VICTORIA PÉREZ ZABALA
Por hambre, falta de libertad, escasez de medicamentos o, simplemente, la búsqueda de mejores oportunidades para estudiar o trabajar, cada vez más venezolanos huyen de su país y eligen como destino la Argentina. Historias de gente que optó por una vida digna lejos de su patria

 

Sentado en la barra del Caracas bar, Nolan Rada insiste en pedir tequeños. Unos bastones empanados rellenos de queso llanero. Ese que comía a cualquier hora sobre una arepa en Venezuela. Cuando sirven los tequeños, Nolan espera a que los otros prueben. El periodista, de 26 años, nacido en Caracas, es pura cortesía. Cuando finalmente lo tiene en su mano, no lo moja en el dip de palta. Que nada distraiga al paladar, que el sabor impacte de lleno y lo transporte a la cocina de su casa, donde sus perros, Toby y Veru, se pelean por los restos. Pero no. «Es que este no es el llanero». No se produce tal epifanía sensorial.

Es la medianoche del sábado. La puerta del bar instalado en la calle Guatemala al 4800, en el corazón de Palermo, nunca termina de cerrarse. En ese vaivén se escapan las trompetas y la voz de Oscar D’León, figura clave de la salsa y la música caribeña, como llamando a la gente que pasea por la vereda. Llegan en grupo y casi todos son venezolanos. Los atrae el perfume de la menta que echan sobre los mojitos, las hojas de palmera cayendo en cada rincón, las luces amarillas con forma de banana, los guacamayos colgando en las paredes del boliche. Los atrae lo que dejaron atrás.

¿Por qué el hombre migra? Es una de las alternativas que se presentan cuando se resquebrajan las expectativas de vida. «Ante la angustia y la frustración, una de las opciones es la migración «, señala el sociólogo Roberto Aruj, coordinador del Instituto de Políticas de Migraciones y Asilo (IPMA) de la Universidad Nacional de Tres de Febrero (Untref). Hambre, inseguridad, escasez de medicamentos y enfermedad o, simplemente, la búsqueda de mejores oportunidades para estudiar o trabajar: el que arma su valija en Venezuela tiene razones distintas, pero la mayoría comparte una urgencia. Y muchos eligen la Argentina como destino.

Durante los dos primeros meses del año ingresaron al país 21.444 venezolanos: un promedio de 363 por día. Pero el dato más certero, según la Dirección Nacional de Migraciones, se obtiene a partir de las radicaciones otorgadas, ya que no es lo mismo ingresar que radicarse. De 2016 a 2017, escalaron un 142 por ciento: de 12.859 a 31.167. El primer bimestre implicó el otorgamiento de 8756 residencias a venezolanos. El director de Migraciones, Horacio García, advierte: «No es normal que una corriente migratoria crezca de manera tan fenomenal».

Víctor Figueredo. Trabajaba en un gimnasio en Caracas. Tiene 26 años y es bailarín de estilos urbanos. Llegó hace dos años a la Argentina, pasó por varios lavaderos de autos y hoy es instructor de spinning Fuente: LA NACION – Crédito: Martín Lucesole

A falta de estadísticas oficiales, las cifras que miden la crisis estructural de Venezuela provienen de informes privados. Los resultados de la Encuesta de Condiciones de Vida (Encovi), un estudio realizado en 2017 por la Universidad Católica Andrés Bello, la Universidad Central de Venezuela y la Universidad Simón Bolívar, revelaron que el 87% de las familias venezolanas está por debajo de la línea de pobreza y el 61% vive en pobreza extrema. Según la encuesta de la firma Datos Group publicada en marzo último, 4 de cada 10 venezolanos quieren irse del país en los próximos 12 meses para escapar de la grave crisis económica.

Hay que irse, pensó Paolina Emonet una tarde en Maracaibo, cuando su beba de un año enfermó y no podía encontrar su medicina para el asma en ninguna farmacia. «Pensé que se moría. La pasamos supermal. Y eso que tengo parientes médicos que trabajan en el hospital militar. Ahí me dije: tengo que irme. Viajé con mi pareja y mi hija. Dejé todo allá. Todas mis comodidades», recuerda Paolina, de 28 años, licenciada y con un posgrado en Recursos Humanos.

«Los venezolanos que vienen tienen un perfil calcado. Son personas jóvenes, instruidas, en muchos casos con estudios universitarios o terciarios; la mayoría con el secundario completo», describe el director de Migraciones. El informe «Caracterización de inmigrantes venezolanos en Argentina», a cargo del investigador Aruj, que hace más de dos décadas estudia las corrientes migratorias, revela que el 67% de los inmigrantes son profesionales. A su vez, informa que tres de cada cuatro encuestados realizaron estudios universitarios o de posgrado y casi la mitad se encuentra viviendo en la Argentina hace menos de un año.

En Maracaibo, Paolina era gerente en una empresa de seguridad que trabajaba para Petróleos de Venezuela (PDVSA). «Aquí empecé de cero a trabajar como empleada doméstica. Me agarré unas depresiones tremendas. Ahora estoy mejor. Acompaño a gente mayor. Me entrenaron para cuidarlos», dice Paolina, después de cumplir su turno de doce horas en San Isidro para volver a su casa en Villa Ballester.

Elena Martínez. De 48 años y licenciada en Administración, dice que le costó mucho conseguir trabajo en ese rubro: «Así que fui ampliando la búsqueda. Ahora estoy limpiando casas y no me importa. Si hay que limpiar, limpio» Fuente: LA NACION – Crédito: Martín Lucesole

«Siempre es muy difícil el primer año -observa Vicenzo Pensa, el líder de la Asociación de Venezolanos en la Argentina (Asoven)-. Solamente consiguen trabajo como mozos o como dependientes en un almacén. De cualquier cosa, menos de lo propio». Vicenzo tiene 46 años y hace 14 vive en la Argentina. Como impulsor de la asociación, intenta establecer nexos para ayudar a los que migran en una situación de necesidad extrema. «Llegan con poco y nada. Los que están viniendo en estos últimos meses, traen entre 50 y 150 dólares con la ilusión de que con eso van a poder estar el tiempo necesario hasta conseguir trabajo. Cien dólares en Venezuela es muchísimo dinero; en realidad, un dólar es muchísimo dinero. Vienen en una situación de orfandad terrible».

Hay que irse, pensó Víctor Figueredo, en una de las tantas noches en que le dolía el estómago. Víctor trabajaba en un gimnasio en Caracas como recepcionista, mantenimiento y seguridad. «Estaba en mi cuartico solo. Me dejaban dormir ahí. Me acostaba a la noche temprano porque hasta caminar me costaba. El hambre me daba un mareo, un ardor en el estómago horrible. Y al día siguiente tenía que volver a abrir el gimnasio». Tiene 26 años y es bailarín de estilos urbanos. Llegó hace dos años a la Argentina y, desde entonces, cada tanto le gritan Valderrama por la calle. Su peinado afro es un imán visual y dice que en el subte le sacan fotos por su aspecto. Los primeros meses fueron duros: ofreció tarjetas que nadie compraba en la avenida 9 de Julio y, luego, trabajó en lavaderos de autos que pagaban muy poco. Su suerte cambió cuando consiguió empleo como instructor de spinning. El afro perlado de gotitas de transpiración; las piernas pedaleando al ritmo de Michael Jackson, su artista favorito. «La cabeza arriba y la vista al frente, que aquí no estamos derrotados», alienta desde arriba de la bici a los que tiran la toalla. Víctor dice que no quiere sonar como un cliché, pero que su infancia fue difícil. Creció en La Guaira, capital del estado de Vargas, en uno de los barrios más peligrosos de Venezuela, a cinco minutos a pie de un basural. «Recuerdo que subíamos al vertedero y, ahí, esperábamos a que llegaran los camiones que traían la basura de los restaurantes. Me acuerdo clarito de abrir las bolsas y encontrar la comida mordida. No encontrabas un pollo completo. Tenías que encontrar el huesito. Si estaba mojado con el resfresco, lo comías igual. Había que apartar y, lo que más o menos veías, lo agarrabas. Eso era lo que comías».

Más del 60% de los venezolanos se acuestan con hambre, reveló el estudio privado sobre el nivel de vida en Venezuela (Encovi). Tomás Páez, uno de los sociólogos venezolanos que investiga la crisis de su país, advierte: «Mucha gente come menos de dos veces por día. Otros dejan de hacerlo para poder alimentar a sus hijos. Estamos gestando una generación que va a sufrir graves problemas por la desnutrición actual». En uno de los países más violentos del planeta, donde el año pasado la inflación alcanzó el 2616%, hay otra cifra para recordar. Pese a que el 91% de la población percibe la situación del país como mala o muy mala, entre el 50 y el 60% destaca el liderazgo político del fallecido Hugo Chávez, según la última encuesta de la firma Datanálisis. La crisis política no figura entre las principales preocupaciones de los venezolanos, según detalla el estudio de Datos Group. La migración se relaciona con la búsqueda de ingresos en moneda extranjera para sostener a los miembros del grupo familiar que quedan en el país. Unos tres millones de venezolanos reciben dinero de familiares en el extranjero, lo que representa el 14% de la población.

El 31 de diciembre pasado Víctor recibió la postal del festejo familiar en Venezuela. En un costado de la foto estaba su padre, la presencia más fuerte de la casa. «Lo vi débil, físicamente débil. Me derrumbé. Verlo así, cuando solo pasaron dos años desde que me fui», dice Víctor que envía parte de lo que gana a los suyos. Vive en Palermo, cerca de Plaza Italia, con su novia, Thania, también venezolana. «Ahora eso sigue allá. Normalmente, donde hay un vertedero vas a ver chicos buscando comida, pero este gobierno se jactaba de pobreza cero».

Al llegar a Buenos Aires, muchos venezolanos sacan fotos a las góndolas llenas de los supermercados. «Es la típica foto. A mí me parece una falta de respeto. Pero me pegó fuerte cuando las vi. Después de años sin ver nada, ni papel higiénico. Y acá vas a la caja y pagás», dice Víctor, mientras toma su licuado de frutos rojos en un café en Acassuso, a pocos metros del local de spinning.

«Hay que irse», pensó Elena Martínez, cuando un joven en moto la persiguió por varias cuadras y le pateó los espejos del auto. «Me quedé temblando por un buen rato. La agresividad se salió de lo normal. No podía vivir más en Caracas; iba a terminar loca», dice Elena, de 48 años y licenciada en Administración de empresas. La llegada de inmigrantes venezolanos con alta instrucción marca la pauta de que tuvieron un pasado mejor. Elena se acuerda de todo. Por ejemplo, cuando en 2014, con su marido y tres hijos se subieron a un crucero y navegaron por el Caribe haciendo paradas en Cartagena, Curaçao, Aruba y Panamá. El buque se llamaba Monarch y contaba con ascensores dorados y un spa. «Era el más grandecito. Sigue estando, pero ya no hace pie en Venezuela. Dos meses después de hacer el viaje, dejó de pasar», recuerda, sentada en un café sobre la avenida Cabildo, en Belgrano. «La playa más linda es la de Aruba. Me acuerdo de las tiendas de joyería, de las playas azulitas, hermosas. Hicimos el crucero para festejar el cumpleaños de mi hija. Aquí nos va a tocar festejar sus quince, pero todavía no estamos para ese gasto». Hace poco más de un año, en Caracas, Elena tomaba clases de spinning tres veces por semana, tenía dos autos y trabajaba con su marido en una empresa de remodelación de locales y casas.

Brigimar Landaeta. Con 26 años, dice que vino por amor: su novio, también venezolano, la esperaba en la Argentina. Enseña inglés en un instituto privado en Lomas de Zamora Fuente: LA NACION – Crédito: Martín Lucesole

«Aquí, me costó mucho conseguir trabajo en Administración, así que fui ampliando la búsqueda. Es más fácil para los jóvenes. Ahora estoy limpiando casas y no me importa. Si hay que limpiar, limpio. Estoy trabajando y estoy tranquila, algo que no tenía en Venezuela. Vale mucho. Pero eventualmente te agarra esa sensación de haberte preparado y de luchar tanto en la vida. Como dicen, tanto luchar para morir en la orilla. No quiero volver a pasar lo que viví», dice Elena, que de a poco y con lo ganado logró reunir a toda su familia en Buenos Aires.

Según señala el sociólogo Tomás Páez: «Otra dimensión venezolana en rojo es la económica: han desaparecido más del 60% de industrias y empresas». Cuando José Luis Pino tuvo que cerrar su negocio de venta de pollos porque la empresa que lo abastecía fue expropiada por el gobierno, se planteó por primera vez despedirse de su Maracaibo natal. «Vine aquí por lo que venimos todos: por la situación del país y para poder mantener a mi familia. No te ponen trabas para trabajar y hay posibilidades de empleo», dice José Luis, de 36 años, que apenas dispone de un rato para hablar. A la entrevista pactada no pudo llegar. «Pensé que me daban el franco, pero al final, no», se disculpa por teléfono. Su viaje a la Argentina duró doce días. Como distingue el líder de Asoven: «Ahora, la mayoría no viene en avión; viene por tierra. Hacen la ruta por Brasil o Colombia».

Nueve meses atrás, José Luis partió desde San Cristóbal, en Venezuela, hacia la ciudad fronteriza de Cúcuta, en Colombia. «Ahí agarré un colectivo hasta Ecuador, después a Perú y, luego, a Bolivia. Tuve problemas en la frontera porque no tenía dólares en efectivo para poder pasar». En el banco de una plaza en Bolivia se sentó a esperar. 24 horas. Quería volver a intentarlo cuando cambiara la guardia en Migraciones. Cuando se volvió a presentar, logró pasar. Todavía le faltaba el último tramo y unos 40 dólares para poder subirse al colectivo. «El encargado de la línea me preguntó cuánto tenía y me dijo que no me preocupara. Era argentino». A las 22, llegó a la estación de Liniers, pero como era de noche se quedó durmiendo ahí a esperar el amanecer. «Con la luz del día, me fui a recorrer y a preguntar dónde podía conseguir trabajo». Ese primer día lo tomaron en un lavadero de autos en Chacarita. El encargado era venezolano y lo dejó quedarse durmiendo ahí mismo. No tenía adónde ir. Cuando juntó algo de dinero, se fue a una residencia. «Aunque no tenía lo suficiente, me dejaron quedarme porque era junio y hacía frío».

Brigimar Landaeta. Con 26 años, dice que vino por amor: su novio, también venezolano, la esperaba en la Argentina. Enseña inglés en un instituto privado en Lomas de Zamora Fuente: LA NACION – Crédito: Martín Lucesole

José Luis se despierta a las cuatro de la madrugada para cocinar pastelitos y tortas fritas rellenas. Después, se sube a la bici y los vende a quienes eran sus colegas en el lavadero de autos. Con el pasar de los meses, fue perfeccionando la receta y comprando nuevos ingredientes para hacerlos más sabrosos. Los reparte por la avenida Juan B. Justo y por Recoleta. A las 17 entra a su segundo trabajo, donde también cocina, en este caso, hamburguesas. En Maracaibo quedaron Vanesa, su mujer, y sus tres hijos. «Cada noche es como la primera. Los extraño. Es demasiado duro». Calcula que en pocas semanas va a reunir el dinero suficiente para comprarles el pasaje. «Con el favor de Dios», dice José Luis, que en su foto de WhatsApp aparece cargando a su hijo de tres años con sonrisa de padre orgulloso.

«Hay que tener en cuenta lo que le pasa al sujeto en el momento de la migración -aclara Aruj-. Cuando nosotros hicimos la encuesta, la gente no me decía que la causa eran los problemas políticos en Venezuela o que estaban en desacuerdo con el Gobierno. Me decían: yo migré porque estoy buscando trabajo, buscando desarrollarme y oportunidades».

En el ranking de radicaciones otorgadas el año pasado están primero los paraguayos con 61.342. En segundo lugar, los bolivianos con 48.165. En tercer lugar, los venezolanos. Con sus 31.167 radicaciones desplazaron a los peruanos y a los colombianos. «En los últimos dos años radicamos a 428 mil personas (tomando en cuenta todas las nacionalidades). Es la cifra más importante de toda Latinoamérica», destaca el director de Migraciones.

¿Por qué eligen la Argentina como destino? Es mucho más sencillo, por el idioma y por la entrega de documentos. Los requisitos para radicarse en el país son la constancia de domicilio, la actualización de antecedentes penales, tanto en la Argentina como en el país de origen, un documento válido y haber ingresado por un paso habilitado. «Flexibilizamos el plazo para la entrega de ciertos documentos, pero los exigimos porque es lo que pide la ley. Somos receptivos como país, más en esta situación de ribete humanitario», subraya García, que hace dos años dirige el órgano de control.

El sociólogo de la Untref, que investiga el impacto de las migraciones actuales, analiza: «Somos producto de la inmigración. La síntesis entre distintas culturas construye el ser argentino. Los venezolanos vienen con su impronta y enriquecen a nuestra sociedad. Se incorporan junto al colombiano, que también ha comenzado a venir en los últimos tiempos. Con los bolivianos, con los paraguayos. Ellos también han aportado a la cultura a través de la gastronomía, la música, la literatura y la danza. La llegada de profesionales de distintas ramas de actividad es una oportunidad para la Argentina. Hay que aprovechar esta situación para que se adapten y se integren».

 

La voz de Brigimar Landaeta se funde con el ruido de la cafetera. «Venezuela llevo tu luz y tu aroma en mi piel», canta a las 2 de la tarde en un café a metros de la estación Constitución. «Hay muchos factores por los que venimos a la Argentina: inseguridad, escasez de alimentos, algunos por proyectos o negocios; otros simplemente vinieron de paseo, les gustó y se quedaron». Ella vino por amor. Su novio, también venezolano, la esperaba en la Argentina. «Tengo el don del canto y mi pasión es animar», dice la venezolana, de 26 años, nacida en la ciudad de Maracay, a hora y media de Caracas. Su padre es técnico aeronaútico. «Le va muy bien económicamente. No se quiere ir del país; está acostumbrado a su ritmo de vida». Su nombre, Brigimar, es la combinación del de su abuela, Brígida, y el de su madre, Luz Marina. «Aquí los nombres son más sencillos, pero en la zona del Caribe tenemos esa tendencia a combinarlos».

Brigimar enseña inglés en un instituto privado en Lomas de Zamora. «Trabajo cuatro horas y luego puedo hacer extras. Pero existe el mismo problema que en Venezuela: los profesores están muy mal pagos. Si no trabajas al menos en tres lugares, no le ves el queso a la tostada». Extraña algunos sabores de allá, como el adobo venezolano que lleva sal, orégano, pimienta, comino, ajo y curry. Y la distancia le duele cuando piensa en los cumpleaños de sus sobrinos. Tiene tres y cuando la llaman, siempre le hacen la misma pregunta: «¿Cuándo vuelves?». Dice que quiere volver, al menos de visita, pero todavía no sabe cuándo. Siempre existe la idea del retorno en la mente del que migra. Muchos dicen que quizás lo hagan si cambia la situación en Venezuela.

«Hay que irse», pensó Nolan en agosto de 2015, una mañana después de una consulta médica en Caracas. Había sufrido una quemadura y no conseguía la crema para curarla. «En la farmacia nos dijeron que no llegaba desde hacía un año. Crema para quemaduras. Algo así de simple. En ese momento tomé otra dimensión de la crisis que el país ya llevaba un tiempo sufriendo». A su mamá se le aguaron los ojos cuando le contó la decisión de partir. «Vuela, hijo, ¡vuela!», le dijo entonces. Nolan tiene 26 años y la sabiduría de alguien mayor. Es meticuloso con cada recuerdo que sale de su boca con acento cantadito. Como le dijo una argentina cuando estaba recién llegado, su manera de hablar recuerda al oleaje del mar. Cuando le sirven el mojito, llega la pregunta por los que siguen allá. Nolan mira la barra y la servilleta mojada por el hielo derretido. Actualmente su mamá toma siete medicamentos para sus tres enfermedades. «La crisis económica que atraviesa Venezuela, y que influye en la escasez de medicina, hace que cada vez sea más complicado poder hallarlas en el país», cuenta Nolan, que además de periodista es fotógrafo. Desde que llegó a Buenos Aires, hace más de un año, trabajó construyendo decks y aprendió a cocinar hamburguesas para enviar dinero y medicina a los suyos. Nolan alza el mojito y brinda. Finalmente, después de vivir el primer invierno de su vida, consiguió trabajo como periodista.

Después de esa noche en el Caracas Bar, Nolan volvió caminando a su casa en Almagro y sintió nostalgia. Cuatro días más tarde, dejó este mensaje de audio: «Aunque los tequeños no estaban tan mal, tengo que conseguir el queso llanero aquí. Cuando dejamos el local y me alejé del mambo Caribe, por primera vez desde que estoy en Buenos Aires tuve contacto con lo que dejé. La verdad es que sentí añoranza. Una sensación linda, sí, pero un poco incómoda. Yo no he vuelto a Venezuela. Lo que tengo son recuerdos».

Producción: Dolores Saavedra. Asistente de producción: Tomás Brugues. Estilismo: Andreína Méndez. Agradecimientos: Manifesto por sus bancos de diseño Flamenca y Simona. www.manifesto.com
Publicado por www.lanacion.com

 

Deja un comentario

Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.