OMAR PINEDA. Después de tanta lata, Luisa nos convenció de que esa sería la mejor forma de curarlo. De pana que habíamos probado todas las técnicas conocidas empezando por los remedios caseros, como el infalible susto tras ocultarse en las cortinas de la sala, o contener la respiración durante cinco minutos con la boca apresada en una bolsa de papel e incluso los doce vasos de agua deglutidos justo en el instante en que tales espasmos se anuncian por la autopista del diafragma. Pero ninguno sirvió y Juan se desesperaba. Empezaba a inquietarnos también a nosotros porque tales contracciones nada normales de la garganta no solo se hacían ruidosas sino también indominables e invasivas, y lo peor es que las mejillas del pana saltaban del color rosa para inclinarse hacia el morado. Hasta el señor Rosales, el de la farmacia de la esquina, tan atento él y tan comprensivo con las consultas inusuales del barrio, acabó por rendirse luego de que los medicamentos de su estantería y las maniobras paracientíficas que aplicó se estrellaran contra el muro del fracaso. Rendido, Rosales nos aconsejó llevarlo de urgencia al hospital Pérez Carreño, que seguramente ahí lo curaban. Pero no podíamos ingresarlo a ningún hospital como tampoco desfilar con el pobre Juan como si fuese un espectáculo circense, suerte de fenómeno con hipo ambulante porque, sencillamente, a Juan lo buscaba la policía.

Está bien, comencemos por echar el cuento si acaso esto cuaja en un relato. No fue por capricho que Luisa y yo nos aislamos del grupo durante el receso de la segunda hora y nos ausentamos en la clase de Química de las dos y cuarenticinco de la tarde ¡Válgame, Dios! con esa inmamable profesora de lentes culo de botella que el año pasado me obligó a repetir la materia. Sencillamente, ese martes once de mayo Luisa Valles rompió el celofán de mi desolada timidez cuando estampó un beso cercano a mi boca mientras jugábamos a beber agua en el filtro de chorrito en el pasillo y me ordenó en clave de agente secreto que no entrara a química porque debíamos vernos debajo del araguaney, cuyas relucientes hojas amarillas simbolizan la identidad de nuestro liceo. Así que, hundido entre la excitación y el remordimiento por ganarme otra vez la reparación de una asignatura de la cual solo conocía a medias la tabla periódica de los elementos acudí a la cita bajo ese sol herrumbroso de las tres de la tarde. A los tres minutos emergió no se de dónde la exhuberante Luisa Valles, reluciente, apasionada, los labios pintados, encendidos y dos años menos que yo pero con título de grandeliga en cuestiones de novios, besos y caricias mientras yo no pasaba de ser un novato prometedor en ascenso. Entonces sencillamente nos agarramos de mano, y susurró “vente… que por aquí hay una casa abandonada y quiero mostrarte algo”. Urgente. Se encendieron todas mis alarmas sexuales hasta entonces adiestradas al abrigo de las revistas Playboy que uno de mis hermanos escondía debajo de su cama. Como para mi la vida siempre ha sido un partido de beisbol sentí una voz que decía Edgardo ponte el uniforme y agarra ese guante Rawling porque que esta tarde vas a lanzar los nueve inning.

Entramos lentos, silenciosos, a la deteriorada casa. Puertas desprendidas y ladrillos esparcidos en el suelo nos recibieron. Ya dentro nos envolvió una atmósfera de lujuria. Una vez a salvo de intrusos nos agarramos de las manos, nos miramos de frente y disfrutamos de cada palabra como si tuvieran el sabor de las bolsitas de Kool-Aid granulado que tanto me gustaba. Luisa me observó no se si con algo de compasión. Apretó mi cara con sus manos sedosas que olían a crema Nivea. Mostró su fortaleza ante alguien que lo sabía vulnerable, indeciso y por instante en pleno desconcierto. Cuando cerré los ojos para besarnos sentí una rara vibración como la réplica de un sismo bajo los pies. Nos preparábamos para coronar el Everest cuando al voltear descubrimos que el pendejo de Juan nos estaba espiando desde un recodo de la casa. Mientras yo pensaba cómo bajarme de la nube, ya Luisa Valles, totalmente molesta, despojada de su rol de seductora y convertida en villana le recriminó con sobrada razón a su primo “¿qué coños haces aquí?” O sea, que si seguimos en lo del beisbol lo resumiría así. Me embasé con hit por la banda derecha, pisé la primera, y como noté que había chance porque el jardinero se demoraba en tomar la pelota seguí mi recorrido hacia la segunda base pero el árbitro levantó la mano, tensó el puño, contrajo el cuerpo como si le doliera la barriga, levantó una pierna y gritó ¡out! Si, amigo, como te lo estoy contando: llegué a segunda base pero no sentí la satisfacción de haber pisado la almohadilla porque el pendejo de Juan apareció en mitad del partido como esos espontáneos que invaden el terreno de juego, y antes de que su prima volviera a repetirle la pregunta levantó las manos en señal de me rindo, lloriqueó y exclamando con rictus que me recordó la piedad exclamó “coño, disculpen… pero necesito ayuda… me escapé y me está buscando la policía”.

¿Ahora lo ves? Esto me lleva a pensar que Juan no mató a ningún portugués pero el único que estaba en el bar cuando el señor Joaquín le ordenó que arreglara las gaveras de cerveza en la parte de atrás y regresara con el tobo y el trapo para limpiar la sala lo involucran como el único sospechoso. Era su tercer día como empleado de un bar de mala muerte de la entrada de Antímano, único sitio donde donde aterrizaban frustrados los obreros de la construcción, los que se toman dos cervezas antes de llegar a su casa o los clientes viciosos que esperan que el portu encendiera la televisión para apostar a las carreras de caballos. Se lo contó una y otra vez a los policías de la división de homicidios pero no le creyeron porque ya Juan registraba antecedentes por violencia contra un vecino en Catia y por intento frustrado de robar a una chica en la parada de autobuses. “Claro que te creemos, Juan”, le dije yo olvidándome de lo inoportuno que había sido su aparición en esa vieja casa, como si hubiese sido invitado a subir al estrado. Pero a su prima no le interesaba oir su alegato y se aferró en repetir tantas veces seguidas “¡coño de la madre, Juan!”, lo que no supe si interpretarlo como un lamento al problema legal en el que se había metido el chamo o al simple hecho de desbaratarnos el sueño, lo que para mii sería interrumpir una inolvidable lección de anatomía. No obstante a Juan no le bastó con que apostáramos a su inocencia. El primo relató que aprovechando el despìste de quienes lo trasladaban sin esposas al tribunal para la sesión de vista de los cargos sencillamente saltó de la patrulla, corrió sin mirar atrás y se les perdió a los policías.

Ya en este punto Luisa y yo nos olvidamos de escalar el Everest y nos concentramos en cómo ayudarlo. Lo primero: convencerle de que volviera a la policía porque su fuga no hacía más que empeorar las cosas y ahora sí quedaría claro que había sido él quien mató a Joaquín para robarle el dinero que el jefe ocultaba en la caja registradora. “Tienen que creerme… el portu me dijo que me fuera para el fondo, acomodara las cajas vacías de cerveza y volviera para trapear el local. Así que las ordené y cuando pasaban de cuarenta escuché una conversación en voz alta… Con el ruido de la rocola y eso de que Joaquín siempre hablaba por teléfono como gritándole a la gente no le di importancia y seguí en mi trabajo hasta que entré al local y lo vi tirado en el piso con la camisa blanca ensangrentada”. Luisa y yo callamos, nos vimos sin saber cómo reaccionar porque todo flotaba como en una nube de absurdidad. De pronto el primo Juan se retorció como con un espasmo y acabó en un incesante ataque de hipo que, pasados los cinco minutos, comenzó a preocuparnos. Así que dejamos a atrás los besos furtivos sin final, el tema de la fuga de Juan y las conjeturas acerca de quién había despachado al portu porque el hipo de Juan no solo se hacía intermitente sino que nos angustiaba como si fuese la antesala a un infarto. Así, el hipo de Juan se volvió en nuestra única preocupación.

Entonces comprenderán porqué evitamos llevarlo al hospital y le tocamos la puerta al señor Rosales que no pudo ayudarnos como tampoco nos sirvieron los trucos caseros. Pero recordé haber leido en un aviso pequeño de Ultimas Noticias acerca de un tal Profesor Lerner que cura dolores de muela y sana hasta los remordimientos con solo apelar a su poder hipnótico. La dirección exacta no la recordaba pero sí retuve que estaba al lado de una cervecería llamada El Sifón, en Antímano. Desesperados con la angustia de quitarle el ataque de hipo a Juan, Luisa y yo cargamos con el primo montándonos al autobús que sube al hospital El Algodonal, donde el conductor afirmó que sabía donde quedaba El Sifón. Nos bajamos y caminamos con ese hipo delator. Después de unos minutos una señora que nos miró con recelo apuntó con su índice a una suerte de casucha verde con el pipote de la basura enfrente a rebosar y cuando volteamos para darle las gracias, la doña había desaparecido. Nos quedó su advertencia: “cuidado con ese brujo que es medio sádico”. Ya frente a la casa Luisa le dio tres golpes a la puerta y salió un sujeto sin camisa, barba desordenada y con dos chancletas dispares. Nos recibió con inusitada agresividad y después del ¿qué quieren? y la explicación nuestra acerca del hipo, el hombre se aquietó un poco, nos hizo pasar y nos ordenó sentarnos en un sofá que olía a orines de gato. Dijo “ya vuelvo y entró a un cuartucho” apenas protegido por una tela que le servía de cortina, y antes de que regresara yo le dije al primo “coño Juan aspira todo este orine de gato para ver si se te pasa el hipo”. Cuando Luisa y yo estábamos a punto de soltar una carcajada reapareció el profesor Lerner con un maletín negro que me recordó, no sé por qué a la imagen de la única foto que los venezolanos conservamos del doctor José Gregorio Hernández.
-Esto es un asunto serio, eh, reclamó el viejo y nos informó que la consulta costaría treinta y cinco bolívares. Juan buscó su cartera en el pantalón y antes de sacar la plata, Luisa le puso la mano en el brazo, interceptó la acción y le dijo con voz queda “pagamos al terminar, primo”. Lerner se le quedó mirando a Luisa con arrechera y paseó con la lengua sus labios como si tuviera sed pero rápido advertimos que ciertamente teníamos enfrente a un viejo sádico.
-Bueno, vamos al asunto ¿Desde cuando tienes ese hipo?, preguntó sin esperar respuesta y seguidamente elevó una mirada tensa al techo, nos pidió que cerráramos los ojos y apretáramos los puños como señal inequívoca de concentración hipnótica, digo yo. Más que temor esa técnica del profesor me generó incomodidad y desconfianza.
-Un momento, profesor, nosotros no tenemos hipo, atajó Luisa y señaló al pendejo de Juan quien, con los ojos cerrados y con el hipo sin parar ya comenzaba a extender las manos y apretar sus puños.
-Esto se tiene que hacer bajo requerimientos científicos que yo domino ¿okey?, insistió Lerner con tono desafiante y autoritario.
Nos callamos. Cerramos los ojos, extendimos los brazos con los puños cerrados como si intentáramos formar una estrella. Pero el hipo de Juan no cesaba. No dejó de hacerlo mientras estuvimos en el bus, cuando subimos la calle que nos condujo al bar El Sifón y no había razones para que cesara ahora pese al comportamiento extravagante del profesor Lerner. Esta parte no sabría cómo contarla con rigurosidad y exactitud pero tengo la impresión de que entramos de verdad en un estado hipnótico durante tres o cinco minutos cuando por alguna razón en mitad del trance oigo la voz de Luisa como quejándose, entreabro los ojos y descubro que el hijo de puta de Lerner le metía manos e intentaba desvestirla. Desesperado me le abalancé y pude lanzarle dos coñazos, uno acertó y el otro fue a dara a la cara de Juan, a quien parece que ya se le había quitado el hipo pero seguía adormilado. Con el golpe a su cara Lerner enfurecido se me abalanzó, lo esquivé y cayó de bruces en el suelo. En mi angustia recurrí a la imagen de yeso de San Expedito para aplastarle la cabeza. Luisa se armó de algo semejante a un tridente y se lo clavó en el cuello mientras Juan celebraba que había desaparecido el hipo. Con el hombre en el piso, agonizando tratando de decirnos algo, Juan acabó por aplastarle la cabeza con una silla.
-Vámonos, antes que nos vea alguien dijo Luisa tratando de vestirse, y sin pensarlo dos veces abandonamos la casa. No estaba la señora que nos previno, de manera que la huida fue silenciosa, sin testigo pero con el corazón en la boca. Pero antes y de la manera más estúpida, el loco de Juan volvió y le sacó el dinero de la cartera al moribundo. Yo intenté impedirle a que siguiera cometiendo estupideces y al entrar vi a Lerner todavía sin ganas de morirse, tratando de decirnos algo pero cerré la puerta y solo nos quedó la ráfaga encendida de su mirada de odio. A los cinco días atraparon a Juan y lo encausaron como primer sospechoso en el homicidio del portugués del bar. Luisa y yo fuimos expulsados por una semana por ausentarnos sin justificación de clases y antes de que se reincorporara sus padres la habían sacado del liceo y la internaron en un colegio en El Paraíso que administraban las monjas. Por eso cuando leo en las noticias que alguien con tal edad o determinada discapacidad logró coronar el Everest no dejo de recordarla y seguidamente me pregunto por la suerte de Juan, de su hipo y de la maldita profesora de quimica que me hizo repetir otra vez la materia haciendo peligrar mi graduación como bachiller. Del profesor Lerner no sé si murió ese día porque me propuse por mucho tiempo no leer más los titulares de sucesos. Todavía sigo sin saber cómo se cura el hipo.

Omar Pineda. Periodista venezolano. Reside en Barcelona, España

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