OMAR PINEDA

“Yo estuve así, a punto de matar a Hugo Chávez”. El hombre que añade a su frase el gesto de juntar el dedo índice y su pulgar para ilustrar la medida exacta de su acción se sienta a mi lado y es obvio que me ha reconocido como su paisano para atreverse hacer semejante confesión. Al igual que yo, aguarda en la oficina del ayuntamiento. Lo miro y constato que no muestra signos de trastornos. Pero ¡venir con ese cuento de que pudo cambiar el destino de Venezuela!, me irrita. Yo, en su lugar, borraría tal revés del currículum y no andaría por ahí aliviando la frustración con un dudoso relato. Asentí con desgano y respondí “¡Ah, sí!”, que pudo traducirse como ¡sí, échame a perder el día! De baja estatura, ayudado por su robustez, el sujeto dibujaba una expresión en la que confluían la desdicha y la ingenuidad. Sus manos se agitaban de forma nerviosa, con autonomía, como si deshilachara un suéter. Mi indiferencia debió convencerle de que había rozado la ridiculez, así que guardó silencio e hizo lo que otros hacían en la sala: mirar hacia la pantalla de la pared que anunciaba el número y la mesa adonde debía acudir. Pero esa zona indefinida que convive en uno y nos impulsa a abrazar causas perdidas me aconsejó que le oyera porque, al final, nada perdía con entretenerme mientras durara la espera. Entonces voltee y me salió un débil “¿y cómo fue eso?” que, en principio, le sorprendió pero reaccionó en el acto obsequiándome su sonrisa. “Mucho gusto, me llamo Jesús Eduardo”, extendió su brazo derecho ocupado por un tatuaje borroso con la palabra Haydee. Le ofrecí mi mano sin tatuaje, dije el mío y le pregunté con fingido entusiasmo cómo era eso de que estuvo cerca de matar a Chávez.

Amigo, es algo de lo que me arrepiento todas las noches ¿Cómo dijiste que te llamas? Bueno, Gabriel. Yo vengo de Chivacoa, Yaracuy. Allá, con mis dos hermanos, nos ocupábamos del ganado de papá. Pero el maldito llegó a la presidencia y empezaron los problemas. La agricultura y la ganadería pasaron por controles de todo tipo, y ya en 2003 corrían los rumores de expropiaciones. Ese año mi hermano mayor discutió en la fiesta patronal de San Felipe con un coronel de la Guardia Nacional llamado José Luis Pérez Limardo. Ahí empezó todo. A partir de ahí era normal que las camionetas de la GN entraran a la finca esgrimiendo absurdas revisiones. Una mañana se llevaron un becerro, a unos metros lo sacrificaron y en la tarde hicieron una parrilla. Aprovechando que venía a Chivacoa para un Aló Presidente, papá pidió audiencia a Chávez con la idea de denunciar los abusos del coronel. Cuando terminó el programa, mi viejo se le acercó y le pidió que le oyera un minuto. Tras escucharlo, Chávez le preguntó cuántas hectáreas tenía. Papá le contestó y el hijo de puta se burló “ah no, tu lo que eres es un terrateniente”, le dio la espalda, subió al helicóptero y desapareció. Como los atropellos del coronel no paraban sospechamos lo peor, y decidimos que mi hermano se fuera a Cúcuta, a casa de un familiar. De nada sirvió porque Pérez Limardo seguía jodiendo y papá, de tanta arrechera que cogía, un día le dio un infarto y murió a las 48 horas. Había pasado ya la huelga petrolera y el golpe de abril. Una mañana, cuando almorzábamos, mi otro hermano comentó que unos finqueros de Carabobo buscaban a alguien con cojones para matar al maldito al precio de 300 mil dólares. Respiré hondo y dije “Ese soy yo”. Hasta mamá se echó a reír. Pero yo hablaba en serio. Después de varios contactos con señores que no confiaban en nadie me citaron para verme un sábado en la mañana en una hacienda en San Joaquín, gracias a un viejo amigo de papá, quien me presentó a seis personas, gente mayor y seria. Se les veían preocupados; o más bien, desesperados porque creían que lo peor estaba por llegar y no les faltó razón. ¿Manejas armas?, me preguntó el que parecía ser el jefe, y le mentí, porque apenas había disparado la escopeta Drilling Merkel de papá que usaba para espantar ratas y rabipelaos.

Cuando empezaba a tomar interés por el relato de Jesús sale mi número en la pantalla y me excuso -ahora era yo el interesado en conocer el final, sea verdad o mentira- y le pedí que si lo llamaban y salía me esperaras, que yo haría lo mismo. A estas alturas no deseaba en mitad de un cuento que daba la impresión que recitaba de memoria como un sacerdote en el púlpito es capaz de mencionar un versículo de la Bibllia. Entré a la oficina asignada, tardé menos de cinco minutos y al salir Jesús Eduardo no estaba. Pensé que lo habían llamado, así que aguardé. Pasaron trece minutos y el sitio se fue vaciando por lo que le pregunté al vigilante y, al describírselo, me dijo que hacía rato que se había marchado. Me molesté tanto por ser tan crédulo y haber perdido mi tiempo. No me ocupé más del caso y para castgarme repetí mi pregunta inicial: ¿qué pruebas podría exhibir para dar veracidad a una historia, ahora sin interés visto que ya murió? Cerré el asunto que califiqué como la típica habladera de paja venezolana, y evité contarlo ya que inspiraría cuanto menos burlas y la misma incredulidad que despertó en mí. Solo que, meses más tarde –yo diría casi un año–, conversando con amigos salió a relucir el tema pero esta vez referido a Maduro. Alguien con tres cervezas rondándoles en la cabeza gritó “¿Por qué coño unos militares no enfrentan a ese carajo y lo obligan a irse del país?” Pensé en Jesús Eduardo y vi la posibilidad de hablar de él con indisimulado tono de burla y la advertencia de que solo supe la mitad porque cuando salí de la oficina donde lo conocí el tipo se había ido.

“Eso es cierto –interrumpieron Aminta y Jaime– porque nosotros conocemos a Jesús desde hace años y ustedes no saben lo mucho que ha sufrido ese hombre por no haber podido matarlo”. La contundencia de la afirmación de Aminta, secundada por Jaime, nos sorprendió. Un silencio que daba espacio para la duda se instaló y yo sentí que había cometido una imprudencia, pero antes de disculparme Aminta insistió en la veracidad de la historia “porque entre los ganaderos presentes estaba mi papá”. Las seis personas que departíamos esa tarde dimos paso al mutismo, y todas las miradas se dirigieron a Aminta quien explicó con lujo de detalles cómo había surgido la idea, de cómo se valieron de un médico chavista que abandonó el consultorio para dedicarse a la ganadería y de cómo, tras rechazar a tres hombres que no les convencieron, siguieron con el plan una vez que conocieron a Jesús Eduardo. ¿Qué pasó? Todos coincidimos en la pregunta. “No es fácil reconstruir los hechos paso a paso”, habló esta vez Jaime. Dijo que Jesús Eduardo se preparó para la misión con un comisario de la antigua PTJ que dirigía una academia de tiro, y le instruyó a disparar con acierto. Pero, más que eso, le enseñó a comportarse de forma serena ante la hipotética situación de tener cerca su blanco y evitar ser capturado. Nadie dijo nada. Del desenlace de esa inédita historia se ocuparon de manera alternada Aminta y Jaime narrando los detalles, los minutos previos y posteriores de ese instante que permanece congelado en la cabeza de Jesús Eduardo.

El asunto habría ocurrido así. Chávez asistió en Guatire a poner la primera piedra de la construcción del metro de Guarenas-Guatire, que por cierto nunca se construyó. Mientras la excavadora, el topo Beatriz, hacía la perforación inicial, el Presidente se separó por instantes de la comitiva ya que estaba mal del estómago y necesitaba urgente ir al baño, de manera que corrió hacia las caravanas ubicadas a escasos metros donde pernoctaban los ingenieros y demás personal de la obra. Alzó la mano y le dijo al anillo de seguridad que permaneciera quieto, ya que él recorrería un espacio de apenas 50 metros. Lo que no advirtió fue que en ese trayecto la multitud enloquecida que aclamaba al líder superó el cordón de seguridad. Entre esa gente fanatizada y sin control estaba Jesús Eduardo con una Beretta Px4 Storm, listo para disparar. De hecho, aprovechó la confusión para acercarse a Chávez cuando salió del baño, sacó la pistola, le apuntó y al instante de jalar el gatillo, la misma masa descontrolada lo empujó en procura del saludo. Nadie se dio cuenta de las intenciones de Jesús Eduardo quien cayó al suelo con otras personas, perdiendo la ocasión de disparar. No se amilanó y se levantó para actuar, pero ya Chávez se zafaba de la gente y retornaba al sitio de protocolo. Solo un escolta se dio cuenta y se lo comunicó al equipo, pero cuando acordonaron el lugar, Jesús Eduardo se había esfumado, convirtiéndose en actor y testigo de un acto que pudo llevarlo a la gloria. Visto el fracaso, los ganaderos no reconocieron la acción y no le pagaron. “Apenas papá, más por lástima que por medidas de seguridad, le compró el boleto de avión a Lisboa”. Al siguiente día, a las 8:46 de la noche, Jesús Eduardo Pinto salía de Venezuela. Ya el anillo de seguridad de Chávez analizaba el fallido atentado, del cual nunca se habló públicamente. Pero un oficial de seguridad fue destituido y encarcelado, mientras dos hacendados involucrados fueron detenidos. A la semana papá, mamá y toda la familia salíamos a España y pedíamos asilo”, remata Aminta. Diez años después el cáncer ajustaba cuentas con Hugo Chávez, sin necesidad de echar un tiro.

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