ROBERTO GIUSTI –
En Oklahoma usted los verá a las puertas de una casa pequeña, dependencia del templo Metodista McFarlin, quizás la edificación más imponente entre las decenas de templos religiosos de Norman, la ciudad universitaria de Oklahoma
Usted los puede observar, risueños, distendidos y desafiando el frío con gruesos abrigos de invierno, poco antes de la nueve de la mañana, haciendo una cola de doce o trece personas, a las puertas de una casa pequeña, dependencia del templo Metodista McFarlin, quizás la edificación más imponente entre las decenas de templos religiosos de Norman, la ciudad universitaria de Oklahoma.
Todos llevan una bolsa o una mochila y casi todos han dejado aparcados sus coches en el área de estacionamiento de la iglesia. La mayoría son hombres y mujeres de edad avanzada, pero también hay parejas de jóvenes negros, una muchacha con su barriga de ocho meses y algún errabundo que ha terminado aterrizando en el Food Pantry de los metodistas, atraído por la cantidad y calidad de los alimentos y algunos otros bienes que las fieles voluntarias (son casi todas mujeres) del Mc Farlin reparten cada martes y jueves a los pobres y menesterosos en uno de los mejor aprovisionados centros de donación de la ciudad.
Tranquilos, estos pobres del sur de Estados Unidos no se inmutan fácilmente y tampoco muestran la ansiedad de sus pares venezolanos (allá todos son pobres), quienes luego de una cola de diez horas no ocultan su ansiedad porque ignoran si una de las salvadoras bolsas del Clap (Comité Local de Abastecimiento y Producción), patrocinadas por el gobierno alcanzarán a llegar hasta el puesto que les tocó ocupar en una fila desorganizada y turbulenta que repta por la calle hasta perderse de vista. No, aquí, en el mero centro de EEUU, reina la abundancia y ellos saben que la papa está asegurada sin chantajes ni sumisiones.
A las nueve en punto una de las doñitas del voluntariado abre la puerta y una vez adentro los beneficiarios se someten al proceso de identificación. La espera resulta grata gracias a un café humeante que ofrecen junto con un chocolatín Godiva Dark, mientras del celular de una de las voluntarias brotan, tenues, los acordes del piano con Thelonious Monk y “On The Bean”.
En la entrada a los atestados estantes una venerable dama de cabello azulado verifica la identidad de los beneficiarios con un trato cordial y respetuoso que desecha cualquier imposición, no se diga condición, para recibir el donativo. Ni por asomo te preguntará si eres metodista o episcopaliano, católico o luterano, si crees en la Virgen María o en todos los santos. Mucho menos si eres demócrata o republicano, si votaste por Trump o por Hillary. Tampoco te exigirá un equivalente al carnet de la patria porque “sintiéndolo mucho, camarada, aquí no hay papa para los escuálidos. Que se mueren de hambre.” Nada de eso.
La doñita se da por satisfecha si le muestras el ID y una factura del agua, la luz o el gas, que te acredite como habitante de Norman. Con eso entras al supermercado de caridad y te puedes llevar todo lo que necesites dos veces al mes.
La exhibición de productos no iguala la variedad y cantidad que ofrecen los supermercados, pero tampoco estamos ante una mera bolsa de supervivencia con cuatro o cinco rubros básicos por la que, además, debes pagar una cantidad muchas veces fuera del alcance de los más pobres.
Tanto este como otros Food Pantry (en Norman hay catorce, contando el de los católicos y el de la Universidad de Oklahoma, además de ONG como Misión Norman) prestan un servicio que incluye la oferta de bienes no necesariamente de alimentación y una masiva dotación de pavos rellenos para celebraciones específicas como, por ejemplo, el día de Acción de Gracias. Así, por ejemplo, podemos encontrar jabones y champú, cremas humectantes, además de bombillos, papel toilett y un producto que podría considerarse de lujo como es el caso del aceite de oliva.
Queda claro, entonces, que no se despacha al consumidor con un engrudo que parece leche pero no es, un pan duro cuya fecha de vencimiento quedó atrás hace varios días o unos tomates al borde de la descomposición. Todo lo contrario, frente al desprecio por alguien a quien se le lanza un mendrugo para que no muera de inanición está la oferta de una dotación equilibrada de alimentos y productos complementarios que permite no solo una dieta saludable sino una relación basada en el respeto por el necesitado.
Roberto Giusti, periodista venezolano. Escribe desde Oklahoma (EEUU).