ADRIÁN LIBERMAN
De un tiempo para acá, cada vez que alguien sobre mi diván me dice: “tengo algo que contarle”, doy un respingo y me preparo a escuchar que se va del país. Este hecho de la clínica, no por frecuente ha dejado de sobresaltarme. Me he preguntado muchas veces por esto del sobresalto. Me he planteado si no debería haber logrado desarrollar alguna suerte de “callo psicoanalítico” frente a ello, pero queda como tarea pendiente. Pienso en A., quien aceptó un cargo muy inferior al que tiene dentro de la transnacional en la que trabaja con tal de irse. O en B., que me relata como en su empresa contrataron un “head hunter” para sustituir a los que se van y aún así no contienen la hemorragia de personal.
DOLOROSA RUTINA
Esto que se ha vuelto dolorosa rutina me lleva a preguntarme ¿qué es lo que le ocurre a un país para que tanta gente decida irse?
Es decir, intentaré una comprensión del país desde mi experiencia clínica, que al fin y al cabo son pocos casos, si se les contrasta con la totalidad de la población. Me permitiré un acto de osadía, aunque hace rato que insisto que a todos nos iría mejor si los psicoanalistas locales fueran más osados.
Sostengo que la emigración es una respuesta subjetiva a una mutación del objeto común llamado país, al tejido de relaciones y relatos que conforman una vivencia de pertenencia que comparten todos quienes habitan Venezuela, psicoanalistas incluidos. Esta mutación pertenece al orden de la catástrofe que es diferente al trauma o al acontecimiento y que produce la vivencia de destitución subjetiva. Quien llega a la conclusión de que debe irse es alguien para el que el país ha dejado de ser un lugar que lo contiene, que le ampara y permite la eclosión de sus proyectos vitales. Es catástrofe entre nosotros, porque se le siente como violencia, como efecto desbordante y desconcertante que implica pérdidas de todo tipo. “Escuálido, enchufado, apátrida” son algunos de los significantes que jalonan los relatos de esta violencia. El relato del analizando que se dispone a emigrar está jalonado por un inventario de pérdidas, entre dos aguas sobre la perplejidad y la sensación de un cambio catastrófico que no se comprende bien pero que se siente agresivo. Esta agresión que se siente venir desde afuera, desde un país que no lo quiere, arropa al emigrante en análisis y al analista, en tanto el análisis es una relación social, que tiene lugar en un tiempo y un marco determinado. Pero que se ve en el emigrante que no está en análisis también. Si esta comprensión se restringe al emigrante en análisis se escamotea la principal tarea pendiente del psicoanálisis venezolano, la de hacerse un acervo intelectual con presencia deliberadamente activa en la cultura nacional.
EXPORTACIÓN DE DESESPERADOS
Enfatizo la relación entre emigración y violencia, pues el desarraigo es un castigo, no en vano en la Antigüedad el destierro era una pena severa.
¿Por qué un país acostumbrado a recibir desesperados ahora los exporta?
Considero que algunas claves de la mutación catastrófica está en algunos elementos que ni de lejos agotan el tema:
El más cercano a la conciencia consiste en que hay dos mitos, dos elementos del relato que nos hicimos de nosotros que no pueden sostenerse más, salvo una peligrosa escisión. Estos son “Somos ricos” y “Somos felices”. La adecuación de ambos a la realidad se contradice con las vivencias diarias. El primero puede resumirse como que hemos descubierto la distancia abismal que media entre caminar sobre un mar infinito de petróleo y construir prosperidad para todos basado en ello. El segundo, por los 25.000 asesinatos anuales que jalonan nuestros días que junto a otras maneras de violencia amenazan con que la depredación sea la forma de vinculación privilegiada entre nosotros. Si el colapso de estos relatos no bastasen por sí mismos para explicarnos los motivos de la emigración, podemos agregar el del nacionalismo como síntoma agregado en el último tiempo. Como el emergente que ayuda a que tantos tengan al Aeropuerto de Maiquetía como lugar de inicio de fantasías de renacimiento de todo orden.
El nacionalismo es la afirmación de pertenencia a un lugar, pueblo, costumbres, legado. Afirma el hogar creado por una comunidad de lengua, cultura. El nacionalismo cuando se entroniza construye un discurso cuasi religioso, una historia selectiva de padres fundadores, héroes artificiales y enemigos oficiales también. Y expulsa a todos los que no lo vean así. La definición anterior proviene de la literatura, del brillante escritor palestino Edward Said (Que un judío busque luces sobre el tema del desarraigo y la encuentre en un palestino es una grata ironía).
El síntoma del nacionalismo no tarda en establecer fronteras rígidas entre nosotros y los otros, los de dentro y los de fuera. No tarda en predicar que solo se está bien entre nosotros, practicando un solipsismo narcisista que rápido y siempre violentamente produce estragos en el posicionamiento subjetivo de todos.
Además entre los venezolanos este síntoma ha ido adquiriendo un matiz seudo delirante, que roza una religión secular. Se ha ido impregnando de fanatismo totalitario en una peligrosa deriva en la cual la representación de Patria es la que unos pocos determinen, les guste o no a muchos. Con ello la emigración se inicia con una pérdida sin salir de las fronteras, un repliegue interior producto de la vivencia de no tener espacio para sí y no ser querido o aceptado que matiza tantos discursos de futuros emigrantes.
Entre nosotros el nacionalismo adviene (aunque estuviera larvado) cuando se escoge en 1998 a un paranoide, ignorante, sin más mérito que haber quebrado la cantina de su cuartel, abiertamente transgresor de los juramentos que prestó. Pero nada de ello importó porque portaba la oferta de relevar a todos en el pensamiento del país como objeto imperfecto y problemático. Y esos barros trajeron estos lodos…
Si se piensa cuántos intelectuales saludaron esto no debiera sorprender hoy la afirmación que hacemos los psicoanalistas de que la razón no es la dueña de casa.
Junto a ello el fanatismo, como parte del cortejo sintomático, como el intento de imponer a todos una versión coagulada de la realidad coadyuva a la inermidad que siente quien concluye que la solución está en emigrar.
EL DERROTERO DE LA CATÁSTROFE
Por ende, las transformaciones de Venezuela como objeto contenedor han tomado el derrotero de la catástrofe, al punto que ya podemos hablar de una Diáspora Venezolana. Un millón y medio aproximadamente de venezolanos delatan con su presencia en otros países el dolor abierto de muchos de ir mutando también de emigrantes a exiliados. Mientras la emigración es voluntaria, el exilio no lo es (otra distinción conceptual que le debo a E. Said). Afirmo que el venezolano está derivando ominosamente hacia lo segundo. Ya son muchos, demasiados agregaría yo, los que se extrañan por razones de ideología o militancia. Esa es otra violencia que amartela nuestras subjetividades de forma siniestra, la constancia de que la democracia es un pacto siempre frágil entre ciudadanos, y en nuestro caso con acento en la palabra frágil.
Vamos en el camino, ¿inevitable?, de volvernos un lugar donde todos tengamos a alguien querido viviendo en otras fronteras… o en la cárcel. (¿Y qué sentido tendrá hablar de psicoanálisis en un país así?)
Hoy Venezuela es el significante que lleva al desarraigo de muchos, demasiados, de los que trocan un desamparo acá por otro que no logra dar cuenta de las pérdidas experimentadas, voluntarias o no. La realidad psíquica compartida es la que somos gente que casi toda piensa en irse, cuando no tiene algún ser querido en otras latitudes. Efecto de haber abandonado la plaza pública, como lo he sostenido anteriormente, para descubrir traumáticamente que siempre hay un bárbaro dispuesto a ocuparla. La emigración es tributaria del déficit, de la resistencia a comprender y ejercer el compromiso con el objeto común y estar demasiado prestos a endosar la labor al primero que oferte otro tanto. Es un intento de resolver un conflicto existencial ante un Estado Omnipotente que ya conoce el lugar de cada quien en la malla relacional. En el mejor de los casos, emigrar remitirá a una pérdida, a una huella que puede llegar a ser tramitada. El exilio habla de una pérdida del orden de lo permanente, una referencia constante resistente a los efectos de la represión y desestabilizante.
Aunque parezca mentira, estamos en los primeros estadios de observar los efectos del desarraigo, de la orfandad voluntaria o no, en las subjetividades individuales y en el alma colectiva. No existen respuestas unívocas, y mucho menos los psicoanalistas somos seres de certezas inamovibles, para calibrar las huellas, los lugares y sentidos que el desarraigo tendrá en la representación de nosotros mismos. Yo aún soy incapaz de predecir si seremos capaces de revertir esta oscuridad que nos separa y que impregna nuestra vivencia de eso que llamamos “país”.
Queda en pie una pregunta dolorosa: ¿qué hemos hecho cada quién, o dejado de hacer, para que nuestro país se haya metamorfoseado en uno que produce emigrantes y/o exiliados?
Por ahora muchos están en esa cola, prestos a ser quizás quien le toque apagar la luz. Hay que ayudarlos a que se coloquen en la cola contraria, en la de los que se dispongan a encender las luminarias de esperanza en esta Tierra de Gracia.
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