GINNA MORELO / Unidad de Datos de EL TIEMPO
Naycore Gallando salió de Venezuela hacia Perú. Su experiencia duró siete días. Es así como Venezuela pierde a sus nacionales en lo que se considera la primera migración masiva en toda su historia. Durante siete días acompañamos a los migrantes que toman la ruta para huir a Lima en busca de trabajo, comida y medicinas
PRIMERA ESTACIÓN: VALENCIA, VENEZUELA
“¡Aquí no se habla mal de Chávez!” La frase está escrita en las calles. Y nadie habla, ni para bien ni para mal. Desde que se cruza la frontera en San Antonio, aparecen los letreros del régimen. Advertencias concretas que de violarse, son castigadas. .
En Valencia, estado de Carabobo, Naycore Gallango, instrumentadora quirúrgica de 37 años, empaca sus uniformes de enfermera, ropa, zapatos, una batidora eléctrica, dos libros de cocina, un budare para hacer arepas y dos bolsas de harina pan.
En un morral negro guarda todos sus documentos legalizados, apostillados y el pasaporte cuyo trámite le costó 100 dólares, unos 21 millones de bolívares. Si un venezolano tuviese todo ese dinero en el banco, sacarlo le implicaría ir 215 veces a la entidad financiera, porque solo pueden retirar hasta 100.000 bolívares al día.
Es morena y alta. Fue modelo de ropa. Vive con sus tres hijos, su esposo y su madre en un apartamento. “Todavía falta algo”, le dice su madre, también enfermera. Termina de coser los bolsillos falsos en las pretinas de los pantalones de Naycore, para que esconda los dólares.
Runaylis, de 17 años, Róger de 7 y Ronald de 6 se abrazan a la abuela mientras ven alejarse a su mamá por el pasillo de la estación. Ella lleva un pantalón blanco y una camiseta tipo polo gris. El adiós es temporal. “Nos veremos dentro de dos meses”, dice. Sube las escalinatas del bus. Deja en suspenso su pasado.
Ella viaja con José Servén hasta Cúcuta. Lo conoció por una página de Facebook: “Venezolanos en Perú”. Él encontró una forma de empleo en la creciente crisis migratoria. “Acompaño a los viajeros, me aseguro de que no se queden en Colombia y por eso me pagan”, dice.
A Colombia han entrado 550.000 venezolanos. No hay certezas de que Migración cubra el subregistro de los que están en tránsito y no encuentran empleo. Naycore estuvo del 30 de julio al 1.º de noviembre del 2017 en Medellín con su esposo y los dos hijos menores, pero no consiguió trabajo.
Naycore y José abordan el autobús de Valencia hasta San Cristóbal a las 4:00 de la tarde del martes 30 de enero. Doce horas tardará el recorrido. Se cuentan sus vidas en voz baja. Él es un joven casado, con dos hijos que alimentar. Vive en un país que se derrumba a pedazos. La primera noche del que será un largo recorrido ella llora. A ella la vencen el cansancio y la rabia contenida.
SEGUNDA ESTACIÓN: SAN CRISTÓBAL, VENEZUELA
Los billetes son un juego para los abuelos en San Cristóbal. No alcanzan para nada más que para entretención. Foto: Diego Pérez, El Tiempo.
La terminal de San Cristóbal, capital del Táchira, es un muladar. De la ciudad comercial habitada por cientos de colombianos que hicieron dinero y compraron propiedades en la época del bolívar fuerte, queda poco. Los almacenes cierran a las 4:00 p.m. En el parque central dos ancianos juegan cartas con 300.000 bolívares. Ese dinero no alcanza ni para un cartón con 30 huevos.
En las paredes de los edificios se lee “Diálogo es traición”. Es la advertencia de la oposición más radical a los intentos de tender algún canal de comunicación con Nicolás Maduro y el gobierno. La guardia que se moviliza en una patrulla impide tomar la foto. El Gobierno expidió una ley del odio que, dicen en las calles, solo aplica para enjuiciar a quienes están en contra del gobierno.
En los barrios hay decenas de casas con avisos de se vende. Los precios se han desplomado y una casa o apartamento cuesta 4 veces menos que su valor real. La crisis obliga a los migrantes a abandonar sus propiedades y a quienes ven en ello una oportunidad, a comprarlas. Una experiodista que se dedica al negocio de bienes raíces cuenta que sus mayores clientes pagan en dólares. ¿Inversión a largo plazo?
Los perros no ladran, están flacos y sarnosos. El muchacho que vende café en la terminal de transportes se queja porque nadie le compra. Los hombres de la guardia apuntan con linternas directamente a las cabezas de los viajeros acurrucados debajo de cobijas de superhéroes.
Son las 4:00 de la madrugada del miércoles 31 de enero y salieron de la terminal de San Cristóbal 13 buses con destino al paso fronterizo en San Antonio. En uno abordaron Naycore y José. Ella comienza a notarse nerviosa.
Hace frío. La migrante se pone un gorro de lana de alpaca y recuesta su cabeza en la ventanilla del bus. El recorrido dura una hora y durante ese tiempo hubo que sortear tres retenes de la guardia venezolana. Algunos billetes fueron a parar a los bolsillos de los uniformados.
TERCERA ESTACIÓN: PASO FRONTERIZO, VENEZUELA-COLOMBIA
Miles de venezolanos huyen de su país a diario y atraviesan el puente Simón Bolívar en la frontera con Cúcuta. Mirada al piso y silencio caracterizan la marcha de tristeza.
Los que están en el paso fronterizo llevan el desconsuelo tatuado en la piel. Son las 5:00 de la madrugada. Está amaneciendo, pero la luna aún acompaña a los migrantes a hacer una ordenada fila, larga. Avanzan lentamente hasta la ventanilla donde sellan el pasaporte de salida de Venezuela. Naycore enfrenta la mirada escrutadora del guardia que a esa hora come arepa y toma café. Tiene regadas migajas en su barba escasa.
A los lados de la fila hay tantos hombres del Ejército como migrantes. Dos guardias conversan. “Míralos, se van del país a encontrarse con la pobreza”, dice un uniformado. El compañero lo mira desconcertado. Ellos también sobreviven en medio de una inflación que supera el 2.500 %.
Los migrantes avanzan despacio con la cabeza gacha por el puente Simón Bolívar.
– No mires a la guardia– le dice un muchacho a Naycore.
– ¡Ey tú!, papeles– le grita un guardia a un chico que lleva la gorra del tricolor y las estrellas. Una mujer que va a su lado le suelta la mano y acelera el paso.
– No hay que voltear atrás, es mejor no hacerlo. Él se las arreglará – dice la muchacha. Es su novia.
El sol despunta y el paso fronterizo está abierto a partir de las 6:00 de la mañana. La modalidad de la migración es por turnos. Cada 4 o 6 meses sale un miembro de la familia a trabajar a cualquier país. Vuelve con dinero y con lo del tiquete para el que sigue en la lista.
Los que cruzan el puente dicen que se van en busca de comida. “En Valencia no podías dejar el apartamento solo. La gente entraba y asaltaba las neveras”, cuenta Naycore.
¡Guayaquil, Lima, Santiago, Buenos Aires! Los gritos ofreciendo tiquetes reciben a los migrantes del lado fronterizo colombiano. Carlos Ozuna lleva aretes negros y tiene ojos verdes. El catire venezolano ofrece tiquetes a todas las capitales de América Latina. “Todo es mejor que Venezuela, el país de mis padres ya no es el mío”.
José, el agente viajero informal que acompaña a Naycore, ya tiene todo bajo control. Paga los 130 dólares que cuesta el tiquete a Guayaquil y la acompaña a sacar el sellado del pasaporte en Migración Colombia. Es una turista en tránsito.
La flota despacha desde una casa de dos pisos. En la segunda planta hay dormitorios y baños revolcados. A las 8:30 a.m. las bocinas alertan los despachos. Llaman a cada pasajero para firmar la póliza de seguro y exigir el pago de $2.000 por una estampilla, unos 80 centavos de dólar. Marcos Romero, de 58 años, le dice al despachador: “Pana, solo contaba con los 110 dólares del tiquete hasta Tulcán, Ecuador. Ayúdame”. El despachador colombiano lo insulta con la mirada. Una mano caritativa le pasa un billete de $ 2.000 a Marcos y le dice: “No se preocupe”, páguele para que no pierda el bus”. “Gracias catira. En todos lados hay ángeles”, responde él.
La flota le reconoce a José $ 25.000 de comisión por vender el tiquete de Naycore, unos 9 dólares. Él también quiere irse a Guayaquil pero debe reunir 1.200 dólares para los tiquetes de sus dos hijos, su esposa y los trámites de pasaporte. Necesita por lo menos 130 clientes más.
Naycore Gallango, enfermera, deja atrás a su país. En territorio colombiano comienza la construcción del sueño por un mejor futuro para sus tres hijos.
CUARTA ESTACIÓN: PUERTO BOYACÁ, COLOMBIA
Los migrantes han recorrido 476 kilómetros entre Cúcuta y Puerto Boyacá, que se suman a los 680 km andados desde el martes 30 de enero cuando Naycore partió de Valencia. Son las 10:00 de la noche del miércoles 31 y la mujer está mareada, llorosa, no le provoca comer. Se toma el tercer analgésico para el dolor de cabeza y el segundo para el mareo. Pide un caldo de costilla y apenas si lo prueba. Comienza a hablar.
“Un día mi hijo Ronald me hizo una pataleta porque no quería plátano sancochado. Me preguntó cuándo iba a comer arepa otra vez, pues. Otro día el más pequeño, Róger, me dijo –¿Mamita, cuándo vas a volver a hacer una gelatina de colores con crema de leche?–. Runaylis me contaba todos los días que se estaba quedando sin compañeros de clase, sin profesores. Una noche le dije a mi esposo, –Gregorio, me voy a buscar un mejor futuro sin tantas privaciones para mis hijos–”.
Naycore estudió el bachillerato en Valencia, hizo la licenciatura en Enfermería en la Universidad Rómulo Gallegos en San Juan de los Moros, capital del Estado Guarico, y un diplomado en instrumentación quirúrgica en la Universidad de Carabobo. Le siguió los pasos a su madre, quien le ha dedicado 38 años de su vida a la enfermería. “Ella hizo de mí lo que soy, y también mi esposo, cirujano”.
Gregorio llegó a la vida de Naycore luego de dos matrimonios. Él tiene cuatro hijas, una migró a Miami, dos viven en Medellín y una se quedó en Caracas porque su esposo es piloto y gana en dólares.
El conductor del bus grita: “Vamos a saliiiiirrrr”. Naycore se apresura al baño a lavarse la cara, se sienta en la silla 27, cierra los ojos. Se le quitaron las ganas de seguir conversando.
El amanecer del jueves 1º de febrero llega entre lomas. A lo lejos titilan cientos de luces. “¿Por dónde vamos?, pregunta. El paso obligado es Pereira y de ahí rápidamente a Cartago, Valle. Saca el teléfono celular y toma fotografías. Está de mejor ánimo y pregunta si estamos cerca de la tierra de la salsa, justo cuando pasamos por los cañaduzales. A ella le gusta bailar, cuenta.
El desayuno en el autobús es a base de galletas festival y gaseosa. Manuel Ortiz, ayudante del autobús de placas XVO-752 de Floridablanca, informa que se detendrá en Santander de Quilichao, y que para eso faltan unas tres horas. El eco del cansancio se oye en el bus.
El pasajero de al lado, Luis Valero, se quedó sin carga en el celular. “¿A usted le funciona?”, pregunta. Quiere hablar, necesita hablar de algo tras 24 horas de viaje entre Cúcuta y el Valle. Luis pregunta sobre Colombia, cuánto es el salario mínimo, si es fácil o difícil conseguir empleo. “Tengo un primo en Barranquilla, pero me dice que la cosa es dura, entonces mejor voy a probar suerte a Quito”, dice.
Tiene manos grandes y piernas largas que no logra acomodar en el espacio limitado entre los asientos del bus. Pregunta qué hora es. Tiene dos hijos que se quedaron en Barinas junto a la esposa. “No tenía otra opción”. Luis cuenta que sabe oficios varios. Se queda callado un rato, respira y se descarga: “Fui de la guardia, pedí la baja, no me la dieron pero me salí a probar suerte. Si seguía allí me iba a morir no solo de hambre, sino de pena moral”.
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Colombia le ofrece a Naycore un contraste paisajístico bello, pero no calma su tristeza, su cansancio por ser una migrante más que sale de una nación que se cae a pedazos. Foto: Diego Pérez, El Tiempo.
A las 11:00 de la mañana el autobús arribó a Santander de Quilichao, Cauca. Los migrantes bajaron agotados. No habían probado bocado desde la noche anterior. El conductor del bus repartió unas fichas para el almuerzo y advirtió que también les servirán para tomar las duchas.
Naycore y Daniela Hernández, una tatuadora de 23 años que va a Machu Picchu, Perú, entraron al primer cuarto. El dueño del hotel ordenó: “Se duchan rápido y se cambian sin demora. Hay unas camas, pero no para que hagan siesta ni dejen reguero”.
“Hay pollo frito y carne”, les ofrece la mesera. Marbelis Graterol, ingeniera informática de 26 años, abrió sus ojos. “Hace mucho no como pollo. Eso en Venezuela es un lujo”. Tiene una hija de 3 años, Giselle. “Ella me habla por teléfono y me pregunta –¿mamita estás trabajando?–“. Leonardo Pineda, ingeniero mecánico de 25 años y Naycore, se miran con tristeza. “Tengo hambre, pero me cuesta comer sabiendo que atrás dejé a mi familia sin comida”, dice Leonardo.
QUINTA ESTACIÓN: PASTO, COLOMBIA
35 migrantes venezolanos, un ecuatoriano y dos colombianos han recorrido 1.000 km. A las 10:00 de la noche del jueves los primeros tres venezolanos llegan a su destino final, una ciudad fría, Pasto.
Ehileris Vargas, de 23 años, está embarazada, recoge su almohada y levanta la mano en señal de despedida. La siguen su esposo, Francisco Araújo y su cuñada Milagros Torres, de 39 años, oficinista, madre de 3 hijos.
En Pasto tienen una amiga que los espera. Migraron porque temían que Ehileris no recibiera una buena atención a la hora del nacimiento del bebé. “En Los Teques, Miranda, no hay hospitales o clínicas que tengan medicinas. Si quieres atención tienes que llevarle al médico desde una jeringa hasta un antibiótico. Y no hay de dónde sacar la plata para comprar eso”, dice la chica, quien antes de quedar embarazada trabajaba como secretaria.
Milagros mira en el teléfono celular las fotos de sus hijos. Se seca las lágrimas. “Qué difícil es pensar en el futuro”. Sale del bus. Las miradas de los migrantes que a esa hora estaban despiertos se dirigen a la ventana para observarlos hasta que se suben a un taxi que arriba al paraje de niebla y montaña donde se encuentran.
El conductor arranca y se escucha un grito: “¡Esperen esperen, falta la chama embarazada, esperen!”. La frase es de un pasajero que iba dormido, se levantó aturdido, vio sillas vacías y recordó a la embarazada. “Cálmate pana, ellos se quedaron en esta ciudad colombiana en donde seguro encuentran lo que se nos perdió a nosotros en Venezuela”, respondió José Aranque, chef.
SEXTA ESTACIÓN: RUMICHACA, FRONTERA COLOMBIA – ECUADOR
Una larga fila espera a los migrantes al cruzar de Colombia a Ecuador. La guardia es hostil. “Hagan la fila, no están en su país”, les dice un policía ecuatoriano. «Hasta aquí llegamos nosotros. Entréguenme los pasaportes”, dice el ayudante Manuel Ortiz. Todos se asustan. Va a sellar los pasaportes.
Uno a uno los migrantes comienzan a bajar. El conductor, Miguel Mantilla entrega los equipajes.
Los cambistas de moneda se acercan con los fajos de dólares a ofrecer cambio. Los migrantes han pasado de bolívares a pesos colombianos y ahora a dólares ecuatorianos. Isaac Castro, de 64 años, de Manta, el único ecuatoriano que venía en el bus, sugiere que lo mejor es ir a una casa de cambio.
– Él tenía razón, allí me cambiaron a 2.850 – les cuenta a los migrantes María Mella, venezolana. Va a Santiago de Chile.
Los pasaportes llegan media hora después y los migrantes atraviesan de noche el puente internacional. “Bienvenidos a Ecuador”, dice el aviso. Los recibe una fila con 376 venezolanos que esperan el sellado. Bebés, mujeres, adultos y ancianos están arropados desde la cabeza hasta los pies. Por el acento, todos son venezolanos. “Dios mío, Venezuela va a quedar como un país fantasma”, dice Naycore.
– El salario mínimo mensual es una burla, chama, habla Yunaira Martínez en la fila.
– Pero el Gobierno dice que todo está bien, que nadie sufre. ¿Y entonces por qué nos vinimos a aguantar frío y a probar suerte? Seguro lo inventamos, dice Luis Valero.
Dos venezolanas caminan al baño. “No te preocupes, ya vendrán y pronto estaremos trabajando como me lo dijo el hombre del que te hablé”, menciona la rubia de ojos verdes, alta. La otra luce luce nerviosa. La señora que asea y cobra 25 centavos de dólar por persona, interviene:
– ¿Y qué trabajo les prometieron?
– Primero vamos a Quito. Luego nos dirán qué ciudad del mundo ofrece trabajos bien pagos– responde la rubia.
– Tengan cuidado, a las venezolanas bonitas se las roban, les dice la señora del aseo.
La más joven, delgada, morena, de cabello castaño y largo, palidece.
Las muchachas se reincorporan a la larga fila de migración.
A las 12:00 de la noche Naycore llega hasta la ventanilla de sellado del pasaporte. La temperatura es de 3º C. No hay café. Hay que esperar otros 30 minutos hasta que comiencen los despachos a Tulcán.
SÉPTIMA ESTACIÓN: TULCÁN, ECUADOR
“Te amo”, le dice la chica a su compañero. El cansancio los vence. El frío golpea duro a todos los venezolanos que comienzan su periplo por Ecuador. Foto: Diego Pérez, El Tiempo
La primera imagen que tienen de Tulcán es la de cientos de compatriotas que huyen como ellos. No hay espacio dónde acomodarse. El frío es intenso y los ayudantes de buses, hostiles. Un ecuatoriano que trabaja en la terminal cierra el baño. “No lo voy a abrir porque lo dejan sucio. Ellos no están en su país”, señala a los venezolanos.
En Tulcán se fragmenta el grupo de los 35 migrantes. 19 van a Lima, Perú; 8 se quedan en Ecuador; 3 van a Buenos Aires, Argentina y 2 a Santiago de Chile.
Una mujer que vende tiquetes dice que el trasbordo de la flota que llevará a los ocho migrantes de Tulcán a Quito se fue y regresa más tarde. Tardó cinco horas. Durante ese tiempo los migrantes se acomodaron en el piso y en las pocas sillas vacías. La despachadora de buses a quien se le consultó sobre la hora de partida simplemente se encogió de hombros.
A las 5:30 de la madrugada 8 de los migrantes abordan el bus a Quito. Pelean los cupos con otros venezolanos que llevaban 2 días con los huesos entumidos del frío, esperando salir de Tulcán. Por la Panamericana anduvieron 244 km y solo hubo una parada, al baño.
En Quito se quedó Luis, el exguardia. “La patria es grande, como decía Bolívar”, menciona. A Guayaquil solo van Naycore y cinco más.
OCTAVA ESTACIÓN: GUAYAQUIL, ECUADOR
Gustavo, hermano de Naycore, la recibe en el terminal de Guayaquil. Llegó allí hace seis meses. A la fecha de esta publicación volvió a emigrar, esta vez a Santiago de Chile. No ha podido reunir dinero para ayudar a su esposa e hijos. Foto: Diego Pérez, El Tiempo
A las 9:00 p.m. del viernes 2 de febrero Naycore llega a Guyaquil. Se funde en un abrazo con Gustavo César Gallango, su hermano mayor, de 41 años, que emigró en busca de sustento para su esposa y cuatro hijos. Llueve fuerte en Guayaquil.
Gustavo no ha llevado una vida buena en Ecuador. Llegó hace 6 meses, consiguió trabajo como soldador, ahorró para comprar herramientas y lo robaron. “Me voy a Santiago, un compadre dice que pagan mejor”. El pasaje a Chile cuesta 250 dólares. Si acredita su discapacidad, tiene una prótesis en la cadera, obtendrá una rebaja del 50 %.
Se va con Naycore a su reducida habitación en la pensión. La muchacha quiso comprar su tiquete esa misma noche para irse a Lima, pero no había cupo. Acomodan las maletas en una esquina del cuarto, tiran una colchoneta en el piso y hablan hasta dormirse. Naycore está agotada, triste. Apenas si es consciente de lo ruda que puede ser la vida que le espera.
Amanece. Es un sábado húmedo. Naycore se lava con un menudo chorro de agua en un baño desvencijado que comparten todas las personas de la pensión donde vive Gustavo. Se cambia de ropa, toma sus maletas y sale a la terminal de transportes de Quito. “No puedo quedarme más manito”. Le habla y le toca la cara con cariño.
La terminal de buses de Guayaquil es un hervidero humano. Las empresas de transporte no dan abasto para los cientos de venezolanos que se acercan a comprar tiquetes a Tumbes, Perú, línea fronteriza con Ecuador.
“La clave es llegar ahí para tomar la ruta a Lima, chama”, le explica un profesor de natación de Caracas a Naycore. Se asume un migrante del mundo. A comienzos del año 2000 se fue a Madrid, de ahí regresó a Caracas creyendo en el sueño bolivariano de la igualdad, pero cuando el hambre comenzó a tocar a su puerta de hombre soltero, emigró. “Ahora estoy aquí con tan solo 150 dólares en el bolsillo, rogando pa’ que me alcance hasta Lima”, cuenta y se sonríe.
Doce dólares cuesta el pasaje de Guayaquil a Tumbes, son 270 km más de recorrido para luego sumarle otros 1.270 km hasta Lima. Un hombre alto, de Maracaibo, acapara la taquilla con una bolsa de pasaportes en la mano. Compra los tiquetes de todo un bus.
– Tenemos que cerrar hasta que nos informen sobre la disponibilidad de otro bus– anuncia la señora guayaquileña de ojos rasgados, robusta, de pelo negro y pequeña estatura.
La paciencia se esfuma a las 10:00 de la mañana en la fila de la terminal. Los pasajeros se rebotan. A las 11:00 retorna la esperanza.
– El próximo autobús a Tumbes sale a las 3:00 de la tarde para los interesados – dice la despachadora.
El júbilo se nota en las caras de los viajeros cansados. Gustavo está triste.
– Ten estos 100 dólares manita. Llévatelos a Lima que los vas a necesitar – dice Gustavo.
– Pero tú también necesitas plata. Yo veo que la estás pasando muy mal – responde Naycore.
– Esta semana me va a salir una buena paga por un trabajo grande que hice. Llévatelos que a las mujeres de verdad les toca más duro. Yo lo he visto. Yo sé por qué te lo digo.
– Yo te voy a ayudar. Ya verás. Cuando les dije a todos que me venía, nuestro hermano menor me dijo: “vete, tú eres mi esperanza”.
– Sí, porque en Venezuela no hay esperanza, chica, hay que salir a pescarla afuera. El régimen no quiere al pueblo– dijo Gustavo.
La conversación la interrumpe Naycore, mira el reloj y sabe que llegó la hora de despedirse. Caminan hasta el parqueadero de donde sale el bus. Ya no recuerda cuántos abrazos ha dado desde que salió de Valencia. Primero a la familia, luego a los amigos hechos a lo largo del viaje y ahora este con su hermano cargado de incertidumbre y dolor.
NOVENA ESTACIÓN: TUMBES, PERÚ
Naycore va al que será su último destino, Lima. Se despide cansada, pero confiada de conseguir un trabajo. Foto: Diego Pérez, El Tiempo. En el bus un chico alto, rapado, luce ansioso. Se levanta varias veces durante el trayecto. Va al minúsculo baño del bus, solo para hombres, y se tarda. Lleva audífonos. Le pregunta al videógrafo cuánto cuesta la cámara. Se sienta, cierra los ojos para dormirse. No lo logra.
Durante una hora el autobús se pasea entre montañas andinas cubiertas de niebla. El agua cae por las laderas. En las curvas cerradas se observan, al costado derecho, precipicio y al izquierdo, plantas enormes de hojas verdes y brillantes por el agua que las baña.
El chico rapado grita:
– ¿Cuánto falta pa’ llegar a Tumbes?
– Cuando el paisaje cambie de verde a café– le responde el ayudante del bus.
El videógrafo ató su mochila a la pierna derecha y cerró los ojos.
El paisaje comienza a tornarse desértico. “Bienvenidos a la frontera – Huaquillas, Ecuador, Tumbes, Perú”. El aviso recibe a los migrantes.
Casi todos van a hacer la fila en la oficina de sellado de pasaportes. Otros van al baño. Los policías que requisan el bus se quedan conversando con el conductor.
Tres venezolanos entre los que está el chico rapado dialogan a un lado del bus:
– ¿Tú fuiste al baño?
– Sí, pero no hice nada
– Yo me cagué un poquito, pero me dio susto
El proceso de migración es rápido, todos vuelven a abordar el bus por unos 20 minutos más hasta llegar a Tumbes. En la terminal de buses el chico rapado espera a que todos reclamen sus maletas. Luego le entrega unos billetes verdes al ayudante a cambio de un paquetico.
La frontera en Tumbes, al noroeste de Perú, es tierra de nadie, relatan los cambistas que se amontonan en un pasaje central y guardan en sus bolsillos billetes de dólares y soles. “No aceptamos bolívares”, dice uno de ellos mientras le cambia a Naycore.
Naycore compra el tiquete a Lima en una empresa que no promete aire acondicionado ni wifi, ni conectores para recargar celulares. En el parqueadero viejo y sucio se escuchan cumbias. Tres mujeres de labios rojos y faldas ajustadas le sonríen al chico rapado y a sus amigos. Lucen más relajados. No compraron el pasaje de 43 dólares a Lima. “Lo más duro ya pasó, ya casi coronamos”, dijo uno de ellos.
Naycore se agacha para ordenar una maleta que ya está ordenada. Saca su pasaporte del bolso. Lo vuelve a guardar. Frota sus manos. Por fin acepta despedirse de los periodistas. Le tiembla la barbilla. Está a más de 2.900 kilómetros de su casa y la batalla para traer a su familia lejos del infierno apenas comienza. “Los sueños a veces duelen”, dice.
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LOS 35 MIGRANTES
19 VIAJARON CON DESTINO A PERÚ:
Carlos Aguayo, 14 años, estudiante
María Aguayo, 16 años, estudiante
Francisco Pérez, 18 años, bachiller
Jonathan Berríos, 20 años, estudiante de deportes
Jonathan Chourio, 21 años, sicopedagogo
Luis Guillermo Carrero, 21 años, bachiller
Víctor Prada, 22 años, ingeniero mecánico
Javier Romero, 23 años, estudiante de ingeniería
Daniela Hernández, 23 años, tatuadora.
Nelson Padrón, 28 años, técnico en refrigeración
Diego Fernández, 30 años, licenciado en educación
Édgar Rosales, 32 años, instructor de karate
Alexis Vega, 33 años, bombero profesional
Alexis Caldete, 35 años, mecánico
José Villegas, 35 años, ingeniero mecánico
Naycore Gallango, 37 años, enfermera
Miguel Garai, 51 años, chofer
José Luis Illeascas, 54 años, vendedor de gas
Marcos Romero, 58 años, conductor
7 VIAJARON CON DESTINO A ECUADOR (QUITO O GUAYAQUIL):
Marelbi Graterol, 26 años, ingeniera informática
Leonardo Pineda, 25 años, ingeniero mecánico
Luis Valero, 33 años, policía
Roberto González, 36 años, comerciante
Yunaira Martínez, 34 años, operadora de despacho en PDVSA
Antoni Godoy, 20 años, licenciado en idiomas
Rebeca Brizuela, 40 años, costurera y su hija Daire Mesa, de 9 años
3 VIAJARON CON DESTINO A BUENOS AIRES, ARGENTINA:
Luis Carrero, 21 años, estudiante de ingeniería
Gleiber Salcedo, 29 años, dueño de un bar
José Araque, 21 años, estudiante de ingeniería y chef
3 viajaron con destino a Colombia:
Ehileris Vargas, de 23 años, embarazada
Francisco Araújo, oficinista
Milagros Torres, de 39 años, oficinista
2 viajaron con destino a Santiago de Chile:
María Mella, 38 años, ingeniera de procesos
Ruth Rondón, 29 años, cocinera
@ginnamorelo / unidaddedatos@eltiempo.com
Publicado en www.eltiempo.com