LUIS GARCÍA MORA –

Se me da a veces que existe un sorprendente y delgado hilo entre la poesía y la política.

Es conocida la aserción de que lo más impresionante de los poetas del siglo XIX y también del XX, era su “vena profética”. Iluminada, adivinatoria, genial, casi sobrenatural, para conocer las cosas distantes o futuras. Una inspiración o intuición que extenderíamos al artista en general, por ejemplo, al cine.

Siegfried Kracauer, en su ya clásica aproximación psicológica al cine expresionista alemán, prefiguraba en El gabinete del doctor Caligari el advenimiento de Adolfo Hitler, al exponer el alma alemana del período de postguerra de 1920 a 1924 oscilando entre la tiranía y el caos. Enfrentándose a aquella situación desesperada en la que cualquier evasión de la tiranía parecía llevar a una situación de total confusión. De una atmósfera saturada de horror, como el mundo nazi por venir en el que sobreabundarían los portentos siniestros, los actos de terror y los arranques de pánico.

Lo normal en cualquier manicomio (o país que perdió la cordura) en el que se destaca un fuerte sadismo y un apetito de destrucción, con una iluminación sobrenatural expresionista y decorados imaginarios, poéticos. Como la otra película, El doctor Mabuse de Fritz Lang –pariente del doctor Caligari-. También una mente sin escrúpulos animada por el goce del poder ilimitado. Con un superhombre que encabeza una pandilla de asesinos y criminales con cuya ayuda aterroriza a la sociedad.

Pregunta: ¿Moran hoy nuestros poetas —nuestros artistas, no los políticos— en las profundidades de una selva tan negra como esa? Lo imaginamos. Dado que el fin del país como lo conocíamos es hoy más atormentadoramente inmediato –inminente- que nunca. Frente a la vorágine de caos y sombra que se avecina.

Y este asesinato –pues, no es otra cosa este genocidio— al filo del precipicio, nos sobrecoge, nos espanta, ya que intuimos que es tal lo que se esconde, el aniquilamiento total, detrás del insistente llamado desde el poder a la servidumbre del exterminio total. Una gigantesca amenaza ante lo que no únicamente los poetas de hoy retroceden. Retrocedemos todos. Interrogándonos hasta cuándo podemos retrasar lo inevitable. Ya hemos comenzado a animalizarnos. Ante el mostrador, como un buitre al acecho. O un pobre ratón. En este sistema en evolución (o retroceso) basado en el miedo y la apatía que convierte nuestras casas en madrigueras. Una política, como diría Václav Havel, cuya finalidad exclusiva es el orden visible del desorden y la obediencia generalizada. Indiferentemente de los medios que se utilicen para alcanzarlo y el precio.

“Esa desmoralización ´de profundidad´ que se deduce de la pérdida de la esperanza y de la crisis perceptiva del sentido de la vida”.

La pérdida del horizonte absoluto.

Un mundo de prohibiciones, limitaciones, decretos. En el que el poder es prisionero de sus propias mentiras y es por esa causa que tiene que seguir falsificando el pasado, el presente y el futuro. Fingiendo.

En el que –diría el checo—hay que enfrentar la vida como verdad frente a la vida como mentira.

El dilema ético de hoy, y aquí.

De Caligari a Hitler
El doctor Mabuse. Alemania, 1922, dirigida por Fritz Lang

Imponer el poder político explosivo e incalculable de la “vida como verdad”, que reside en el hecho de que una vez descubierto, posee un aliado, ciertamente invisible, pero omnipresente, que Havel llama la “esfera oculta”. Que no es más que la vida real frente a la vida oficial y el discurso ideológico oficial que, finalmente, la representa. Y a la que se opone la realidad.

En medio del caos que nos rodea.
Desgastándonos.
Deteriorándonos.
Erosionándonos.

Ya no hay principios de lealtad ni código alguno. La atmósfera fétida que respiramos es la de un país absolutamente falto de escrúpulos. Tanto con amigos como enemigos.

Hinchado de prejuicios. Insolente. Arrogante. En su liderazgo. Plagado de insultos e injurias. Estúpido. Inoculado del veneno. Sin júbilo. O como diría Rimbaud, “Tan asustado como 36.000.000 de perros falderos recién nacidos”.

Contemplamos a nuestros compatriotas hacinándose en las fronteras de Colombia y Brasil, o las calles de Lima, o Quito, o más lejanos, España y México… Haciendo sus necesidades en las calles como en Cúcuta. O mendigando en amasijos humanos frente al imposible reparto del pan o la leche. Y no pasa nada. Las emociones se consumen adentro. La motivación. El entusiasmo. Abofeteados, exánimes, por la capacidad disociativa del poder encarnado en la figura del boss.

Rodeados de paredes con señales de metralla sin haber habido guerra. Ni un coño. Ruinas de fábricas, tiendas, casas particulares en medio de la oscuridad desgastada por veinte años de guerras imaginarias imaginadas en el que el enemigo somos nosotros. ¿Cómo fue que votamos, no ayer ni antier, en 1998?

¿Se recuerda acaso?
Yo, particularmente, no sé.
Ni me importa.

Sólo recuerdo las palabras que resonaban en mí hace cincuenta años, cuando loco, poeta y fugaz, caminaba por las calles sacrosantas de aquella Sabana Grande de mis tormentos, leídas a Henry Miller: “A veces creo que nací hambriento; y el hambre se asocia en mí al caminar, al vagabundear, a la búsqueda, al andar febril, a la ventura, de un lado para otro”.

O releo el poema del joven caraqueño Adalber Salas:

De Caligari a Hitler - Luis Grcía MoraCaracas, los que van a morir no te saludan
se las han cortado, se las han arrancado
los perros que caminan patas arriba por la noche
o las han perdido en alguna apuesta imprudente
y cruenta como tu nombre.

Tampoco se arrodillan, los que van
a morir, no los deja este temblor.

(busquen el libro)

Luis García Mora, periodista venezolano. Escribe desde Caracas.

 

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