ADRIANA PÉREZ GERARDINO/ Ciudad de México
Entre los testimonios de quienes vivieron en México los terribles minutos del terremoto del pasado martes 19, figura el de Adriana Pérez, una venezolana que, pese a considerarse “muy nerviosa”, confiesa haber actuado con calma durante el sismo, hasta que le vino la imagen de su hija en la escuela. Entonces, el mundo se le vino encima
El martes 19 de septiembre fue un día tranquilo para Adriana Pérez Gerardino, su esposo Daniel y su hija Ariana. Diseñadora en una empresa de artes gráficas, esta joven caraqueña que hace tres años abandonó Venezuela en busca de un futuro mejor, se da cuenta ahora que lo que siempre le ha llamado la atención de Ciudad de México, donde vive, es que los edificios de pocos pisos se mueven por cualquier cosa. “Si alguien corre por el pasillo, tiembla; si pasan tres personas caminando, tiembla, si pasa algún camión muy pesado en la calle, tiembla, el edificio siempre tiembla; es algo normal, tan normal que ya estamos acostumbrados en la oficina a sentir esas sacudidas”.
Mi oficina está ubicada en el primer piso de la planta. Abajo funciona una imprenta gigante, que me encanta, y andábamos cada quien en lo suyo cuando a la 1:10 de la tarde empieza a temblar. No había más de siete compañeros, ya que muchos habían salido a comer. Yo lo hago a la 1:40, y antes de hacerlo me pongo a conversar con mis compañeros. De manera que cuando estábamos intercambiando ideas acerca de la temporada que estamos trabajando, Primavera 2018, sentimos que la oficina se está moviendo, pero pensé que era alguien que venía corriendo por el pasillo, de tal forma que tuve una reacción natural: me voltee para ver quién era, y es entonces cuando ese movimiento se intensifica. Un compañero y yo nos vemos con la misma cara de susto y al mismo tiempo reaccionamos “¡Está temblando!” y avisamos a los demás pero ya estos se habían levantado y todos nos vimos a las caras sin saber qué hacer, a pesar de que los 200 empleados de la empresa acabábamos de participar en el simulacro, en el que orgullosamente tardamos 1 minuto y 31 segundos en salir.
La cosa es en serio, me dije. Cuando empezaron a sonar las alarmas, entré en pánico, con una sensación de correr a cualquier parte: Pero mantuve la calma, era imposible caminar; me sentía como si estuviera borracha, me tambaleaba de un lado a otro. Era difícil mantener el equilibrio. Pero estuve calmada, cosa que me sorprende, porque soy muy nerviosa y más cuando no tengo a mi hija cerca. Tal vez estaba en estado de shock y no lo sabía. Una vez todos afuera, me vino a la mente la cara de #Arita, mi niña de 10 años, y me preguntaba quien la estaría protegiendo, no pensaba en más nada, no había líneas de internet para llamar a Daniel, no podía llamar, ni enviar mensajes.
Hasta que dejó de temblar, y comencé a ver todo a mi alrededor: gente asustada en la calle, lloraban; otros corrían de un lado a otro; algunos se desmayaban, autos y motos a gran velocidad, gritos, sirenas, ruidos… y yo solo pensaba en mi hija. Minutos más tarde nos permitieron ingresar a la oficina, corrí a llamar al colegio, rezando para que me contestaran. Efectivamente, hablé con la directora, quien me aseguró que todo estaba bien.
Mi otra misión era buscarla. Traté de comunicarme con mi esposo, sobrinas y cuñados. Fue complicado, hasta que al fin supe que todos están bien, Pero tenía que pensar en el regreso a casa. Mi misión era encontrar algún compañero con carro que viviera cerca de casa, a una hora de nuestro lugar de trabajo. Logré que un muchacho con el que poco he hablado y que había comentado que vivía hacia el sur, me diera el aventón. Le pregunté “¿me puedo ir contigo?” y amablemente asintió, aunque sabía que no era la única en pedir “ride”. Cinco personas en el auto, conversando, alguien trataba de bajar la atención contando chistes, pero todos teníamos cara de terror. Ignorábamos lo que estarían pasando nuestras familias y amigos.
El trayecto mismo nos lo decía: gente que corría, una mujer consolaba a otra que lloraban, decenas caminando, el tráfico imposible, por lo que optamos en quedarnos en el segundo piso de la autopista para sortear caminando el pesado tráfico. Caminé 20 minutos hasta mi casa, y al llegar estaba mi hija, mi esposo, mi hermana y unos vecinos. Nos abrazamos, mientras pensábamos si todo había pasado.
Un 19 de septiembre que comenzó como un día cualquiera se transformó, en menos de un minuto, en una película de acción de la cual cada quien quería contar su versión. Entre todas las anécdotas, me quedé con la de Arita. Daniel me dijo lo que le contó la maestra: que mi hija se había comportado tranquila y que durante el sismo, todos permanecieron en el salón, debajo de sus pupitres. Pero Arita ayudó a las maestras a tranquilizar a los niños más pequeños que, aterrados, no paraban de llorar. Hasta que vio a su papá asomarse en el salón y entonces Arita lo abrazó y rompió a llorar. Mientras celebrábamos el gesto “heroico” de Arita, alguien preguntó “¿Cómo es posible que dos horas antes habíamos hecho el simulacro, y cuando tembló de verdad no sabíamos qué hacer?”. Nadie tuvo respuesta. Solo agradecimiento al gesto solidario de los mexicanos. Esa noche nadie durmió. Como yo, mucha gente estuvo viendo por televisión el gesto solidario de los mexicanos ayudándose unos a otros en las labores de rescate de personas atrapadas en casas y edificios que se habían venido abajo. Me dije, México es un país grande, no por su territorio o su población, sino por la calidad de su gente.