JOSÉ PULIDO –
Lo que no parecía trascendente será lo más recordado: la sonrisa y la evidente emoción del cardenal Robert Francis Prevost, al aparecer como papa León XIV ante la entusiasmada multitud que llenaba la plaza de San Pedro.
Su sonrisa podría volverse tan mencionada como la que atrapó Leonardo Da Vinci en el rostro de la señora Gioconda. Ambas sonrisas tienen una historia relacionada con el conocimiento y la sensibilidad.
La sonrisa de León XIV acaparó la atención de millones de personas en el mundo entero: cayó bien. Es la sonrisa de alguien que ha estado en contacto con mucha gente sencilla y ha compartido las actividades y quehaceres comunes y corrientes que conforman la existencia diaria de una mayoría.
La sonrisa sincera, espontánea, se ha extinguido en los rostros que deben fingir, que necesitan adoptar actitudes y tácticas de vendedores. Aunque la sonrisa esencial y verdadera no desaparece, es como una energía que se opaca y se enciende porque el cuerpo sobrevive rescatando sus mecanismos naturales. El cuerpo se rebela contra imposiciones y una de las más fuertes es la que obliga a sonreír a juro.
Ver sonreír a alguien con pureza, reflejando lo que siente, es algo que inmediatamente crea una relación, una comunicación.
Robert Francis Prevost sonrió así y al mismo tiempo todos pudieron notar que sus ojos se llenaban de emoción intensa, como si la multitud cupiera en ellos, como si de una vez estuviese viendo simultáneamente el inicio y el final de su existencia.
EL LEÓN
Dicen que Robert Francis consultó con sus dos hermanos Louis y John el nombre papal que deseaba usar: León.
El león figura en los tronos de los reyes de Francia, de Salomón y de los obispos medievales, según el Diccionario de los Símbolos:
“El león de Juda que aparece a lo largo de la Escritura (desde Génesis 49, 8) se refiere a la persona de Cristo. Dice el Apocalipsis: «Él ha triunfado para abrir el libro y sus siete sellos». En la iconografía medieval, la cabeza y la parte anterior del león corresponden a la naturaleza divina de Cristo, la parte posterior —de relativa debilidad— corresponden a la naturaleza humana”.
LÓGICAMENTE NOTICIOSO
Cuando apareció en el balcón el nuevo papa, Robert Francis Prevost, el mundo se abrió completamente periodístico, como un amanecer jugosamente noticioso, pero fue inevitable: el papa León XIV es un hombre tan especial que habla inglés, español, italiano, francés, portugués, latín, quechua y alemán. Los cardenales necesitaban escoger a alguien que cada uno de ellos pudiera respetar y aceptar como guía, como líder espiritual de comprobada firmeza.
Su formación académica incluye una licenciatura en Ciencias Matemáticas por la Universidad de Villanova, una maestría en Divinidad por la Catholic Theological Union de Chicago, y una licenciatura y doctorado magna cum laude en Derecho Canónico por la Pontificia Universidad de Santo Tomás de Aquino (Angelicum) en Roma. Su tesis doctoral versó sobre El papel del prior local de la Orden de San Agustín.
Según los datos más concretos aparecidos en la prensa internacional:
Robert Francis Prevost nació el 14 de septiembre de 1955 en el Mercy Hospital and Medical Center de la ciudad estadounidense de Chicago, Illinois. Su padre era Louis Marius Prevost, hijo de emigrantes franceses, y su madre era Mildred Agnes Martínez, hija del inmigrante dominicano Joseph Martínez Ramos y de Louise Baquié, una criolla de Luisiana, con sangre francesa, africana y española. En Italia se dice que uno de los abuelos del santo papa es de origen italiano.
Robert Francis Prevost nació en Estados Unidos y se nacionalizó peruano. Es fanático del equipo de grandes ligas de su ciudad natal: los Chicago White Sox y en Perú aprendió a disfrutar del fútbol y es seguidor del Club Alianza de Lima. Lo han estado mencionando ahora, acertadamente, como el papa de las dos Américas. Pero también es de Europa por parte de su padre y muy del mundo entero por su carácter de sacerdote misionero.

Cuando escogió el nombre de León XIV quizás pensó en León XIII, quien en una de sus encíclicas señaló:
“La cima de perfección de la Iglesia, como el fundamento de su construcción, consiste en la unidad; por eso sobrepuja a todo el mundo, pues nada hay igual ni semejante a ella. Por eso, cuando Jesucristo habla de este edificio místico, no menciona más que una Iglesia, que llama suya: “Yo edificaré mi Iglesia”. Cualquiera otra que se quiera imaginar fuera de ella no puede ser la verdadera Iglesia de Jesucristo”.
En el renacimiento decían que las obras de arte, las estatuas, la pintura, los monumentos, eran la Biblia de quienes no sabían leer. Y entonces Roma se llenó de esas grandezas. Vean y crean.
Luego, León XIII dijo en su encíclica sobre la unidad de la iglesia:
la Iglesia es espiritual; pero si consideramos los miembros de que se compone y los medios por los que los dones espirituales llegan hasta nosotros, la Iglesia es exterior y necesariamente visible. Por signos que penetran en los ojos y por los oídos fue como los apóstoles recibieron la misión de enseñar; y esta misión no la cumplieron de otro modo que por palabras y actos igualmente sensibles. Así su voz, entrando por el oído exterior, engendraba la fe en las almas: “la fe viene por la audición, y la audición por la palabra de Cristo”.
El papa nuevo, León XIV, lanzó al orbe y a todas las urbes un modo sencillo de comunicar la palabra de Jesús: mucho antes de que le acercaran el micrófono sonrió como un amigo que agradece la amistad, sonrió como un familiar que llega de visita y trae dulces comprados en la carretera.