El espantapájaros

 

ATANASIO ALEGRE – 

Cuando la pareja entregó la niña a la muchacha que se encargaba en el local de la organización de la fiesta infantil de cumpleaños, yo ya llevaba una media hora lamentando haber olvidado el pequeño block de anotaciones. El hombre ocupó la parte frontal de la mesa ante la que yo estaba sentado y la esposa se sentó frente a mí. Saludaron y comenzaron a hablar entre ellos en alemán. El no tenía pinta de alemán, ella, sí, rubia de buena alzada. El alemán de él era aprendido, en todo caso, y ello me dio pie para pensar que se trataba de un turco por su prominente nariz y la parte posterior lisa de la cabeza.

El local bien montado para asuntos infantiles, incluía fiestas de cumpleaños por las que hay que pagar y bastante.

Lo que me llamó la atención de la conversación iniciada entre la pareja fue una de esas preguntas que una vez hecha por quien sea, uno cae en la cuenta de que, de habérseme ocurrido, me hubiera gustado saber la respuesta.

“Este país funciona… ¿Pero, quién lo hace funcionar?” Fue lo que el hombre comenzaba a comentar con la mujer. En un momento y cuando ya habían avanzado en la conversación, pedí permiso e intervine para explicarles: El sistema político en España, es el de una monarquía parlamentaria. Lo que pasa es que el gobierno que acaba de tomar el poder tiene una carta en la manga. Se trata de convertir a España en una república una vez abolida la monarquía. Ya sucedió en el pasado y dio origen a la guerra civil española; de momento se libra en las tertulias de la TV… “Pero eso no es tan grave -dijo el hombre-, hay repúblicas donde la democracia, que es lo que interesa, en resumidas cuentas, funciona perfectamente.”

No tenía yo en ese momento ni ganas ni humor para continuar con un alegato político que podía resultar arriesgado y de ninguna manera convincente, así que decidí dar un cambio brusco a la conversación. “¿Y ustedes de qué parte de Alemania vienen?” De Hamburgo, dijo la mujer. Y la conversación se desvió entonces insensiblemente hacia la maravilla de esa ciudad-estado que constituye un modelo de funcionamiento. De modo que, hablando de unas cosas y de otras, salió que él era de origen turco, ella alemana, que solo tenían una niña y que los tiempos no daban para más. Pero cuando se refirió a la zona de Wilkersmarch donde habían vivido en Hamburgo me di cuenta de que el hombre debía ser un jefe de empresa o desempeñar un cargo de suma importancia en la que le había enviado a España y de ahí la preocupación por quién hace funcionar y cómo el país al que había llegado con un sistema y horario de trabajo tan diferentes al alemán. Madrid me gusta, dijo ella. Y él se hizo lenguas del estilo cosmopolita de la capital de España.

Hubo intervalos de silencio y algunos otros de conversación se llenaron hablando, entre otras cosas, sobre la facilidad con la cual uno hace amigos en España, contrariamente a la dificultad de entablar amistad en Alemania, aunque sea con los propios vecinos.

Y contó.

“Wilkersmarch donde vivíamos, dijo, es una zona de Hamburgo donde la gente tiene mansiones espectaculares. La casa nos la pagaba la compañía. A los alemanes del norte les encanta tener dentro de la propiedad un pequeño lago artificial en el que crían cualquier clase de peces exóticos. Nuestro trato con el vecino se había reducido, cuando nos encontrábamos, a un gesto de saludo con una leve inclinación de cabeza. Un buen día, en el laguito donde debían tener sus peces, nos dimos cuenta de que un sobretodo de piel muy lujosa cubría la figura del espantapájaros, imprescindible éste en esos pequeños lagos para ahuyentar la presencia de los cormoranes que se comen a los pececitos. Pensé que alguien debía haberlo olvidado y que esa prenda tan valiosa iba a deteriorase rápidamente a la intemperie. Así que me armé de valor y pulsé el timbre de la puerta con el fin de advertir al vecino de lo que sucedía. El hombre me hizo pasar, me invitó a bajar al estudio donde él solía fumar –era según me hizo saber un fumador compulsivo- a pesar de rondar ya por los ochenta años. Y me echó el cuento.

“Como la cosa ha salido ya en uno de los suplementos de un diario de Múnich, la razón sobre el elegante sobretodo de piel que cubre el espantapájaros, es la siguiente:

Hace algún tiempo recibí una llamada desde Estados Unidos preguntándome si estaba interesado en el abrigo que llevaba mi padre cuando un oficial del VII Ejército de los Estados Unidos lo capturó el 4 de mayo de 1945 en el Schlisee, en Baviera. Me lo vendía. Pagué 500 dólares y tan pronto como llegó, lo coloqué recubriendo el espantapájaros que impide que los cormoranes lleguen hasta el laguito y se coman los peces que con tanto esmero cuida mi mujer. A mi padre Hans Frank lo llamaban El carnicero de Polonia. Fue el responsable de cuatro campos de exterminio en esa nación durante la época nazi, entre ellos el de Treblinka. Yo viví de niño en el famoso castillo real del Belvedere en Varsovia, que fue nuestra residencia.

Buscó entonces un periódico, hizo en la impresora una fotocopia y me la entregó. “En esta copia está la entrevista que di al periódico de Múnich”.

Personalmente, siguió contando que quien había figurado como su padre, en realidad, no lo había sido. Con el tiempo, vino a enterarse de que él era el hijo adulterino de uno de los oficiales del staff del comandante en jefe, cosa que supo, muchos años después por boca de su propia madre.

A su verdadero padre le inventaron una causa, le hicieron un juicio sumarísimo –no por haberse acostado con la mujer del jefe sino por una supuesta traición- y lo fusilaron.

Que el sobretodo de quien dijo ser mi progenitor, se encuentre a la intemperie hasta que se convierta en un trapo inmundo, no es más que la manifestación del desprecio que he sentido durante años por quien me dio el apellido, porque yo soy Niklas Frank y quien pasó por ser mi padre fue Hans Frank, uno de los criminales de guerra nazis ajusticiados en el juicio de Núremberg.

Niklas Frank es abogado y escritor retirado. Una de sus obras es –según dijo- la biografía del criminal de guerra de quien figuró civilmente como su padre, sin serlo, de hecho, como queda expuesto.

Añade, no obstante, como colofón, que después de esa conversación con su vecino Niklas Frank no volvió a cruzar palabra con él, solamente la leve sonrisa cuando nos encontrábamos acompañada de una inclinación de cabeza en señal de saludo. Y ello, no por que supusiera que yo hubiera manifestado rechazo por lo que me contó. Los alemanes son así. En Madrid, la gente es mucho más abierta.

-Pero dígame una cosa, ha sustanciado para concluir la conversación: ¿Quién hace que funcione aquí la vida política, la empresarial y la social que convierten a España en un país ordenado?

-La endogamia, la otra cara del espantapájaros, ya se irán enterando, fueron mis últimas palabras antes de abandonar el local después de las dos horas contratadas por mi hija para la fiesta infantil del cumpleaños de mi nieta.

Atanasio Alegre, narrador y académico hispano-venezolano. Escribe desde Madrid, España.

 

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