MAX RÓMER PIERETTI
Es fácil pensar en la fuerza de las palabras. Esa potencia que es capaz de modificar el acontecer de la historia. Una fortaleza que conocen los políticos, los enamorados, los padres al enseñar a sus hijos con esa frase que, convertida en máxima, se hace parte de nuestras vidas.
La fuerza de las palabras la van conociendo los jóvenes desde hace algún tiempo. Los debates escolares, con sus múltiples variables y nombres, con sus entusiastas maneras de proceder, dejan entrever que el universo de las palabras es mucho más poderoso de lo que creemos.
Asistí a un debate escolar en el levante español. La final de la segunda etapa de tres. Debatían los adolescentes sobre el valor de los referendos. Veían los costes políticos, las ventajas o no para el ejercicio de la democracia. Había, hay que reconocerlo, unos más convencidos que otros en sus argumentos, pero eso sí, entusiasmo para demostrar y decantar sus ideas, esas construidas en las horas extraordinarias robadas a las correrías con los compañeros, o hasta a las siestas y meriendas.
Armados con papeles, artículos de prensa, legislaciones… se turnaban en estricto orden temporal los estudiantes de los dos colegios que quedaban en pugna. Los textos de aquellos alumnos buscaban llenar el espacio vacío de un puzle o tratar de ver que las urnas, por la baja participación, no reflejaban lo que el pueblo, todo él, quería decir o no.
Las voces temblaban un poco. Solo un poco. Las manos un poco más que aquellas voces en pleno reconocimiento de lo que será algún día su afinación final. Los logros de convicción, los espacios conquistados, el manejo del discurso, la gestualidad, dejaron atónitos a los escuchantes. Momentos de tensión, la búsqueda de un punto de inflexión que cambiara el debate, se traslucía en los ojos de esos chicos.
Las caras de los maestros mostraban aquellas enseñanzas extraordinarias, aquel gesto que pudiera darle una pista al debatiente de aquellas frases estudiadas. Un proceso, por qué no decirlo, interesante y, a la vez, emocionante.
A un lado, los trofeos y medallas para los vencedores. Enfrente de los debatientes finales, los equipos que se fueron quedando en el proceso de debatir. Todos boquiabiertos con esas caras de admiración que provocan los vencedores. Una admiración respetuosa que rompe las barreras de lo pueril, una actitud que ya quisiera ver en los parlamentos, asambleas y congresos de los adultos, de los decisores que, en muchas ocasiones, decepcionan.
Nosotros, los profesores, hacíamos porras. “Creo que debatió mejor este”. “No, yo pienso que lo hizo mejorar aquel”. “No, no vale que introduzcas otro tema, no se trata de eso, sino de compartir quienes son los vencedores del torneo”.
Los debates abren la puerta a esa política con mayúsculas que esperamos de los líderes que elegimos. Son la antesala de un mundo diferente, en el que las estrategias de los políticos por tratar de imponerse pasarán por la mirada atenta de estos noveles admiradores y ejecutores de la retórica.
Atrás quedarán aquellos que, en su afán por lucirse y crear vaciedades, sean destronados por estos jóvenes que, de verdad, hacen política con letras mayúsculas, que han adoptado su rol en la sociedad digital y que salen y entran en ella con la misma facilidad que toman el autobús o se pasean por las redes sociales, que han hecho suyo la grandeza de los Estados, de la democracia como valor y sistema, de la pluralidad de los partidos políticos como base para la sana convivencia en armonía social anclados en la filosofía de ser eso, mejores ciudadanos.
Si el rol de los colegios es formarlos en y para esa sensibilidad sociopolítica, el papel de la Universidad es profundizar en el pensamiento crítico, en la formación de las humanidades contemporáneas, esas que, apalancadas en la historia del pensamiento, adoptan esa posmodernidad en la que convive lo digital, la mecánica tecnológica y esos valores integradores que conforman a ese ser humano necesario en este milenio que apenas si lleva un andar a tientas después del quiebre que nos han dejado las revoluciones industrial y tecnológica.
Son estos jóvenes, y aquellos que los han precedido en estos modelos escolares, los llamados a integrar a todas las generaciones que, excluidas o autoexcluidas por las tecnologías de información y comunicación, se requieren especialmente para la construcción de ese mundo plural, multicultural, variopinto, holístico.
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