SEBASTIÁN DE LA NUEZ –
En estos días Pompeyo Márquez ha cumplido 95 años. Esta es una reseña de varios encuentros con esta figura incombustible de la escena política nacional, periodista y exdirigente comunista que siempre adversó al chavismo

Desde septiembre de 2016, cuando lo visité por última vez en su casa de Cumbres de Curumo, pienso en la fortaleza de su voz, en los valores que representa dentro de un país crispado. Lo que más me impresionó de este último encuentro fue su interés por la gran manifestación del primero de septiembre que acababa de suceder en Caracas. ¡Qué ganas tenía de haber estado allí!

Claro que hubiese sido una tarea poco menos que imposible dadas sus actuales condiciones, disminuido por la diabetes y con serios problemas de movilidad.

Pompeyo, político de toda la vida, pasa sus días en un modesto apartamento clase media con un aparato en los oídos que no le sirve o está estropeado. Fue ministro, senador, diputado, miembro de la Copre; en fin, una figura pública relevante y ahora quizás ni consiga un audífono en buen estado para paliar su sordera. Hay que hablarle a gritos.

Parte de lo que pudimos conversar en esa ocasión lo usé para un libro en preparación: su testimonio, en torno a un episodio curioso y espectacular en la época del levantamiento armado contra la democracia representativa, ha sido valiosísimo.

Pero quedan apuntes en la libreta de anotaciones cuya significación trasciende cualquier momento histórico: son válidas ayer y lo son hoy en medio de la tragedia que vive Venezuela. Su arrojo, su vehemencia, su fe en unas determinadas ideas, fueran válidas, utópicas, afiebradas o erradas, han sido el combustible de su actividad en el marco de una honestidad y un compromiso con su país de acero inoxidable.

De esos apuntes transcribo algo, para celebrar sus 95 abriles.

Entre los materiales que recabé sobre él, hay un perfil que le escribió Carlos Augusto León en 1958 que me parece particularmente pertinente respecto a la hora actual. Destaca León lo que hizo Santos Yorme ─uno de los 18 seudónimos que utilizó Pompeyo en su clandestinidad─ a favor de la unidad opositora a la dictadura de Pérez Jiménez: establece contactos, habla con independientes, con dirigentes de AD y URD… Forja primero con los camaradas de su comité central la unión de su partido en difíciles, laboriosas y a veces decepcionantes discusiones; luego va en busca de la unidad con los demás partidos. La táctica será una sola, uno solo el enemigo. Nada de diversiones. “Había que asestar el golpe oportuno en el momento oportuno”, mientras el perezjimenismo se encharcaba en la sangre derramada y en el lodo de la corrupción.

En este último encuentro en el apartamento de Cumbres de Curumo me comentó una lectura de esos días: No cesa de llover, del poeta Joaquín Marta Sosa. Seguramente es Iván, el hijo más cercano en estas cuestionas (está creando la Fundación Pompeyo Márquez) quien lee para él en voz muy alta capítulo a capítulo. Se trata de una novela testimonial, y Pompeyo la cita cuando le pregunto sobre el miedo. Le pregunté si, en algún momento de aquella aventura de la fuga del cuartel San Carlos (1967), sintió miedo. Chasqueó la lengua.

La novela de Marta Sosa es un balance de vida de un hombre muy mayor quien se reprocha cosas hechas o, precisamente, se reprocha el no haberlas hecho. Sin embargo, al final se reconcilia consigo mismo. El viejo sabe, mientras la lluvia parece amainar tras su ventana en la habitación donde escribe, que ha sido un hombre que ha tratado de cumplir de la manera más honesta posible con las expectativas que se había hecho de sí mismo.

En otra ocasión, cuando estuvimos el periodista Javier Conde y yo una tarde entrevistándolo, habló de su visita a Moscú en 1956, del tiempo en que lo llamaban el jardinero, de sus mudanzas de concha en concha cargando siempre con su familia, es decir, esposa y cuatro hijos (tres hembras y un varón). Su biblioteca, o parte de ella, está en una habitación pequeña y desordenada. Buscaba viejos volúmenes, aconsejaba lecturas, volvía a revolver anaqueles. Xiomara, su actual mujer, sirvió un plato de bacalao troceado, guisado y condimentado. Pompeyo no podía comer esa sabrosura debido a su enfermedad pero estuvo a punto de saltarse la prohibición, relamiéndose. Xiomara vigilaba. Me transmitió la imagen de un niño grande a quien los placeres vedados le despiertan un doble entusiasmo, por el placer en sí mismo y por la posibilidad de burlar la prohibición.

Me comentó, en este último encuentro de septiembre 2016, sobre noches en vela que son un tormento pues ya no puede leer por sus propios medios. La lectura, esa fantástica compañera que tuvo en sus años de cárceles.

Y lo vi una vez más, con su rodilla muy adolorida, sus oídos taponados, su incomodidad por los achaques, pero inquieto como un caballo que apenas puede tomar por las bridas su palafrenero, preguntando si había estado en la marcha del primero de septiembre y que cómo había estado eso. En su silla de ruedas, hoy, a los 95, es una especie de elemento huracanado con las debilidades y logros del siglo XX venezolano sobre sus huesudos hombros. El disentimiento, la libertad de pensamiento, la capacidad para hacerse a sí mismo desde la inteligencia y la rebeldía: eso lo habita, es sustancia de su viaje vital desde 1936, desde los sótanos ilusos del comunismo a la defensa de las libertades plenas del individuo.

Y no cabe duda: Santos Yorme, si no fuera por esta inusitada circunstancia de cargar con un caparazón de casi cien años que envuelve un entusiasmo de 20, estaría dándose de frente y de perfil contra esta nueva versión del fascismo en plena autopista, en el distribuidor Altamira, camino de la Defensoría o de la Asamblea. Marcharía una y otra vez hasta reconquistar la democracia contra la cual él, antaño, insurgió ciega pero honestamente.

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