ELIZABETH ARAUJO
¿Cómo que qué ando haciendo yo por aquí? Este es mi barrio y he salido a tomar un poco de aire ¿acaso no se puede? La respuesta, subida de tono, soltada a tropel, así con irritación, desequilibra a los dos jóvenes policías que han parado el coche en mitad de la calle y salen de su interior con esa parsimonia que emplean los hombres y mujeres de la justicia cuando repiten su rutina. La chica le contesta con otra pregunta ¿usted no sabe, señor, que no se puede salir de casa, debido al coronavirus? El hombre, algo corpulento y brazos tatuados; cabeza redonda y cabello ensortijado, donde el color gris le gana en carrera al negro, claro que lo sabe y así se lo manifiesta. Entonces el otro agente viene en auxilio de la compañera y le pide al señor que no se haga el listo dejando congelado por un segundo el rigor del rostro de la autoridad. Con una señal de cansancio resignado el increpado le sostiene la mirada, pero calla. La chica aprovecha el amplio silencio del instante en el que ambos no dejan de mirarse, e interviene conciliadora, si se quiere comprensiva y maternal. Es que la orden del confinamiento, señor, no es capricho: mire… cualquier transeúnte podría tener el virus y al pasar a su lado lo infecta. Se lo dice con dulzura, dejando flotar la frase y obsequiándole su sonrisa. El hombre frunció el entrecejo dibujando un mapa sinuoso en la frente. Está enojado pero hace un esfuerzo para no hablar. Un tiempo que no debería contar para efectos del relato, porque observé que los tres se veían como astutos jugadores de poker que ocultan sus próximos movimientos. Está bien, me vuelvo a casa. No lo dijo convencido, sino vencido por su malhadado destino. Ni siquiera sintió que el viento de primavera que se asomaba en la calle peinaba su rostro. Simplemente, hizo un giro con la silla de ruedas y se alejó, sin despedirse. Entonces yo, desde la ventana, comprendí la relatividad de la orden de quedarse en casa.