SEBASTIÁN DE LA NUEZ –
Era el título de uno de los libros más emblemáticos de Charles Dickens, Historia de dos ciudades. Las dos ciudades eran Londres y París en la época de la revolución francesa. Pudieran los desterrados del chavismo, venezolanos que se han ido a Miami, Ciudad de Panamá, Santo Domingo o Madrid, escribir sus propias historias de dos ciudades. Hay tramas, personajes y escenarios de sobra.
Caracas y Madrid, sin ir más lejos. En Caracas no se ha producido ninguna revolución como la francesa a finales del XVIII, en todo caso una toma del poder por parte de los pobres de espíritu, resentidos y mediocres.
En esta historia de dos ciudades, Caracas podría emerger como protagonista, pongamos por caso, hacia 1954, plena época dictatorial. Es el año de la foto que acompaña a esta nota. La ciudad está como estrenando traje nuevo y parece que se ha puesto pantalones largos. Una de las botas es la avenida Francisco de Miranda, que recién se inaugura. En ella, llegando a Chacaíto, ha sido construido el flamante edificio Galipán, con una galería acristalada: de una gran belleza arquitectónica, el edificio reposa bajo el sol resplandeciente tal como “un mundo urbano en sí mismo”. Gustavo Guinand es su arquitecto, y es el mismo creador del Hotel Tamanaco, el gran hito arquitectónico de Las Mercedes en los cincuenta; también es el artífice del cercano edificio Easo.
La capital venezolana luce rozagante, muy americana, muy moderna.
Madrid, mientras tanto, es la capital del franquismo y la diáspora se produce desde España hacia Alemania o países del Nuevo Mundo, donde reciben con los brazos abiertos a quienes llegan huyendo de la represión, el falangismo y la pobreza. Muchos de los desterrados ya tienen trabajo a la semana siguiente de haber llegado. Algo arrastra Madrid aún, en 1954, de Las bicicletas son para el verano. Es la España de El florido pensil y Bienvenido Mr. Marshall, tan rural, tan cerradas sus fronteras a lo nuevo. En el cuarto piso del muy actual Museo Reina Sofía (en Atocha) hay una exhibición permanente que retrata el arte y la Europa de la postguerra, titulada “¿La guerra ha terminado? Arte en un mundo dividido”. Sala tras sala el visitante asiste a las expresiones más diversas de una estética y unos contenidos que marcaban y marcan precisamente eso, una separación, una herida sin cerrar, una brecha o muro dividiendo las Europas, las Españas. Las transformaciones artísticas acompañan a la geopolítica internacional tensionada entre dos mundos. Esas expresiones diversas abarcan fotografía, portadas de periódicos y revistas, cine documental, cine de ficción (La guerra ha terminado se exhibe en loop permanentemente, y no es un film español sino francés), el cartel político, la instalación y todas las artes plásticas. Todo habla o hace referencia a la brecha, a la tensión, a la Guerra Fría, al temor ante la posibilidad de una tercera guerra mundial.
Pero el propio edificio que en otro siglo fuera un hospital, y que ahora es el imponente y precioso Centro de Arte Reina Sofía, refleja la idea que prevalece: la estructura es la misma, aquí nada se derriba. La belleza neoclásica se conserva, ¡ah!, pero se le han adosado unos transparentes ascensores hipersilenciosos, la temperatura dentro está controlada así como la humedad y la luz: electrónicamente. Es un monumento a la simbiosis entre lo heredado y lo nuevo, entre lo que prevalece y lo que debe amoldarse.
Madrid, desde esas fotos en blanco y negro que uno puede ver en el cuarto piso del Reina Sofía, fue reflejo de un pueblo triste y sometido a un dictador. No habrá de cambiar su paisaje de manera violenta. El concepto “Spain is different”, la apertura al turismo y el desarrollismo del ministro franquista Laureano López Rodó vendrán en los años sesenta pero el país seguirá atrasado mentalmente.
¿Qué ha pasado? Después de todos estos años, Malasaña y Chuecas, Fuencarral junto a la Gran Vía, el parque del Buen Retiro y todo lo demás siguen siendo lo mismo pero mejor. Ahora está todo más cuidado, más limpio, más “lozano” y con mayor atención al peatón que al automóvil (al menos, en muchos sitios).
El paisaje de la avenida Francisco de Miranda, en cambio, ha mudado para peor. El edificio de Guinand fue derribado un domingo por la tarde, o al menos la orden fue oficial un fin de semana, para que no pudieran producirse apelaciones inmediatas (y la destrucción se ejecutara sin cortapisas). Uno se ha venido a Madrid arrastrando la idea de que ese pedazo de la avenida Miranda llegando a Chacaíto hoy es más gris, más sucio, luce menos aireado, ha perdido lozanía en comparación a la fotografía de 1954.
Lo natural es que las ciudades evolucionen; que en ellas se respete el pasado aun lanzadas estas urbes, como es lógico suponerlo, hacia el futuro. Pero eso lo dictaminan y lo guían los hombres. Si no hay hombres para esa tarea de planificación y acompañamiento, las ciudades se ponen mustias, decaen y se convierten en un burdo descampado donde cualquier crimen es posible.