ALEX CUADROS – NEW YORKER –
El miércoles 12 de julio, Luiz Inácio Lula da Silva, presidente de Brasil de 2003 a 2011, fue condenado por corrupción y lavado de dinero. El caso surgió de una investigación federal sobre soborno, conocida como Operación Autolavado (Lava Jato), que envió a la cárcel a algunas de las personas más ricas y poderosas de Brasil, pero Lula era la figura más significativa que no había caído aún.
El juez que decidió el caso, Sérgio Moro, entendió claramente la gravedad de la situación. Sentenció a Lula a nueve años y medio de prisión, pero, por deferencia al «trauma» nacional involucrado en el encarcelamiento de un expresidente, le ha permitido que permanezca en libertad durante su apelación. Sin embargo, Moro fue inequívoco acerca de su conclusión de que Lula había recibido sobornos mientras estaba en el cargo. En su decisión, por escrito, describió el plan de la Operación Lava Jato: la petrolera estatal Petrobras había adjudicado contratos a empresas de construcción, que luego canalizaron parte del dinero a los legisladores de la coalición de Lula. El papel exacto de Lula en la ejecución del plan no está claro, pero a una de las empresas involucradas, la OAS, se le encontró que le había adjudicado en secreto un apartamento en la playa por valor de más de setecientos mil dólares. Lula se enfrenta a cuatro juicios adicionales por cargos como corrupción, tráfico de influencias y obstrucción a la justicia.
Después de recibir su sentencia, Lula se mostró desafiante. El jueves por la mañana, realizó una conferencia de prensa en la sede del Partido de los Trabajadores en São Paulo. Se burló del juez Moro, cuyo dictamen de doscientas y sesenta páginas, dijo, no mostraba «absolutamente ninguna prueba» de su culpabilidad. Antes del veredicto, Lula emcabezaba -a pesar de sus problemas legales- las encuestas para las elecciones presidenciales de 2018, y ahora se ha comprometido a participar. «Cualquiera que piense que este es el final de Lula se va a decepcionar», dijo, con una voz que se ha hecho grave por décadas de fumar y un cáncer de garganta. «Esperadme, porque nadie puede decretar mi fin sino el pueblo brasileño».
El llamamiento de Lula proviene en parte del auge económico que supervisó durante su mandato como presidente, cuando treinta millones de personas en Brasil fueron sacadas de la extrema pobreza. En ese momento, muchos brasileños se permitieron soñar que el país podría finalmente ver que se generalizaba la prosperidad. Y los brasileños de clase trabajadora se identificaron con su biografía: fue el primer presidente de Brasil en crecer siendo pobre. En lugar de asistir a la escuela, vendió maní y pulió zapatos. A los catorce años, consiguió un trabajo en una fábrica de automóviles en São Paulo, donde perdió su meñique izquierdo en una máquina. Ganó fama nacional en los años setenta cuando, como joven dirigente sindical, llamó a las primeras grandes huelgas obreras en desafío a la dictadura militar. Él nunca perdió su ceceo, incluso después de ser elegido al Congreso en los años ochenta. Para los obreros del país, se parecía más a ellos que a cualquier político que hubieran visto antes: un hombre en cuclillas que bebía cachaça.
Lula fue candidato a presidente tres veces antes de ganar las elecciones de 2002. En sus campañas, prometió luchar contra la corrupción que ayudaba a mantener ricas a las élites de Brasil y pobres a sus trabajadores. Una vez en el cargo, sin embargo, decidió no enfrentarse al sistema. Para lograr aprobación de su agenda progresista, decidió trabajar dentro del sistema, estableciendo alianzas con políticos de la vieja escuela que, aunque hubieran apoyado la dictadura, pusieron el clientelismo por encima de la ideología. En la venerable tradición brasileña, el Partido de los Trabajadores de Lula entregó contratos del gobierno para obtener donaciones de campaña, y no todas las donaciones fueron declaradas a las autoridades. Con estos compromisos, Lula estuvo a la altura de un viejo dicho brasileño, «rouba mas faz» («roba, pero hace las cosas»).
Todos los brasileños saben que mientras Lula es el primer presidente del país condenado por corrupción, no es ciertamente el primero en cometerla. La diferencia es que, en el pasado, los políticos brasileños podían anular cualquier investigación que los amenazara. La ironía de la caída de Lula es que, mientras su gobierno estaba desviando miles de millones de dólares de las arcas públicas, también estaba permitiendo que un poder judicial independiente floreciera. Esa independencia condujo a la investigación -la Operación Lava Jato- que eventualmente lo atraparía.
Muchos en Brasil han celebrado la condena a Lula. Ellos creían que él era únicamente corrupto, y culpan al Partido de los Trabajadores por los actuales males económicos del país. Sus partidarios, sin embargo, no han sido tímidos al expresar su consternación. Líderes y políticos de izquierda han protestado contra lo que consideran una persecución política, parte de una conspiración de derecha para enterrar las posibilidades de Lula de regresar a la presidencia. «Esto no es democracia», declaró Lindbergh Farias, un senador del Partido de los Trabajadores, en un video en su página de Facebook.
El problema con esta teoría es que la Operación Lava Jato también ha apuntado a políticos de derecha. El actual presidente, Michel Temer, que ayudó a orquestar el juicio político contra la sucesora de Lula, Dilma Rousseff, es una de las figuras más conservadoras que enfrentan cargos de corrupción. (Él ha negado los cargos). De hecho, poderosos políticos de derecha y de izquierda han comenzado a unirse silenciosamente contra la Operación Lava Jato. Detrás de escena, el Partido de los Trabajadores ha trabajado con el partido de Temer con dos objetivos comunes: la amnistía para los políticos que recibieron donaciones no declaradas, e imponer restricciones al poder de los fiscales. El mes pasado, Lula incluso defendió públicamente a Temer, acusando al fiscal general del país de «pirotecnia» y diciendo que debería ser castigado si sus acusaciones son desmentidas.
En su fallo, Moro citó al escritor inglés del siglo XVII, Thomas Fuller: «No seas tan alto, la ley está por encima de ti». Este es un concepto muy nuevo en Brasil. En las últimas semanas, Temer ha hecho drásticos recortes en el presupuesto de la policía federal y el principal grupo de trabajo detrás de la Operación Lava Jato fue cerrado, aunque el noventa y cinco por ciento de los brasileños quieren que la investigación continúe. Este es un combate que desafía las categorías ideológicas, enfrentando a la mayor parte de la clase política contra el público. Lula ayudó a millones de pobres del país, pero estar ahora del lado suyo es un riesgo que podría socavar la lucha contra la impunidad.
—
Alex Cuadros es autor de «Brazillonarios: riqueza, poder, decadencia y esperanza en un país americano», publicado por Spiegel & Grau.