ROBERTO GIUSTI –
La pregunta que muchos venezolanos se hacen, sin encontrar una respuesta cierta, es por qué un gobierno catastrófico, como el de Nicolás Maduro no se cae, si mantiene a 30 millones de seres humanos muriendo de todos los males imaginables y no imaginables.
Por muchísimo menos, recuerdan aquellos que vivieron los aciagos días del 27 de febrero de 1989, bajaron los cerros a saquear los bien provistos supermercados, las tiendas de la línea blanca y electrodomésticos, así como las más diversas mercancías que era posible importar con dólares baratos. Hasta que llegaron los soldados y sofocaron, a sangre y fuego, el estallido iracundo de unas multitudes cuyas carencias, ni por asomo, se asemejaban a las condiciones misérrimas en la que vive el venezolano de hoy en día.
Después de dos décadas de un despojo lento y progresivo, en diversos niveles, diferentes áreas y con distintos actores, es muy poco lo que queda por saquear, desde las arcas del erario público, exhaustas luego de un robo permanente y sistemático, hasta las bodeguitas de los barrios populares, casi todas cerradas por falta de mercancía.
EL TOTALITARISMO VENEZOLANO
Pero la pregunta sigue en pie: ¿Por qué, luego de veinte años de aplicación del “modelo chavista” (en caso de que esto puede calificarse como “modelo”), el país se encuentra al borde del colapso total y el gobierno, lejos de rectificar, insiste en mantenerlo?
Pues bien, si para los sufrientes el susodicho modelo es la causa de la desgracia que nos golpea por la obcecación de los gobernantes en aplicarlo, para estos últimos constituye una etapa más del proceso dirigido al control absoluto y total de la sociedad.
Ocurre, no obstante, que la ejecución de la receta histórica, aplicada en revoluciones como la rusa, la china o la cubana, pasa por un episodio de alta tensión en la lucha de clases, imprescindible a la hora de liquidar el orden establecido. Se combate para destruir las instituciones “burguesas”, descoyuntar la propiedad privada, trastocar las formas en las cuales se organizaba la sociedad y dejar el terreno listo, a través del caos, para el establecimiento del nuevo orden, revolucionario, que no es otra cosa sino la estructuración de un Estado todo poderoso y fisgón, cuyo poder, ilimitado, alcanza hasta los más íntimos pliegues del comportamiento y manera de pensar de los ciudadanos.
DEL CAOS A LA SUMISIÓN
Ese período de violencia “necesaria”, según ideólogos del marxismo como Lenin, debe ser tan breve y eficaz que, luego de lograr su cometido, se debe pasar del caos total al control total de la sociedad. Así fue, con sus variantes, propias de las circunstancias y especificidades del carácter de los pueblos, en Rusia, en China y en Cuba.
No así en Venezuela donde no hubo una guerra explícita, con una duración relativamente breve y la imposición posterior de los mecanismos a través de los cuales se pasa del caos total a la sumisión total. En Venezuela se tomó el poder a través del voto, valga decir, de un modelo democrático, que entra en un proceso de demolición, lento y progresivo, sin terminar de configurarse, de manera que el caos y la violencia se han prolongado por veinte años en un país donde el orden establecido desapareció, sin darle paso a un nuevo orden.
EL DESORDEN COMO MODELO
En otras palabras, en Venezuela la revolución de Chávez produjo una nueva modalidad, un modelo del desorden, en el cual ha prevalecido, por encima de la ideología y su aplicación, la existencia de una clase dominante, sin la debida formación política y ética, que ha medrado, hasta el hartazgo, a la sombra de la impunidad y del saqueo más grandioso que haya ocurrido en la historia de la América Latina.
En medio del desorden y la parálisis de un país que se muere irremediablemente, sin un piso firme en el cual asentar la revolución (sostenida a base de un populismo clientelar que se acabó con la baja de la producción petrolera y del precio del barril), Nicolás Maduro y los jefes de las otras parcialidades del chavismo, pretenden imponer el nuevo orden (que ya se hizo viejo e inaplicable) sin percatarse de que el desorden se les fue de la manos y que la mejor aliada de la rebelión en ciernes es el hambre.
Roberto Giusti, periodista venezolano. Escribe desde Oklahoma (EEUU).
Roberto, si me permites intervenir en la discusión: hace algún tiempo escribí un artículo en mi blog que titulé: «Los pueblos a quienes quitan sus medios de subsistencia no suelen rebelarse: La tragedia de los pastusos».
http://marioszichman.blogspot.com/2015/01/los-pueblos-quienes-quitan-sus-medios.html
Desde Bolívar se sabe muy bien que también las rebeliones pueden aplacarse con hambrunas.
EL HAMBRE DE POR SI NO ES SUBVERSIVA, ES SOMETIMIENTO, ESCLAVITUD. EL PROPOSITO ES LO QUE PROVOCA LA SUBVERSION.
Me siento honrado con tu réplica, adelantada en el tiempo e irrefutable. A pesar de su pesimismo. Un abrazo