OMAR PINEDA
Quizá ustedes han tenido un familiar o conocido tocado por cualquier tipo de insania mental. Por lo general son episodios que solemos omitir o arrancar del álbum familiar, lo cual a veces se justifica porque lo vemos como una incomodidad que gravita alrededor de la imagen que deseamos proyectar, y no es para nada agradable por cierto que conversando con gente que acabas de conocer, te pregunten “¿tú tenías un primo esquizofrénico, verdad? A pesar de este prejuicio sigo sin entender por qué nos atraían en la niñez los locos de la cuadra, cada uno con un sello personal, lo que facilitaba el inventario cuando se les iba la olla y cometían faltas graves. Ahora que he tenido tiempo suficiente para pensarlo supongo que en mi barrio no supimos valorar a Raúl. Digámoslo del modo apropiado: al loco Raúl, y así evitamos las aclaraciones. El loco Raúl (nadie supo el apellido, pero sí que vivía con su mamá) era un hombrecito bajo, de 27 años quizás, cuerpo de tonel, cabello negro y piel mestiza, que deambulaba de prisa, vestido de pelotero y mascullando palabras para sí mismo. Lo interrumpían al saludarlo ¿Hola Raúl? ¿Cómo estás Raúl?, a lo que contestaba de manera semejante al enfado “yo estoy… yo estoy bien… yo estoy bien…”. Entonces, como parte del show que veíamos desde la ventana, el mismo joven que venía de saludar corría hacia el lado contrario y gritaba “Raúl, Caifás… carga la burra” provocándole alteración de su conducta, y el Raúl meditabundo cambiaba el tono de su voz y pasaba a las asperezas de las groserías: “el coño de tu madre… el coño de tu madre… el coño de tu madre”, mientras buscaba desesperado una piedra y, sin importarle la distancia, la arrojaba con tal acierto que terminaba en la cabeza o a la espalda del otro. Creo que el barrio lo tomó como un deporte de riesgo cuyos “participantes” asumían las peligrosas consecuencias de sus travesías. Pero era un acto cruel. Lo digo y siento vergüenza al admitir que la adolescencia es la edad divina, aunque se mueve con torpeza sin dejar de generar una extraña fascinación. Creo que era Marcel Proust quien afirmaba que toda tentación aún por mala que sea es fruta apetecible. De manera que cuando repasas tus recuerdos y consientes con rubor que disfrutaste de las reacciones del loco Raúl sientes pena pero inmediatamente después, sonríes. ¿Y por qué Raúl no bajaba por otra calle?, preguntará alguien no sin lógica, y habrá que responder con igual lógica: porque cuando eres loco igual te van a joder en la calle Guaicaipuro o en la calle Bolívar; incluso si bajas por la Plazoleta y acortas camino por la callecita solitaria, contigua al Hospital Militar, porque esta vez será un soldado que le identificaba y tras él un pelotón de soldados gritando “Raúl, Caifás… carga la burra”, con la ventaja de no tener que huir porque la cerca metálica imposibilitaba que Raúl pudiera lanzar sus peñonazos.
Vale aclarar que Raúl no destacaba solamente por ser el loco del barrio, sino que era una estrella del beisbol amateur en el estadio San Pablo (creo que era así como se llamaba lo que hoy es la estación del metro La Paz) adonde íbamos sábados y domingos para ver partidos de calidad; y años más tarde para jugar, en mi caso sin ninguna suerte. Por eso era que resultaba fácil identificar a Raúl desde lo alto de uno de los bloques. Qué se podía esperar si caminaba por el medio de la calle, con el uniforme de la Ford, la gorra y el guante, lo que le facilitaba a los ociosos gritarle desde el piso doce, “Raúl, carga la burra”, y él igual lanzando peñonazos con una velocidad y fuerza descomunal que destrozaban ventanas y causaban daños en el edificio como la furia de un huracán. Ahora bien, cuando jugaba beisbol, Raúl era otro, un pelotero a quien aplaudían en la tribuna, no por compasión sino por su oportuno bateo, y mejor aún: por la calidad de sus atrapadas desde el jardín izquierdo. Si Raúl estaba al campo y la pelota bateada pasaba de hit por encima de la tercera base, ténganlo por seguro que Raúl la fildeaba con rapidez y no la devolvía a la segunda sino que disparaba a la primera base, lo que obligaba al corredor a esforzarse, de hecho en más de una ocasión lo vimos sacando out desde su posición. Es a ese Raúl que he querido evocar. Pero, de pronto, se cuela aquel domingo en un juego de Ford contra Central Madeirense, y alguien desde la tribuna rompió la regla. Gritó “¡Raúl, carga la burra!”. Lógicamente, Raúl perdió el control y se armó de una piedra inmensa arrojándola a la tribuna que por suerte no lastimó a nadie, pero bastó ver la hendidura que produjo a uno de los bancos de madera para preguntarse a qué velocidad lanzaba Raúl. El incidente se zanjó apresando al sujeto y que su equipo saliera del dogout a calmarlo. Desde entonces, se estableció una regla no escrita: cualquier grito que molestara a Raúl cuando bateaba o cubría era asumido como falta grave, con detención del provocador por los vigilantes del estadio o de la policía.
Un sábado caluroso y soleado de mediados de agosto nos tocó a Darlan y a mí saludarlo al terminar el partido que su equipo ganó 6 a 1. Raúl exhibía un tono distendido, digo más, alegre. No era para menos: bateó dos jonrones e hizo un out extraordinario a un corredor que lo desafió y se vino desde segunda hacia el home. Esa tarde le perdimos el miedo y le acompañamos hasta el barrio, lo que implicaba desandar la avenida San Martín, porque Raúl no tomaba el autobús, y astutamente despedirnos en el bloque nueve en previsión de lo que ocurría siempre. No le dije Hola Raúl, sino que me fui directo a felicitarle por los dos jonrones y el repetía “sí, dos jonrones… dos jonrones…”. Aún así le seguimos porque notamos cierta melancolía que rozaba su espíritu, como el de alguien que busca un amigo. Tras un silencio Darlan le felicitó por el corredor al que le hizo out en el home. “Sí, le hice el out… Sí, le hice el out… fue bueno”. Mientras yo le caía a preguntas ¿desde cuándo juegas beisbol? ¿te gustaría ser profesional?, Darlan me interrumpió para inquirir: Raúl, ¿te han medido la velocidad de tus lanzamientos? porque para mí deberías ser pitcher Raúl era loco, pero no pendejo; de modo que sentí que su entusiasmo no era fingido sino que se adaptaba al momento, y que la imagen suya que conservábamos se limitaba a la escena del grito, a sus mentadas de madre y a los fulminantes disparos de piedras. Como respondía con cierta dificultad a cada pregunta, Darlan insistió en la velocidad de sus lanzamientos. Se le quedó viendo y le contestó “no sé… no sé… ¿eso se puede medir? En otra ocasión intentamos seguirle al salir del estadio, pero nos rechazó con algo de brusquedad. Lo dejamos y abandonamos la idea de esperar a la salida del San Pablo al otro Raúl. Al año siguiente, para diciembre, sucedió lo peor: la madre de Raúl falleció, y la parte que sigue debo relatarla según lo escuchado a quienes afirmaron haber estado ahí. La vida del loco Raúl estaba unida a su madre, de tal forma que al constatar su tragedia, Raúl enloqueció más de la cuenta. No dejaba que los vecinos más cercanos entraran para ayudar en lo concerniente al cadáver de la persona que mejor le comprendía. La gente se arremolinó alrededor de la humilde casita de Raúl, y tuvo que llegar la policía para poner orden y una ambulancia del Psiquiátrico de Hospital Militar con personal para dominarlo. Tras una dura batalla de enfermos contra Raúl, el hombre con los lanzamientos más veloces, fue sacado anestesiado y enjaulado como un animal. Para quienes presenciaron la escena solo reinó una mezcla de silencio y lástima. Fue doloroso confirmar que ese joven enajenado a quien unos jodían y otros se reían no tuviera familiares y que una de las dos únicas razones de su vida lo abandonaba. La otra razón, el beisbol, quedaría interrumpido por no se sabe por cuánto tiempo. Nunca más supimos de Raúl y en el barrio se instaló un sentimiento semejante a la culpa. No sé si los protagonistas de la burla terminaron por arrepentirse. Pero una cosa es cierta, quienes crecimos y nos hicimos adultos evitamos mencionar este asunto porque cada vez que intentábamos abordarlo era como si hubiésemos pagado para ver una diversión y al final salíamos llorando al descubrir que se trataba de una tragedia.