ATANASIO ALEGRE –
Ese sábado, el piso cuarto en la zona cuatro de donde salen los vuelos de las líneas alemanas estaba de pasajeros a más no poder en el aeropuerto Charles de Gaulle. Pero como la mejor manera de conseguir un puesto es cuando alguien se levanta, eso sucedió una media hora después cuando, de repente, el lugar quedó casi vacío porque salieron tres vuelos de un solo golpe. Y fue entonces, una vez sentados, cuando se acercó ella. “¿Venezolanos?”, dijo. Y comenzó a hablar. Eso me dio la idea de que no hacía mucho que había llegado de Venezuela, porque los que ya llevan tiempo, saben que interesa poco o casi nada lo que cuente cada uno de los que tuvieron que salir, ocupados más bien de quienes llevan ya tiempo en Europa en matar las pulgas cada cual como puede. Pero quien ha iniciado la conversación es una muchacha entrada más bien en carnes, de mirada inteligente, de gestos medidos que apuntan maneras. Responde por el nombre de Ana Rosalía y a punto estuve de contarle aquello de Camarón de la Isla (¡Ay! Ana Rosalía, si tú me quisieras, qué feliz me harías) pero me pareció que la muchacha no estaba para bromas, quería que la escucharan. Llevaba seis meses en París viviendo con una hermana casada, pero viendo que cada vez más le hacían la vida imposible, había decidido atender la llamada de un hermano soltero que vivía en Múnich en la idea de que le resultaría más fácil encontrar trabajo allí. Pertenecía a una de las últimas promociones de ingeniería de la Universidad Católica y como tantos otros había tomado el camino del exilio, en vista de las circunstancias, con un pasaporte de la Comunidad Europea. Cuando le pregunté por el apellido y yo le di el mío con mi nombre, me dijo que había visto en la librería de la Universidad un libro con mi nombre con un título que le llamó la atención. El ojo del mundo no está en su sitio, dije, es la única obra que he publicado en esa editorial.
“¿Y ustedes viven en Alemania?” No, pero conozco la vida alemana. En Alemania un ingeniero no debe tener problemas de trabajo una vez que domina el idioma. Y el idioma, que no es fácil, tampoco es imposible para alguien que ha cursado una carrera tan exigente como la tuya. En tres meses puedes tener el nivel que exigen las empresas para conseguir trabajo. “En Francia me cansé de enviar currícula sin llegar a recibir ni siquiera respuesta.” Bueno, tanto en Francia como en España, una de las formas más refinadas de desprecio es la callada por respuesta. En Alemania, carta que envíes, sea cual sea el contenido, no queda sin respuesta.
Poco después llamaron a los de su vuelo y nos despedimos.
El venezolano es un ser con capacidad de adaptación. Fue en su momento un gran turista que recorrió cualquier lugar del planeta por exótico que fuera. Pero ahora le ha tocado el papel de inmigrante. Y no lo está haciendo mal.
“Pues, si, ha dicho mi mujer. Esta chama es lista. ¿Cuánto le habrá costado salir de Venezuela? Y su decepción en casa de la hermana.” Pero hay que tener en cuenta que la hermana tiene ahora que distribuir sus preocupaciones entre el marido y los niños y cómo rendir un par de sueldos, que no deben ir más allá, en una ciudad tan costosa como París. Alguien que llegue de improviso sin aportar nada, no es más que un cuerpo extraño a quien tarde o temprano se le expulsa, esa es ley de sobrevivencia. Pero en Alemania, estoy seguro de que van a cambiarle la cosas.
Y eso fue todo antes de que la chama quedara reducida a anécdota.
Meses después, ya con el otoño trayendo de nuevo a escena el verso del poeta francés que habla de les sanlgos du violon de l´automnne, una noche sonó en el teléfono. “Soy Ana Rosalía, ¿me recuerda, en el Charles de Gaulle? Y contó, más que alegre, emocionada. Ya tenía trabajo y… bueno. Se había sumergido en el idioma según habíamos hablado en aquella breve conversación y, naturalmente, había conseguido el nivel de suficiencia de idioma que la empresa le exigía. Me extrañó la llamada porque no le había dado ni el teléfono ni la dirección, pero dijo que había conseguido el apellido de mi hijo en la guía. Nos encontrábamos a cuarenta y cinco minutos de distancia, pero ya para vernos la cosa cambiaba, porque nosotros regresábamos de nuevo a Madrid en esos días.
La conversación se prolongó algo más de lo que mi paciencia tiene como límite al teléfono, pero después me he quedado pensando en esos otros versos de un poeta español en los que habla del tiempo que ni retrocede ni tropieza. El mismo que convirtió en los inmigrantes de ahora a los alegres turistas venezolanos de antaño –sin que hayan desaparecido del todo, en cualquier caso-. Hace treinta y cinco años cuando pisé por vez primera Alemania, la universidad en la que trabajaba en Venezuela me enviaba los cheques del salario a la dirección del instituto de la universidad alemana en que me había matriculado. Por Navidad, ese primer año, ya con la gente en vacaciones, me acerqué a la oficina del director a retirar la carta con el cheque.
Al Director, un hombre un poco resabiado con quienes veníamos del Tercer Mundo, le hubiera gustado saber qué es lo que ganaba un profesor en una universidad como de la que yo provenía. Rompí el sobre y sin leer siquiera lo que el cheque reflejaba, se lo pasé. Se quedó de una pieza. ¿De modo que usted gana el doble de lo que me pagan a mí, incluso teniendo en cuenta de que soy el director del Instituto?
Eran los tiempos en los que la reconstrucción alemana no habían terminado todavía.
Eso fue entonces. Si hoy sucediera algo parecido y comparáramos la relación de 50 a 5.000 que es la diferencia proporcional de las jubilaciones de ambos, el director hubiera encontrado completamente razonable la separación de los mundos a los que pertenecemos.
Pero la cosa no solo queda ahí. Pues hoy a mí, con el tiempo de por medio, se me haría difícil llenar los cuarenta y cinco minutos que puede durar una clase para contar algo a un grupo de alumnos que les pareciera interesante. El asunto va con la mudanza de los días. Todo pasa, todo cambia, todo se rompe, dicen los franceses. Y esta vez, a pesar de que no respondan las cartas, no les falta razón. Ni a ellos ni a los españoles que suelen dar también la callada por respuesta.
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Atanasio Alegre, académico y narrador hispano-venezolano. Escribe desde Hamburgo, Alemania.