SEBASTIÁN DE LA NUEZ –
Esta es la pequeña historia de una cronista de calle en un periódico que da un salto, en un país convulsionado, hacia un rubro menos peligroso. Ahora la maracucha Maruja Dagnino anda entre los fogones y su computadora. En la gastronomía estudia su parentesco con lo sensual

Una buena papa no le hace Dagnino a nadie, podría decirse jugando con su apellido.

A esta periodista con una flor tatuada en el omoplato le gusta todo tipo de música excepto reguetón, lo cual habla bien de ella. Pero no colecciona discos. Por otra parte, su película predilecta es la metafórica Dogville. Los textos de Dagnino tienen, precisamente, cierto ritmo musical e imágenes para regalar. Por eso es exitosa amalgamando el simbolismo de los platos afrodisíacos (o simplemente curiosos) y su vena de cronista curtida en un periódico donde vivió una linda época.

Tampoco colecciona recetas de cocina, pero las debe de tener en alguna parte de su casa en Caracas o Maracaibo pues se ha convertido en una chef escritora: de eso vive. Cuando sufrió el 11 de abril en primera fila quiso más bien buscarse otros horizontes distintos al periodismo crudo y puro. Ella había aprendido de combinaciones, cocciones y aliños viendo a su mamá Carmen Pilar desde chiquita. Pero su acercamiento a la cocina era muy limitado. “Yo era simplemente una mujer que cocinaba rico”. Tuvo como pareja al poeta Alfredo Chacón, y cuando andaba con él, en algún lugar público, veía lo popular y querido que era por la gente. Pero a veces notaba que a ella no la recordaban igual, de modo que lo mejor que se inventó para que los amigos de Chacón no la olvidaran fue cocinarles sabroso. “Cuando uno le da de comer a alguien es muy difícil que te olvide, sobre todo si le gusta mucho lo que le cocinaste”.

Si no te mata, te ganas un orgasmo en la mesaSiempre le ha temido a la violencia, no le gusta para nada. Durante aquel 11 de abril lamentablemente histórico —ella cubría la sección “Caracas” en El Universal— recorrió media ciudad hasta llegar a El Calvario y estremecerse durante parte de la aciaga jornada-noche. Quiso, una vez superado ese episodio, descansar del trajín. Desde chiquita tenía pesadillas con guerras imaginadas. Ya estaba separada de Chacón y en pareja con el fotorreportero Nicolás Rocco. Primero pensó en que debía irse del país, ya le tenía miedo… pero una mañana se despertó y pensó, repentina e irrevocablemente, en estudiar cocina.

Y así lo hizo. Cambió su vida.

Se fue a la escuela de Sumito Estévez. Había probado, antes, un puré de batata con algo que no sabía exactamente qué era pero que le encantó: era un toque de mandarina glaseada. Eso le dio una clave: con inventiva y re-creación podía arriesgarse con cosas más sofisticadas, abrirse opciones. Aprender con el apasionado y culto Sumito fue toda una lección.

Después comenzó a escribir en varias revistas (también abrió una empresa de catering) juntando ambas vertientes, herramientas de chef y vocación periodística. El editor de la revista Exceso, Ben Ami Fihman, la incentivó para que escribiera alguna crónica con el ambiente de una cocina y se fue al encantador restaurant Atlantique de la mano del ilustre cocinero Cantineaux, en Los Palos Grandes. Una noche entera viendo y anotando cómo era la cosa desde dentro. Luego comenzó a colaborar con Cocina y Vino y también lo hacía con Complot —entre otras publicaciones—, donde tenía una columna sobre ingredientes.

Con los años se le ha ocurrido esta idea, la del libro. Incluso una de sus columnas de Complot es prácticamente la introducción del libro.

Tiene tres hermanos y a su mamá, todos en Venezuela. Ella, que hace años pensó en marcharse por la creciente crispación social, se ha quedado. El apellido Dagnino es de origen genovés. Su padre, Antonio José Dagnino, falleció en los 90. Era treinta años mayor que su mamá.

Sobre Los alimentos del deseo (Fundación Artesano, 2018) dice que es un acercamiento a la gastronomía más desde lo imaginario que desde lo científico. Trata de ver el poder simbólico que los alimentos encierran: donde más claramente se nota eso, afirma, es en el pez lobo, con su toxina mortal para un ser humano si se descuida el cocinero, o quien lo preceda en la preparación del pescado, el cual se sirve crudo. Ella le ve a ese condumio una clara connotación erótica. Al parecer es una delicia, algo exquisito; pero el cocinero debe dejarle algo de la toxina para que el comensal sienta cierto hormigueo en los labios, una leve asfixia, sin que eso signifique peligro real. Ese tipo de sensaciones y el erotismo Maruja los ata para disfrute del lector concupiscente. Interesante y curiosa mirada al mundo gastronómico desde esta perspectiva siempre estimulante.

Con su obra estuvo en la reciente Feria del Libro madrileña, en el Parque del Buen Retiro, y pasó unos días entre amigos venezolanos que forman parte de la diáspora. Hay mucho más dentro de Los alimentos del deseo con un prólogo del ingobernable Rodolfo Izaguirre.

Sebastián, periodista venezolano. Escribe desde Madrid, España.

 

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