmósfera y a la pasión que transformaron al ser llanero en una emanación definitoria del espíritu venezolano. Ese llanero que atravesó fronteras a caballo, a pie, sin alpargatas o con alpargatas; y que después de tanto luchar con todas las adversidades, retornó a sus horizontes a devolver la belleza del canto a la brisa sin trabas, con la humildad del ordeño, del sembradío, de la gentileza en el trato y del amor por la naturaleza y sus maravillosos milagros. El llanero, por Dios, es musicalidad poética que alivia el alma y alegra el día.
Y si no, fíjese en Guillermo Jiménez Leal, léalo y escuche su sonido de fuego en la leña del querer:
Ah cosa extraña un amor
que no está vivo ni muerto,
que no es vergel ni desierto,
ni dolencia ni dulzor;
pero el hilo conductor
que cubre su retirada
no es mucho ni casi nada,
ni griterío ni murmullo,
justo si es problema suyo
un golpe del corazón.
José Pulido, poeta y periodista venezolano. Escribe desde Génova, ciudad de Italia.