SEBASTIÁN DE LA NUEZ –
A principio de mayo de 2013 estuve en su casa, en una calle de la urbanización Alta Florida cerrada por una alcabala (como casi todas las calles de las urbanizaciones caraqueñas). Es un sitio fresco, apenas cercado por el rumor de la Cota Mil. Me encantó esa casa parecida a un museo con biblioteca incorporada. Me acompañaba la fotógrafa Mariana Yépez. Quería hablar con Sofía para hacerle una nota en la revista de la Universidad Católica Andrés Bello, pues ya se había hecho oficial que donaría su colección de libros a esta casa de estudios. Y en efecto, meses más tarde, en ese año en que la universidad cumplía sesenta años, ella visitó el campus y en el recién inaugurado Centro Cultural se hizo un acto sencillo.
Volví a su casa en otra ocasión y volvimos a hablar, sobre todo porque yo quería atrapar su voz débil, ya cascada por el tiempo, con ese empeño que tiene uno de… conectar los mejores momentos vividos a cierta explicación “historiográfica” que se necesita para que las páginas del pasado calcen debidamente. Supongo que es un síndrome de la madurez. En todo caso, el espejo retrovisor iluminado con el criterio de la distancia es necesario, y ella tenía el don de iluminarlo con lujo de detalles.
Es cierto: entre los mejores momentos que me han quedado grabados de una ciudad amable en día domingo, está el Museo que ella dirigió durante tantos años, y que siempre estará ligado a su nombre. El MACCSI o Museo de Arte Contemporáneo de Caracas Sofía Ímber. Son viñetas o escenas lo que a uno le queda; vienen a todo color en día soleado, digo estas, las que uno le debe a Sofía (y a Rita, y a los adecos y copeyanos que las apoyaron), prendidas a una mañana en particular en que se me aparecieron, sin previo aviso y a gran formato, las capillas de piedra del maestro autodidacta Juan Félix Sánchez. Algo inolvidable puesto allí en medio, en esa sala a la que uno se asoma desde arriba antes de bajar por la escalera de caracol, de hierro pintado de negro.
¿A qué me refiero con “viñetas” o “escenas”? Al momento en que uno se encuentra por primera vez con la obra que le dice algo: es un suceso.
También hay viñetas personales del gato gordo de Botero, de las esculturas de John Moore, de las sorprendentes instalaciones del Salón Pirelli, del cinetismo de Soto… Incluso, hay viñetas de esas tuberías de cobre adosadas al techo del Museo: ocultan el cableado eléctrico. Hay también una escena con la Suite Vollard, de Picasso.
Es decir, momentos atrapados para siempre.
Cuando la visité en su casa en mayo de 2013, ella apareció llevada de los brazos por dos mujeres que la cuidaban, dos jóvenes de punta en blanco, silenciosas y solícitas. Nos sentamos en el mismo sofá, con unas estanterías blancas detrás y un perrito en medio de los dos, echado en el asiento. Sofía, aquella leyenda, esta mujer, seguía pendiente de los acontecimientos de la política y se expresó con sordo desdén del gobierno chavista. Nada que nos ocupara mucho tiempo; fue como de pasada. Me estuvo hablando, más bien, de los tiempos en que preparaba cada noche su programa Buenos días junto a Carlos Rangel. “Estudiábamos mucho el tema del que íbamos a hablar”, me dijo. “Nos sentábamos donde estás sentado tú y estudiábamos nuestra cosa como unos niños escolares, a las ocho de la noche. Nos bebíamos un whisky y nos poníamos a preparar el programa. Si llevábamos a un escritor, nos leíamos el libro, no solamente el título y la contraportada”.
Le pregunté por Guillermo Meneses, el padre de sus cuatro hijos, entre otras cosas, pero supongo que cada quien guardará de ella su propia versión, algunas frases particulares (ya han aparecido en las redes) y la referencia insoslayable a la obra de Diego Arroyo Gil. Lo cierto es que en algún momento, durante aquel diálogo, parafraseó a Neruda: “Confieso que he vivido, y confieso que quiero vivir más”. Iba a cumplir 89 al cabo de una semana, y agregó que deseaba vivir hasta que pudiera entender o hacer. “O si no, si hay un Dios o algo que manda, que me mande una muerte digna. No quiero que me prolonguen la vida y me conviertan en un vegetal”.
“Pero no pienses en eso ahorita”, le dije, tuteándola, como era natural hacerlo con ella. Me contestó tajantemente: “Sí pienso; pienso mucho”.
Ella fue toda energía. La última vez la vi, septiembre de 2016, fue en un bautizo de la librería El Buscón. Llegó en su silla de ruedas, encorvada sobre sí misma, disminuida; pero abriéndose paso para estar allí, una vez más, en un acto cultural.
Ahora recuerdo la primera vez que la vi. Yo trabajaba en El Diario de Caracas y su hermana Lya estaba enferma. Fui a su casa, en Altamira, y me recibió Sofía: ella misma me abrió la puerta y me dio todas las explicaciones. Me impresionó de entrada por lo que me dijo, haciéndome sentir orgullosamente incómodo: “Ah, Sebastián. Te leo, y te leo con interés”.
Otra viñeta para marcar a un pichón de redactor. Apenas había firmado unas páginas absolutamente secundarias en El Diario. Pero ella, antes de la invención del escáner, ya tenía escaneada en su cabeza a la sociedad completa, al menos aquella que tuviera la oportunidad de expresarse por alguna vía.