Esta es probablemente la última entrevista concedida por Miguel Ángel Bastenier.
CARLOS MORENO –
Se sienta en la pequeña mesa junto a la vidriera de un café en la calle de Velázquez. Pide un con leche caliente. Lleva el diario El País plegado en sus manos.
Ya lo ha ojeado con detalle y especial atención en las secciones de Internacionales y Deportes, pero nunca lo deja antes de completar el crucigrama, un homenaje diario que le hace a su padre, Jorge Bastenier, de origen belga, a quien de pequeño escoltaba mientras se sumergía en sus cuadrículas antes de pasar revista a los tres periódicos que entraban a su casa, en El Ensanche, de Barcelona, uno de ellos en francés.
“Solo esperaba a que él terminara de leerlos para cogerlos yo”.
Miguel Ángel Bastenier (Barcelona, 1940-Madrid, 2017) es un maestro que lacera con crítica argumentada al que intenta ser periodista, o ya cree serlo.
La agudeza y las respuestas sin medias tintas confluyen en él. Es una armonía que unos digieren como exigencia, aunque de arrancada el trago les sepa amargo.
Pero su mecanismo tiene claros objetivos: asumir al periodismo como labor intelectual y técnica, y aunque defiende constantemente la honestidad, reconoce que es un rasgo que dependerá de luchas internas en cada quien.
La demanda intelectual del periodismo requiere de alta responsabilidad, tanto para entender el oficio como para emplearlo, y la lectura es base y andamio para ejercerlo.
Sobre ella se cimientan conocimientos y desde ella se levantan estructuras. “Sin leer no es posible escribir”. Ya lo habrá dicho en otras tantas ocasiones.
Recuerda que fue atraído por la lectura desde muy joven. Los episodios diarios con su padre sentado leyendo los periódicos; su madre, Balmira Martínez de Bastenier, una madrileña que dominaba perfectamente el castellano; y una biblioteca que, aunque no albergara grandes clásicos, todos configuraron un ambiente propicio para invitarlo a los libros y a la prensa.
“LEÍA TODO”
Toma un poco de café y busca rápidamente en su memoria la imagen: “Mi padre no era un intelectual, era un hombre técnico de la época, un ingeniero industrial graduado en Burdeos que gustaba de leer a Agatha Christie; mi madre leía la novela francesa de finales del siglo XIX y comienzos del XX; mi hermano mayor leía aventuras. Y yo leía todo aquello”.
La remembranza sirve para ubicar un punto de partida que él mismo ausculta tratando de evadir la subjetividad de la memoria: “Ese ambiente hizo que naturalmente yo me inclinara a ser periodista. A los 17 años pensé que el oficio que más correspondía a mis intereses era el de periodista”.
Y se insertó en la academia a estudiarlo (Escuela Oficial de Periodismo de Madrid) y también Derecho casi en paralelo por el año 1961.
El franquismo dominaba y la escuela representaba, según el mismo Bastenier, un refugio de republicanos que no habían matado a nadie, pero que evidentemente no le daban trabajo tan fácil.
“Había un montón de franquistas y republicanos en esa escuela que eran buenos periodistas, aunque te dieran doctrina franquista. Muchos eran buenos profesores, mejor que muchos de ahora, diez millones de veces, por una sencilla razón, no se concebía que un profesor de periodismo no fuese periodista”.
CRÍTICO DE LA ACADEMIA
Bastenier se echa al espaldar de la pequeña silla de madera, levanta su mano izquierda a la altura de la frente y hace un gesto, como sacudiendo una vergüenza: “Ahora los profesores de periodismo no han visto un periódico por dentro ni en fotografías, ni en España ni en ninguna parte. Habrá algunos que han sido periodistas, conozco a unos cuantos”.
De vena crítica hacia la academia, no la rechaza ni la ataca porque se ha sentido parte de ella. Y su reflexión radica más en la estructura de los programas formativos con cátedras que poco demandan fogueo y, aunque siendo valederos, distan de concebir a un periodista.
“He sido feliz en la universidad y contra ella no voy a decir nada en mi vida, pero lo que no es posible es que se crean que eso es periodismo, porque el periodismo se aprende, pero no se estudia”.
Es un historiador y sociólogo nato y un orador natural que usa referencias precisas para interpretar, o desmontar argumentos, algo o mucho, para quien tenga mejor oído, se le cuela en su español un sonido del catalán que aprendió por ósmosis desde chico.
Además le viene bien el francés, que heredó de su padre, y el inglés académico que pulió en Londres hasta 1967.
Desde esos años eleva el periodismo inglés a lo más alto en los estándares de calidad del mundo, no solo por representar la innovación y la audacia de la Revolución Industrial, sino por mantener una herencia configurada ya en institución.
Él se topó con ello de joven en la propia Inglaterra y lo absorbió como tal, el periodismo dibujado en contextos, enmarcado en una escritura responsable y respetuosa de cuánto fuera noticia o información, del periodismo hecho con proximidad.
Sus alumnos suman más de 1.200 en redacciones de América Latina y la Fundación Nuevo Periodismo Iberoamericano (FNPI). A ellos les invita a diseccionar las cadencias de ese periodismo manufacturado y que sirvió de mucho en su formación.
También llama a revisar los cánones del diarismo español, del que forma parte activa y que representaría una oportunidad de modelaje positivo para emprender una evolución en los periódicos latinos anclados en el error.
“Hay prácticas erosivas en los periódicos de América Latina que terminan devorando a sus buenos periodistas”.
SU CARRERA
Su paso por Inglaterra le sirvió para condensar un manejo avanzado de la lengua inglesa y regresar a España con ese plus en 1967.
Pide una segunda taza de café con leche y evoca sus primeras experiencias en redacciones con una memoria monolítica.
Arrancó en el periodismo de falange en el diario Amanecer escribiendo noticias locales, y a su regreso del Reino Unido pasó a una redacción que no acostumbra citar en sus conversaciones en público: trabajó en Diario Femenino (1968-69) cerca de un año y medio, un periódico que duró muy poco en Barcelona, era de corte popular dirigido a la mujer en el que redactó textos de varias fuentes y cuyo director, Jaime Arias Zimerman, figuró como un aliado en su formación.
De allí al Diario de Barcelona donde su inglés le granjeaba un espacio seguro en internacionales, una trinchera donde los censores del franquismo no solían meter las narices por asumirlo como contenido de menor impacto para el régimen y donde pasaría una primera etapa de cuatro años y medio.
Ya en 1977 es parte de la plantilla de Tele Exprés, también en Barcelona, en el que llega a la dirección y comienza a trazar planes para los nuevos esquemas del periodismo que debían asumirse en la empresa y deslastrase del servilismo rezagado del franquismo.
La experiencia estaba condenada. Era un vespertino que estaba muriendo, y en 1978 regresa al Diario de Barcelona, donde en año y medio terminará de asumir como figura providencial a Josep Pernau, referente del periodismo en Barcelona y director que, como bien escribió en la dedicatoria de su libro Cómo se escribe un periódico “… me ha enseñado más de lo que sé”.
DE VENA REFLEXIVA
Desde 1979 hasta 1982 comparte subdirección en el Periódico de Cataluña hasta el día de la llamada telefónica de Juan Luis Cebrián a su colega de labores Antonio Franco. Les invitaba a formar parte de la edición de la edición catalana de El País.
El entusiasmo le venía ya por el gran crecimiento del periódico. “Era una gran oportunidad, era mi oportunidad”. Vaya que supo aprovecharla. Potenció la subdirección de Información General y luego, ya instalado en Madrid, se desempeñó desde 1993 como subdirector de Relaciones Internacionales. Su arena.
Bastenier es de los periodistas que más introspección hace del oficio, lo desanuda, lo vuelve a anudar, lo reformula y escribe de él.
Ese cargo en el desarrollo de la agenda internacional, su riel, le sirvió para redefinir y también para reconfirmar aspectos del periodismo, de los procesos antes y después, de las actitudes y las preparaciones previas, del precisar con más efectividad herramientas para enfrentarlo, más aún cuando se hace en un cara a cara con líderes hemisféricos en Medio Oriente, Europa o América.
Y tiene la entereza del sabio para cantar las victorias cuando es necesario, cuando arranca con un colmillo oracional aquello que un entrevistado no quiere soltar, o de reconocer una derrota cuando le ha fallado la artillería por alguna fibra personal o mero error de cálculo.
“La culpa siempre es del entrevistador”.
La determinación la ha macerado con la paciencia del estudioso y de allí se cuela el gen de la exigencia. Juan Cruz, escritor, periodista y hoy adjunto de la dirección del diario El País ha contado: “Me despertó muchas noches para decirme cómo se ponían las comas, las subordinadas, cómo se declinaba un verbo o cómo se llamaba un lugar remoto de la India donde Rudyard Kipling había escrito un poema famoso, no sé si If” (El País, marzo 2017).
MAESTRO APASIONADO
Tal vez, cuando apenas compartía esas jornadas con Juan Cruz hace unos 30 años, Bastenier no perfilaba la carrera docente que emprendería desde la Escuela de Periodismo de El País que de pronto le llegaba tras una suplencia inesperada. Uno de los profesores se había marchado y el accedió a dictar taller con una condición: “Está bien, pero hablaré de lo que me dé la gana”. Aceptaron.
“Fue apasionante, y desde entonces no he dejado de dar clases”.
Es un maestro a su propio estilo; rudo, si olfatea errores por pereza más que por desconocimiento, porque para eso está allí, tutelando, dejando espacio para el debate.
En América Latina y España, sus alumnos poco sabrán de este inesperado salto a la docencia hace años, pero agradecerán seguramente el quite que hizo Bastenier y su entrada al aula, una que ha trasladado para dar la guerra en el propio medio digital vía Twitter.
Allí, en su trinchera del microblogging, no deja de lanzar conceptos y aforismos a sus más de 170 mil seguidores para proteger al periodismo real.
Su plan del día siguiente es levantarse antes de las 7:00 de la mañana. Comenzaría a revisar los periódicos, no sin antes completar el crucigrama de El País.
El miércoles guiaría a varios a aprender de periodismo.
Se ha acabado el segundo café.
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