MOISÉS NAÍM –
La intervención de los éxodos en la política de sus países de origen exacerban la polarización y agudizan los conflictos. Hay diásporas tóxicas. Pero también las hay salvadoras.
La sangrienta guerra civil en Sri Lanka entre los Tigres de Liberación de la Tierra Tamil (LTTE) y el Gobierno de ese país duró más de un cuarto de siglo (1983-2009). Parte importante del dinero que financió al LTTE provino de tamiles radicados en Canadá, Reino Unido y otros países. El apoyo financiero de la diáspora tamil prolongó este conflicto armado. Lo mismo sucedió en Irlanda del Norte. Grupos de irlandeses afincados en Estados Unidos financiaron al Ejército Republicano Irlandés (IRA), el brazo armado de la lucha secesionista que durante cuatro décadas azotó Irlanda y Reino Unido.
La lista de guerras civiles que se agudizan y alargan gracias al apoyo financiero que la diáspora de ese país le da a una de las partes en el conflicto es larga, dolorosa y mundial. De los Balcanes al cuerno de África y de Centroamérica al sureste asiático, los conflictos se han prolongado por la intervención de lo que en Etiopía llaman “la diáspora tóxica”. Obviamente, los sanguinarios regímenes que enfrentan las diásporas son con frecuencia aún más tóxicos.
Diáspora, que en griego significa “dispersión”, fue la palabra originalmente usada para referirse al exilio de los judíos fuera de Israel. Con el tiempo, se fue aplicando también a otros grupos que salieron de sus países, esparciéndose por el mundo. Actualmente se usa, de manera algo confusa, para referirse tanto a esos lugares de destino como a un grupo humano.
La vida en el exilio fomenta las relaciones entre compatriotas en la misma situación, con quienes se comparten nostalgias por la tierra ancestral, características étnicas, afinidades culturales y, por supuesto, el idioma. Con frecuencia, esto genera sentimientos de empatía y solidaridad, lo cual, a su vez, les da a estos grupos una cohesión que les permite actuar colectivamente. Algunos se organizan para apoyar iniciativas sociales en su país de origen y otros se involucran en su política. Esto último se intensifica cuando hay revoluciones, guerras civiles o conflictos políticos que dividen profundamente a la sociedad.
Así, muchas veces, la única oposición real que confrontan las dictaduras es la diáspora, que dispone de dinero y contactos internacionales. A veces tiene éxito y logra derrocar a regímenes autocráticos.
Este fue el caso del ayatolá Jomeini, quien desde París impulsó un movimiento que en 1979 derrocó al sha de Irán.
La posibilidad de hacer política a distancia y “sin ensuciarse las manos” también hace que las diásporas se puedan permitir lujos que no tienen quienes enfrentan a un Gobierno autocrático en el terreno. Es más fácil tronar contra un régimen represivo a miles de kilómetros de distancia que en las calles del país o en la cárcel por haberlo hecho. Ahora, YouTube, Twitter o Facebook facilitan la política a control remoto.
Los estudios sobre las intervenciones de diásporas en la política de sus países de origen han encontrado que exacerban la polarización y aumentan la intransigencia de las partes, todo lo cual agudiza y prolonga los conflictos. Claro está, la intransigencia no es monopolio de las diásporas y, es más bien, la característica básica de los tiranos.
Las diásporas no solo intervienen en la política de su país de origen sino que, en algunos casos, también logran influir en la política exterior del país donde residen. En Estados Unidos, los exiliados cubanos y el lobby pro Israel son buenos ejemplos. Ambos han tenido enorme éxito influyendo en las decisiones de Washington que atañen a Cuba e Israel. El fallido embargo económico que desde hace seis décadas mantiene el Gobierno estadounidense sobre Cuba, por ejemplo, no habría durado tanto sin el eficaz y radical activismo de los exiliados cubanos. Irónicamente, también son los exiliados cuyos envíos de dinero a sus familiares en la isla sirven de sustento a la economía del país.
Como la cubana, otras diásporas son una invaluable fuente de alivio a la pobreza. Actualmente, más de 250 millones de personas viven en un país distinto al cual nacieron y una enorme proporción manda dinero regularmente a sus familias y allegados. El año pasado enviaron 440.000 millones de dólares, tres veces más que el monto que los Gobiernos de los países ricos dedican a ayudar a las naciones más pobres.
Para un gran número de países, las remesas son una de las principales fuentes de divisas (en 25 de ellos representan más del 10% del tamaño de su economía). Y para millones de familias —de India a Colombia y de China a México— las remesas que les llegan del exterior son su principal —cuando no única— fuente de ingresos.
Hay diásporas tóxicas. Pero también las hay salvadoras.