Volver

OMAR PINEDA –

Abrochó el cinturón y sintió que el avión se desplazaba con lentitud, en silencio, sobre el pavimento hasta el sitio donde los motores empiezan a rugir. Unos minutos de espera y tras la señal desde la torre de control, el aparato de Avianca encendió las luces internas, se adueñó de la pista y devoró con furia el largo trecho que le restaba. Entonces, mientras los pasajeros de la ventanilla izquierda disfrutaban del espectáculo que brinda el espeso azul del mar Caribe, M. soltaba el aire inhalado para dominar sus nervios y dijo para sus adentros, con mucha rabia contenida, “ya está… no vuelvo más a esta mierda de país”.

Parece que nos lo contara con las mismas palabras cargadas de ira de esa tarde y que no consiguen mitigar la nostalgia ni lo inexplicable de lo que damos por llamar amor a la patria. Tiempo había para conocernos aprovechando que no llegaba Laureano, quien estaría en el conversatorio en La Taverna del Eixample. Allí donde Harry se esmera en cordialidad, decreta que la comida y los tragos del orador son gratis y al final aprovecha para hacerse un selfie con el invitado, foto que cuelga en la galería de artistas venezolanos que pasan por Barcelona y pisan su restaurante. “Sí, recuerdo que lo dije asimismo, con arrechera y la alegría de quien sale de una cárcel”, insiste M., por si alguno había escuchado mal. Pero antes de que el silencio, salpicado de asombro y desaprobación endureciera aún más la expresión de nuestros rostros, se apresuró en adelantar parte del final: “Llegué aquí y todo me iba bien en los 8 meses que pasé… hasta que llamaron esa madrugada…”.

A lo que se refiere M., chica bien ataviada para el invierno, cabellera negra y abundante, la figura que lucha por no sobrepasarse y la voz con su tonalidad caraqueña, era que su vida había cambiado. Que había olvidado al novio maltratador en Caracas; que se despidió con alivio de las colas y la inseguridad; y que en Barcelona halló empleo y conoció al guitarrista italiano con quien se encaminaba a casarse. De hecho, se mudó de la habitación que alquilaba al apartamento de Luigi. “Hasta que Lidia, la vecina, me despertó esa madrugada, las 3:11, para decirme, entre lloriqueos, que unos desalmados entraron al apartamento de mi mamá para robar y la habían matado”. M. dice que pasaron 20 minutos o más que no contarán en su vida, que cuando volvió en sí y admitió la fatalidad del regreso, se acordó de la maldición.

Tomó el primer avión. En Caracas retomó las horas de pesadillas. Hija única debió lidiar con trámites ignorados y absurdos y tener apenas tiempo para llorar su pérdida. Desde el entierro de su madre hasta la venta del apartamento todo fue una vorágine de actos repentinos, repetitivos, insólitos, violentos. “Se dice rápìdo, ¿verdad? Pero no es así. Pasé ocho meses poniendo orden en el caos. Mamá no tenía papeles de propiedad del apartamento comprado por papá, quien murió en 1998; tuve que pagarle a un tipo de Hacienda para eso de la sucesión y a otro para que se saltara la cola de la morgue y retirar el cadáver… y enterrarla. Fui asaltada dos veces, una por cierto en el mismo apartamento de mamá; regalé todo a los vecinos, la ropa, sartenes, ollas, sábanas, muebles; vendí el apartamento casi regalado, y cuando volví a Barcelona, Luigi se había ido sin dejar rastro y el dueño del restaurante me dijo que no podía emplearme”.

Con todo M. retomó su vida no donde la había dejado. Pero aprendió a no maldecir y colgó en el closet la banderita de Venezuela manchada con sangre de su mamá. Dice que de noche llora sin parar. Por su mamá, por ella misma y por el país. Pero si se le pregunta si está dispuesta a volver en caso de que las cosas se arreglan, se le hace un nudo en la garganta y titubea. Alguien del grupo que le ha escuchado con atención, le pregunta exactamente lo mismo. “¿Que si estoy dispuesta a volver?”, repite como si no hubiera entendido. En eso estábamos, y justo cuando las miradas confluían en su respuesta, se aparece Laureano y acudimos a recibirlo. Esa noche, cada vez que veíamos a M. lo hacíamos con la sombra de la duda. Fue algo que ocurrió y no se si alguien lo recuerda. Yo mismo lo acabo de desempolvar porque veo que el ministro, negociador y jefe de campaña, Jorge Rodríguez, se paseó por Madrid para proclamar que los venezolanos que se fueron pueden volver, porque el país está mejor.

Omar Pineda, periodista venezolano. Escribe desde Barcelona, España.

 

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