El escritor Antonio Muñoz Molina (Beltenebros, El jinete polaco, El invierno en Lisboa entre otros títulos) pronunció las palabras más emotivas durante la presentación del libro Siete sellos / Crónicas de la Venezuela revolucionaria. Y lo hizo refiriéndose a verbos fundamentales como hablar y escuchar

 

A todo venezolano de bien deben llegarle estas ideas de quien es, hoy en día, uno de los talentos fundamentales de la lengua española. Todas las dictaduras intentan saquear el idioma, y es responsabilidad de quienes luchan contra ellas restaurar la palabra para contar la realidad. Fue un acto en Casa de América (Madrid) el lunes 12 por la tarde. Hablaron, además de Muñoz Molina, la filóloga Laura Cracco, el diplomático Fernando Gerbasi y el escritor Atanasio Alegre, quien fungió de moderador. Se realizó esta presentación bajo los auspicios de Editorial Kalathos, que incursiona en España ya con varios títulos en las librerías. He aquí la intervención de Antonio Muñoz Molina

Mientras leía el libro Los siete sellos me venía a la cabeza algo que dice Simone Veil en el libro que estaba escribiendo cuando murió: habla de las necesidades fundamentales del ser humano. Primero menciona las necesidades físicas (alimento, abrigo, etcétera), luego pasa a hablar de esas necesidades morales que son tan esenciales como las físicas. Curiosamente la primera necesidad moral que nombra es la del orden. Curioso, ¿no? Estaba reflexionando sobre eso al leer Los Siete Sellos.

Pensé en Simone Veil porque una de las lecciones que uno aprende de este libro, una de esas lecciones escalofriantes, es que aparte de la injusticia, de la dictadura y de la corrupción, hay algo que lo hace todo más pavoroso: la falta de orden en el sentido profundo de la palabra: contar con un entorno que sea predecible y no amenazador (predecible en la manera limitada en que pueden serlo los asuntos humanos).

 

El libro tiene algo de apocalíptico porque uno ve que se refiere a un mundo que es realmente invivible. Un mundo que es invivible por todas estas razones que hemos mencionado pero, sobre todo, por la falta de un orden, por ese horrible desorden. Los europeos estamos mal acostumbrados y es muy fácil (yo siempre lo pienso cuando hablo con amigos latinoamericanos) hacer burla del orden o de la normalidad o del funcionamiento tedioso de las instituciones. Parece que el orden sea una cosa burguesa, cosa de gente conservadora o algo así. Yo creo que cuando se ha conocido lo que pasa ahora en Venezuela, y también en otros países, te das cuenta del horror que eso significa.
Para mí el libro es importante por varias razones más; una de ellas, la necesidad que siente el que huye de una situación dictatorial de ser escuchado. Parece que en principio ser escuchado es lo más fácil del mundo. Tú sufres una injusticia y, si no puedes alzar la voz en tu país, te vas y te haces escuchar. Porque lo que tú has vivido, lo que vives, es horrible; es evidente que es horrible. Lo es porque se está atentando contra las necesidades fundamentales del ser humano. Pero lo extraño y lo asombroso es lo difícil que es ser escuchado. Antes el profesor [se refiere a Atanasio Alegre] hablaba de mi libro Sefarad que es sobre el exilio. Creo que una de las experiencias fundamentales del exilio es que no se escucha al exiliado. ¿Y por qué es tan difícil ser escuchado? Porque todo el mundo está muy distraído, todo el mundo es bastante egoísta. Decía Arthur Koestler, cuando hablaba de los fugitivos de la Europa del Este que llegaban a Francia en los años treinta: “Éramos como Casandras, traíamos profecías que nadie quería escuchar. Éramos inconvenientes, molestos”. Llegaba la gente que venía de Austria o de Alemania y no la querían escuchar, y no querían hacerlo principalmente por comodidad: siempre molesta el sufrimiento de los otros, sobre todo el sufrimiento contra el cual uno no está dispuesto a hacer nada.

Pero hay otra razón más profunda todavía para la dificultad de escuchar y es lo increíble. Porque literalmente lo que te pasa es increíble. Es muy difícil de creer. La gran ventaja que tenían los soviéticos y los nazis era que lo que ellos hacían era inaudito, increíble. Hay gente que se jugó la vida por escapar del gueto de Varsovia únicamente para llegar a Londres o a Washington y explicar lo que estaba pasando. Era inútil porque era inconcebible lo que estaba pasando. Como ha dicho Laura [Cracco] hace un momento: con las palabras hay que tener mucho cuidado y con las comparaciones también. Hay que tener en cuenta eso: lo que pasa es increíble y quien lo vive tiene la obligación de dar testimonio de lo que pasa. No te van a hacer caso, no te van a querer escuchar, pero tú tienes la obligación.

Claro, al alzar la voz estás haciendo algo que tiene mucho que ver con el oficio al que yo me dedico y al que se dedican los autores de este libro, que es el oficio de usar la palabra para contar la verdad. Hay una cosa que uno descubre en todos los regímenes autoritarios, dictatoriales, despóticos: el robo y la prostitución del lenguaje. Todos ellos. Lo tienen en común todas las dictaduras, el asalto y el saqueo del idioma. Yo, mientras leía el libro, me fijaba en expresiones del lenguaje oficial chavista y madurista: esa palabrería, el Carnet de la Patria, el Clap… es una podredumbre del lenguaje porque tiene la finalidad estricta de ocultar la realidad.

Todas las dictaduras han creado lenguajes paralelos, han querido saquear el idioma. Es obligación del que está en contra de la dictadura restaurar la palabra. Hay que hacer lo del viejo dicho español, llamar al pan, pan, y al vino, vino. Eso es lo que hace un escritor y un poeta, pero más todavía lo que hace un ciudadano. En el momento en que la palabra se prostituye estamos perdiendo nuestra posibilidad de resistencia. Lo único que tenemos es el lenguaje, la escritura, el testimonio de la palabra a pesar de que sea tan difícil que te escuchen.

La mayor parte de los textos incluidos en el libro tienen una altísima calidad literaria, es una literatura de primera que llama al pan, pan, y al vino, vino, y las cosas contadas como son resultan increíbles. Uno va pasando las páginas y observa en los textos esa extrema calidad literaria y esa presencia de las variantes del habla que es tan rica. Creo que el ciudadano español que está en contacto con latinoamericanos, incluso el español que vive en Nueva York o Miami, tiene la infinita posibilidad de descubrir las variantes del idioma que habla. Hablas un dialecto de una lengua enorme, y no quiero caer en esos optimismos estadísticos que son tan frecuentes, que si el español lo hablan 400 millones de personas y ese tipo de cosas, no, me refiero a otra cosa: hablar y escuchar un idioma que es el tuyo, completamente transparente para ti, pero con pequeñas variantes, unas variantes que no lo vuelven más oscuro, sino más sabroso. Entonces uno encuentra y reconoce ese idioma español.

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Hay algo que está ocurriendo en toda América Latina y menos en España que es esa extraordinaria y nueva generación de escritores de crónicas, esa capacidad de hacer literatura con la verdad, con la realidad. Es algo que muchas veces parece contradictorio: o se hace literatura o se cuenta la verdad. Decía Ortega y Gasset una frase que a mí de joven me producía mucha sensación, pero que luego me pareció, con perdón, una tontería: “O se hace literatura, o se hace precisión o se calla uno”. Creo que no hay que callarse. Hay una literatura que tiene precisión, y hacer literatura sin precisión es poca cosa. Todos sabemos que es muy importante usar la palabra con un máximo de verdad, para contrarrestar los lenguajes podridos y también para dar cuenta lo más certeramente posible de la realidad del mundo.

LA ACTITUD DEL ESPAÑOL
Nosotros los españoles tenemos una responsabilidad. España ha sido un país de gente que tenía que escaparse, que tenía que huir. De gente a la cual no se le prestaba atención, o no se le hacía caso. Entonces yo de verdad siento esa responsabilidad. Al igual que ustedes tienen esa responsabilidad moral del testimonio, los que estamos aquí tenemos esa otra de escuchar, pero de escuchar de verdad, porque habrán observado también que otra de las dificultades para que te escuchen es que quien te escucha, muchas veces, en realidad no está interesado en lo que quieres contar sino en utilizar políticamente (o en traducir a su conveniencia política) lo que a ti te pasa. Ustedes habrán observado muchas veces que el término Venezuela se convierte en un fetiche y el sufrimiento real, la realidad del país, queda tergiversada o anulada al servicio de posturas políticas que son exclusivamente españolas.

Como persona solidaria y sensible al destino de los exiliados, y como ciudadano español, me gustaría poder contribuir a que cuando se hable de Venezuela se escuche a los venezolanos, lo que de verdad está pasando allí, lo increíble e inconcebible. La conciencia política de un demócrata español está atravesada por la idea del exilio. ¿Y esto por qué? Porque la historia de España ha sido muchas veces de expulsiones. Cuando era muy joven y comenzaba a tener conciencia política descubrí que mucho de los escritores o figuras españolas que admiraba estaban prohibidos o en el exilio o habían muerto; descubrí que las ideas que empezaba a tener me podían condenar fácilmente al destierro, al exilio. El régimen español de entonces utilizaba un término terrible, la anti-España. Toda aquel que no se ajustara a la ortodoxia del régimen franquista, no es que fuera disidente ni nada de eso, sino que era la anti-España, es decir, no formaba parte de la identidad española. Entonces, para mí, la conciencia política está asociada a la idea del exilio.

No quiero vivir en un país donde la gente tenga que irse, tampoco en uno donde no haya sitio para los que salen huyendo de otro. En ese aspecto hay mucho por avanzar. Tenemos un deber de claridad y de restitución. Nos hemos tenido que ir de España impulsados por el hambre, la necesidad, la pobreza, la persecución política y creo que tenemos un deber añadido por eso: el deber de acoger a otros. Ustedes y nosotros los españoles, tenemos un deber que es continuar haciendo aquello que hemos empezado a hacer esta tarde, que es contar las cosas como son, reflexionarlas, usar las palabras para contar la realidad y deshacer la mentira.

No se puede perder la esperanza. Una de las pocas cosas que sí se puede hacer es, insisto, llamar las cosas por su nombre, contarlas con el máximo de claridad, de honradez y de belleza literaria porque así ponemos lo mejor del idioma al servicio de contar la verdad.

 

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