La mujer del Sr Spock

OMAR PINEDA. Yo me rehusaba acompañarlos. No sé si por timidez o un asomo de cobardía. Pero, cada vez que la rubia de ojos verdes, amplias caderas y labios carnosos que sostenían la boquilla del cigarro como Marlene Dietrich en Lily Marleen, abría la ventana y hacía un ademán que parecía una orden -o invitación- sabíamos que el camino estaba despejado y que debíamos subir. Eso sí, “sin hacer alborroto”, como lo decía con su atropellado español que para mí le daba cierto tono erótico, ya que entre las travesuras nuestras que irritaban a Valkiria figuraba cuando tumbábamos algún adorno, y entonces era justo ahí cuando añadía la “r” creando un nuevo sustantivo. Pasó con Román, por ejemplo, el merideño que tres años después se ahogó en la playa de Naiguatá. Sin querer, Román tiró al piso una pieza de cristal y la furia de la rumana la impulsó a botarnos del apartamento con el infortunio de tropezar en el pasillo con la señora Carmen, la vieja que odiaba a esa “perversa” vecina. Nos castigó con mirada condenatoria, frunciendo el ceño y movimiento de cabeza que se traducía en un “Dios, este mundo está perdido”. Esa mañana doña Carmen entró en silencio aunque iracunda a su casa, lo que le agradecimos porque nos ahorró que sus quejas llegaran a oídos del Sr Spock y esto acabara en tragedia.

 

Desde luego que debo hablarles del Sr Spock, hombre bizarro, cercano a los 38 años, alto, flaco, encorvado. Destacaba por su cabello lacio y una mortecina palidez que servía para inventarle oficios diversos, como empleado de la morgue o gestor en una funeraria, cuando en realidad gerenciaba la joyería Mi Tesoro en uno de los bloques de El Silencio. Ambos tenían la misma edad, pero él se mostraba más viejo que Valkiria porque entre otros padecimientos que debía soportar asomaban las excentricidades de su mujer, víctima de ninfomanía, un trastorno psicológico, según David. Vale acotar que como iniciaba sus estudios de Medicina, todo cuanto afirmaba David sobre dolencias y enfermedades nadie lo ponía en dudas. El rumano recibió el apodo recién mudado al piso 11 del bloque tres. Una ocurrencia de mi hermano quien se fijó en la palidez y en las orejas pronunciadas, como recortadas, producto de alguna deformidad congénita, accidente o castigo del gobierno comunista de su país. A mi hermano le valió ese detalle para cambiar el impronunciable Mikhail Panas por el nombre del extraño personaje –mitad humano, mitad vulcano– de Viaje a las estrellas. Al contrario de su mujer, el Sr Spock hablaba español fluido aunque salpicado con acentos rusos. Más allá de tres veces nunca nos dirigió la palabra. La última fue al encontrarse al Negro de frente. Luis venía de visitar a un amigo y entraba al ascensor cuando salía el Sr Spock. Se miraron y a Luis lo delató el pánico, por lo que el Sr Spock, enigmático y desconfiado, le advirtió que si lo sorprendía a él o a cualquiera de nosotros rondando por su casa le cortaría las orejas y para disipar dudas sacó una navaja suiza, de esas que al pulsar un botón eleva su filosa hoja. Cuando el Negro lo contó nos echamos a reír y alguien especuló que acaso mutilar las orejas constituía el mayor castigo en Vulcano, pero eso nunca lo pude comprobar, pese a ser un fanático empedernido de esa serie televisiva.

A lo que voy. Un martes en la mañana salía de casa y debido al hábito de mirar a su ventana observé que la rumana andaba ligera de ropa y oteaba como ave depredadora. La saludé pero ella no se conformó con el gesto, y me instó a subir. Hasta ese instante, yo había disfrutado en grupo del espectáculo que nos ofrecía en la sala, de manera que la invitación me trastocó. Vale la pena aclarar que nuestro entretenimiento con Valkiria no excedía más allá de lo visual. A la rumana le bastaba con improvisar un strip-tease en la sala ante unos adolescentes atontados y apretados en el sofá para satisfacer sus deseos. Con verla nos parecía suficiente y tras saborear cada parte de su voluptuoso cuerpo nos marchábamos. En esta ocasión, según mis insanos pensamientos, creía que se trataba de un encuentro cuerpo a cuerpo. Ya lo dije: sentí frío porque subiría en solitario y porque no me sacaba de la mente la navaja suiza del Sr Spock. Pulsé el botón del ascensor y esperé. Era tanto mi aprensión y las dudas giraban en mi mundo ilusorio que tuve la impresión de que el ascensor no llegaba nunca. Ya dentro me otorgué unos instantes para revertir mi decisión, como esos apostadores que al último segundo mueven la ficha a otra casilla mientras la ruleta gira y pierde velocidad, casi a punto de parar. No hizo falta tocar el timbre. Valkiria había calculado mis pasos y abrió llevándose el índice a la boca. «contigo querría hablar», dijo la mujer, firme, decidida, con esfuerzo por hacerse entender, mientras yo me recreaba en sus labios, pensando en la dulzura que ocultaban sus besos, sintiéndome como si me asomara a una baranda del cielo. “Quiero separrarme de Mihail, y ustedes me van ayudar a esconder”, dijo y boicoteó mis insanos pensamientos aunque me premió con su sonrisa.

Por supuesto que me alarmé. Se supone que yo tenía como misión esa mañana pagar el recibo del teléfono, y no subir once pisos para anotarme en una peligrosa aventura. No dije nada, porque apenas dejó ver una de sus piernas detrás de la bata rosada mientras su voz se partía por la aflicción hasta hacerse remota, y yo me desubiqué. Cuando recuperé el aliento quedé en darle respuesta al día siguiente. Esa noche reuní al grupo y expuse si llamado de auxilio. Obligados por la fatalidad de hacer algo y compensar las tardes deliciosas que nos brindaba, urdimos un plan para ocultarla en algún sitio. En medio de los titubeos, Juan Ramón asomó una solución: que se quede en casa de mi novia, pero déjame ver cómo se lo digo a Diana.

Entretanto, inmersa en un estado de paroxismo y a espaldas del marido, Valkiria nos contaba día a día un capítulo terrorífico de su vida en los que acentuaba la crueldad del Sr Spock, hasta ahora un hombre de apariencia tranquila pero extremadamente malvado y peligroso. Tras oír tales confesiones tuve la impresión de que cada uno de nosotros salía de ese apartamento con la sensación de estar a punto de perder, al menos, las orejas. Pasaron los días y los intentos desesperados por mantener viva la llama erótica de Valkiria se diluyeron lentamente. Ahora pensábamos en cómo salvarla, al tiempo que nos preguntábamos si lo que nos había contado era verdad. Fue así como la rutina de esperar la señal, subir y acomodarnos en el sofá para verla bailar fue sustituida por la planificación de una acción temeraria para la cual ninguno estaba preparado. Uno de nosotros –ahora no recuerdo quién– quedó en subir y notificarle que la operación de rescate se haría el miércoles a las 11 de la mañana. Hasta ese día no visitaríamos su casa.
La semana anterior al día D respiramos a la sombra del miedo. De hecho, evitábamos al Sr Spock cuando su Volkswagen azul aparecía en la entrada de la calle. La prohibición autoimpuesta de no visitarla más para evitar que fracasara la huida de Valquiria nos obligó a suspirar bajo una estela de recuerdos de las horas placenteras que ya no volverían. Entonces llegó el miércoles, y hasta los que trabajaban –Alfredito y el Cumanés– apelaron a una excusa para faltar. Recuerdo que nos reunimos en la iglesia, como creyentes que han unido sus almas al peligro. Salimos decididos a cumplir nuestra misión, pero ¡oh, milagro!: como enviado por el destino apareció José Luis para darnos la noticia: acaban de asaltar la joyería Mi Tesoro y dos personas han muerto. Una de ellas es el Sr Spock. “¡Coño!” dijo alguien y otro agregó «¡se nos cayó el plan!». Aún así subimos a casa de Valkiria, bien para darle tan infausta noticia, si es que no lo sabía, y preguntarle qué hacer ahora. Pero, por más que tocamos a su puerta con una insistencia que irritó a la vieja Carmen, nadie abrió. Bajamos meditabundos, asustados, y cada quien se fue a lo suyo, con el juramento de no mencionar más del tema. Pero sucedió algo todavía más inesperado: Valkiria había desaparecido y su apartamento debió ser sellado por la Policía. En cada incursión los detectives de la Judicial salían con objetos “para la investigación”.
El caso de Valkiria y del Sr Spock quedó arrimado para las anécdotas y comentarios en las esquinas, si es que alguien le apetecía contarlo. Ahora, a pesar de que han transcurrido muchos años no es tarea fácil reconstruir los hechos paso a paso. Solo les diré que, años después, un viernes en la noche entré a un bar de Chacao con tres compañeros del periódico, y para mi sorpresa ahí estaba Valkiria. Mantenía el mismo glamour y la misma sensualidad en el arte de sostener la boquilla del cigarro pero había envejecido de forma vertiginosa. Para fortuna de mis evocaciones nocturnas, conservaba todavía el esplendor de sus ojos verdes. Una vez sentados frente a una ronda de cervezas, noté que me observaba. Para engañar al grupo fingí que iba al baño y me acerqué para saludarle en la esquina de la barra. ¡Valkiria!, le dije con una explosión de alegría irrefrenable, como la del niño que ha hallado el juguete que daba por perdido. Ella no habló, ni respondió al saludo. Le bastó con tomar mi mano, acariciarla y llevarla a su pecho, casi de un modo maternal, convirtiendo ese sencillo gesto de reencuentro en la mayor expresión de soledad que creo haber sentido de alguien que, a pesar de su belleza, nunca llegó a ser feliz.
Omar Pineda es periodista venezolano. Reside en Barcelona, España

 

 

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