JOSÉ PULIDO. Una señora amiga estaba cuidando los gatos y las matas de Milagros en su casa de El Tigre. “Una amiga está cuidando mi casa y mis gatos” decía Milagros. He debido pedirle una fotografía de esa casa. Para conocer el solar, la entrada, los modos en que la luz entra y sale de sus predios.
Milagros y su casa de mujer solitaria, aunque virtualmente acompañada por una trulla de amigos. Nosotros.

A veces los gatos se comían las matas. Nunca le pregunté de qué matas me estaba hablando: ¿Orégano, hierbabuena, cilantro, bella a las once, llantén? Pero siempre le respondí lo mismo: “Ellos se purgan con el monte: los gatos saben de botánica y esas cosas”.

Aunque habláramos de literatura, de la editorial, de lo que leíamos, siempre terminábamos conversando sobre los gatos y sus modos de tratar a la gente y de convivir con la misteriosa especie humana. Los gatos son espíritus indomables: si los acaricias en un mal momento te rasguñan. Los olvidas como si formaran parte del moblaje y se te enredan en los pies. A veces te das cuenta de que están entregándote un morboso cariño, como de tigre chiquito oliendo el venado asustado que llevamos por dentro.

-Te llamo porque Milagros murió hace unos minutos- me dijo Eziongeber Álvarez. Y automáticamente comencé a pensar en los gatos de Milagros, qué será de ellos: ¿la extrañarán? ¿comenzarán a buscarla?

Me dolió la muerte de Milagros como si fuera un familiar. Y de repente me percaté de que llegamos a esta cercana y fraterna amistad porque cuando éramos jóvenes agarramos -casi al unísono- una resma de papel, escribimos encima de cada hoja y la enviamos a un concurso de novela. Ah: la literatura.

 

DOS PREGUNTAS
En cierta ocasión le hice estas dos preguntas:

-¿Qué determinó en tu infancia el camino que seguirías?
-No podría decirlo con exactitud. Tal vez el gusto casi obsesivo por leer, estimulado, además por mi tío y padrino Manuel Gil. En algún momento, a los 7, 8 años, sentí la necesidad de escribir lo que había en mi entorno. Empecé con unas coplas y luego supe que por ahí no era. Las monjas de mi escuela nos ponían como tarea hacer “temas de composición” y eran muy severas en cuanto a las normas de Ortografía y Redacción. Supongo que todo eso confluyó naturalmente en mi acercamiento al periodismo, en mis tempranos 13 años y allí encontré un guía en Américo Fernández, quien entonces trabajaba paralelamente en El Nacional y El Bolivarense, allá en Angostura.
-¿Cuál es tu sueño más preciado en este tiempo?
-Morirme en paz, después de haber librado “mi buena batalla”

EL CONCURSO
Conocí a Milagros Mata-Gil la segunda vez que llegué segundo en un concurso literario: esas experiencias me enseñaron humildad y me hicieron valorar la amistad. Milagros ganó, en 1989, el primer premio y yo el segundo en el concurso de novela Miguel Otero Silva que organizó la Editorial Planeta en Venezuela.

En El País, de España, la corresponsal venezolana Ludmila Vinogradof publicó la noticia, cuyo encabezamiento fue el siguiente:
«Dos jóvenes periodistas venezolanos ganaron el concurso novelístico Miguel Otero Silva, de la editorial Planeta, el primero y único certamen de esta categoría existente en América Latina, que acaba de crear la editorial española. El primer premio de 100.000 bolívares (300.000 pesetas) lo ganó Milagros Mata-Gil, con su novela Memorias de una antigua primavera, y el segundo, de 50.000 bolívares (150.000 pesetas) lo obtuvo José Pulido con su obra Una mazurkita en la mayor, ambos casi agotados (60% de ventas de 5.000 ejemplares) al tercer día de presentación oficial.

Mi novela tuvo dos ediciones igual que la de Milagros. Pero la de ella era una revelación en las letras venezolanas, una obra verdaderamente bien escrita. Inolvidable escritura la suya. Después de eso nos veíamos de vez en cuando si ella visitaba Caracas, porque prefería estar resguardada en su territorio.

Tenía noticias suyas cuando publicaba algo o cuando se embarcaba en algún proyecto. También me llegaban sus palabras en momentos de frustración o de enfrentamientos con algo que le parecía injusto: Milagros guerreaba sin cesar, sus batallas permanecían intactas a lo largo del tiempo. Quiero decir, sencilla y llanamente que ella no se rendía.

Cuando su socio y gran amigo, el escritor Eziongeber “Chino” Álvarez me llamó para decirme que estaba enferma y la había llevado al hospital, temí que había llegado su hora más triste. Era diabética y a veces no podía cuidarse como lo requiere esa enfermedad.

Ella había estado hablando con nosotros de que no se sentía bien. Tal como se ha dicho siempre: hacía de tripas corazón, pero estaba agotada. Milagros había vivido con mucha pasión cada día de su existencia. Dos semanas antes habíamos conversado un rato por teléfono. Estaba por regresar a su casa de El Tigre. Quería ver a sus gatos y a sus matas.
-Eziongeber y yo tenemos unos planes interesantes para desarrollar la editorial, pero necesito estar en mi casa. Cuando regrese te vuelvo a llamar- me dijo.
Y después de eso quien me llamó fue Eziongeber, con una tristeza tan enorme, que cuando dijo ¿aló? Me puse a temblar.

José Pulido. Poeta y periodista venezolano. Vive en Génova, Italia

Deja un comentario

Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.