OMAR PINEDA
Así le decían en el barrio, aunque su nombre de pila era Frank y nada tenía que ver con viajes espaciales. Más bien su tiempo se le iba en apostar a los caballos y alcoholizarse para después volver zigzageando a casa, soltando groserías a todo pulmón e incluso metiéndose con la gente que se hallaba en su paso solo con el ánimo de pelear; porque, eso sí, pelear lo hacía muy bien. El asunto era que en tal estado de ebriedad lograba enojar a alguien y terminaba en su cama todo coñaceao, con unos moretones de este tamaño en el rostro, el cuello rasguñado o exhibiendo al día siguiente un brazo vendado, lo que debería avergonzarle o al menos servirle de lección para redomar su conducta. Pero eso, ya lo sabíamos, era un imposible porque Apolo 8, quien alguna vez nos sedujo como promesa del boxeo, según el ojo asertivo del entrenador Miguel “Colorao” Palacios, en vez de brindarnos un título de campeón para sentirnos orgullosos de nuestro barrio, como lo hizo el jinete Gustavo Gavidia y el “malo” de la lucha libre Dragón Chino y con su ayudante, la peruanita Lucy, de quien el grupo estaba enamorado, lo que hizo con su vida fue un desastre. Digamos que Frank Bellorín prácticamente se dedicó paulatinamente a quemar sus casi treinta años bajándose cada noche una botella de Cacique, jugando al pool en el billar del único botiquín de Artigas y apostar los fines de semana a los caballos que remataba Marino y que, luego que este enfermó, lo asumiera uno de los morochos Blanco, un negro alto, flaco, talentoso y brillante en el manejo de la palabra, dotado de gracia que caía bien a todos; tanto que, varios años después, Oliver, con apenas cinco años, lo admiraría porque el Morocho lo saludaba en un improvisado francés, nada más porque un día le conté que mi hijo había nacido en París. Frank Bellorín tenía algo de aindiado y moreno, bajo de estatura, un poco rechoncho y cara de haber salido de prisión, pero en el fondo era buena gente. Si lo pasaban por la balanza antes de subir al ring, yo diría que encajaba en la categoría peso mosca (50 kilos o 111 libras, como se dice en este deporte). Sus brazos eran fuertes y, aún embriagado, hacía exhibiciones de quiebre de cintura y lanzaba unos jabs tan potentes que por seguridad había que mantenerse a distancia. Lo veíamos en plan de boxeador y nos preguntábamos frustrados por qué coño un tipo con tanta madera para proclamarse campeón había sucumbido a un gancho al hígado propiciado por el ron, en vez de seguir el instinto del Colorao Palacios. Su apodo surgió por derivación de la segunda misión tripulada del programa espacial en 1968, no sé si ya lo dije, después que cogía esas curdas, que para entonces denominaban “voladoras” (intoxicación etílica, nos corregía el Gordo David, quien estudiaba medicina), y como esas voladoras eran cada vez más frecuentes acabaron por llamarlo Apolo 8, porque, además, orbitaba alrededor de una botella de ron, aunque todos sospechaban, como suele ocurrir con tales personajes entregados a la bebida, que sufría por algún desconocido y oscuro pasado familiar. Una vez que ponía un pie en el Bidú, Bellorín era como en Dr Jekill y Mr Hyde y se transformaba en el Apolo 8 enfermizo apostador, insoportable si su caballo perdía y pendenciero cuando acababa la botella. Entonces el señor Pablo Clemente consultaba el reloj y lo mandaba a dormir. Subía por la calle Guaicaipuro insultando a todo el mundo mientras que, desde los pasillos del bloque 3, a su paso, algunos ociosos le gritaban “Apolo 8… marico” o “Houston, tenemos problemas”, e incluso imitaban con la voz el sonido distorsionado que hizo famoso al Apolo 11, enervando de tal manera a Frank que repartía maldiciones en mitad de la calle.
Un domingo retorcido, porque empezó venturoso y acabó en tragedia –no puedo olvidarlo porque el martes cumpliría años– Apolo 8 se jugó lo que le quedaba en sus bolsillos al ejemplar Edipo Rey en la tercera carrera de las “no válida” y sorprendió hasta a los más entendidos del hipismo y a los “brujos” que acudían a la tribuna B de La Rinconada, llevándose una bolsa de de 100 mil bolívares y quebrando la banca que manejaba el Morocho. Brindó a puertas abiertas en el Bidú, provocándole sin querer una arritmia al señor Pablo por ese agite extraordinario de cervezas, tragos de ron y botellas de anís a su cuenta, más las empanadas frías y sancochos que cocinaba Teresa, la señora del bloque dos, y que en casos de exceso de clientela -que solo pasaba en carnavales- lo hacía rendir con agua y cubitos Maggi de pollo. Esta parte me la contaron, porque los domingos uno se quedaba en casa viendo televisión, y según la versión más creíble fue que esa noche el señor Pablo sintió una presión en el pecho y volteó los ojos, como si le hubiesen disparado, por lo que lo sentaron en una silla en la acera para que respirara aire puro. Como no reaccionaba lo llevaron cargado hasta el segundo portón del Hospital Militar, que daba a la calle Bolívar, lo pasaron por emergencia y los mismos parroquianos se encargaron de cerrar el bar. Pero ya Apolo 8 se había embriagado lo suficiente y se encaminó sin que nadie se lo ordenara por la calle, reaccionando con las habituales mentadas de madre a las burlas que le disparaban desde de los balcones hasta que vio demasiado cerca y demasiado tarde el autobús de la ruta Artigas-San Martin-El Silencio que venía embalado y lo golpeó con tal potencia que saltó por los aires hasta aterrizar diez metros más adelante, para tormento del conductor que entró en incontrolada crisis nerviosa. Frank murió en el acto, los que se burlaban desde los pasillos de los bloques bajaron y lloraron de puro arrepentimiento, y el señor Roque sacó de su kiosco de diarios y revistas, que atendía frente al bloque uno, varios periódicos y cubrió el cadáver. Cuando apareció su madre, afligida, deshecha, apoyada por Lucy que era su vecina, al ver el cuerpo inerte del único hijo, tirado en la calle, envuelto en periódicos viejos y un charco de sangre, se desplomó sin que Lucy pudiera evitar la caída, tal y como lo hacía con agilidad cuando derribaban al Dragón Chino en el ring (ocasión que por cierto aprovechaba astutamente para pasarle la sustancia que volvía ciegos a los contrincantes). La doña no se desmayó sino que había sufrido un infarto y seis días después corrió la noticia de su fallecimiento, sin haber recuperado el conocimiento, noqueada fulminantemente por la tragedia del hijo. Los días y los comentarios pasaron hasta que paulatinamente otras noticias se ocuparon de la cotidianidad del barrio; no obstante, como a mí me gustaba buscar explicaciones a cosas extrañas, nada más por joder, aproveché mis primeras clases de psicología –ya cursaba cuarto año de Humanidades– y pregunté al grupo si habría alguna relación entre el caballo Edipo Rey, la muerte de Apolo 11 y el infarto de su mamá. Nadie me paró bola, pero Luis Carlos abrió su boca, a la que le faltaba un diente delantero, para comentar “yo solo sé que lo único bueno de esa noche fue que Lucy no llevaba nada debajo de la bata de colores que se pone cuando sube al ring”. Al unísono, lamentamos no haber pillado tan importante detalle, por estar pendientes del cadáver de Apolo 8. Hicimos mutis y todavía pienso que cada quien imaginó lo que ocultaba la bata de Lucy. Nos vimos las caras y nos echamos a reír.