OMAR PINEDA. Todo empezó porque en mitad del ocio que ofrecen las tardes de agosto y a punto de ser engullidos por el hastío, Alvarito, cuyos desatinos nos sacaban de la monotonía, contó (quiso arrepentirse de haberlo dicho pero ya era tarde) que acompañó a su mamá para consultar al brujo Eusebio, en Los Eucaliptos, un viejo mugriento y de mal carácter, no obstante respetado por los ensalmes, sus “trabajos” para aplacar los celos o aliviar el despecho y hasta para adivinar el futuro. En realidad, la mamá de Alvarito quería saber en qué movida andaba su marido, quien se echaba unas perdidas de varios días sin dar explicaciones, cuando era sabido en el barrio que el señor Rangel tenía su rollo con la colombianita veinteañera de la calle El Progreso. La cosa funcionaba así: bastaba que Alvarito dijera algo, lo suficientemente tonto, como para armar un libreto del chalequeo que duraba todo el día y que por suerte el pana, pequeño, regordete, que se enredaba al hablar –como si lo saboteara un frenillo hostil debajo de la lengua– no le molestaba, y hasta celebraba las burlas. Esa tarde Alfredito se aprestaba para iniciar el vacilón, pero yo me adelanté y pregunté si acaso no había algo mejor que nos sacara del tedio que visitar a Eusebio, aparecernos bajo cualquier excusa y reírnos tras escuchar sus peroratas. Desde los bloques hasta Los Eucaliptos hay una senda que se camina en diez minutos yendo por la acera estrecha que bordea el Hospital Militar, y andándose mosca por los malandrines que salen como fieras del barrio La Línea.
Lo recorrimos oyendo la radio portátil grande que Keny llevaba al hombro como un fusil, e intentando imitar a Bobby Cruz y Richie Rey cuando advierten “siento una voz que me dice agúzate… que te están velando”, hasta que llegamos al sitio. Tocamos varias veces y Eusebio abrió exaltado, hizo un barrido con mirada penetrante de ave rapaz y bramó ¿ustedes como que vienen a joder? Desde luego que nos acojonamos, porque asumimos tal reacción como prueba de sus facultades clarividentes pero nos repusimos de la conmoción y volvimos a fingir seriedad. Yosmar le explicó que veníamos a inquirir sobre nuestro futuro. Alguien debió contener la risa y, finalmente, tras hacer otro paneo con sus ojos de buitre exigió los cinco bolívares y la botellita de anís. Volvió a mirarnos, dio la espalda y finalmente nos ordenó entrar.
La casa de Eusebio era del tamaño de su mundo; mejor dicho, era su mundo oculto en imágenes en yeso que representaban santos cristianos y animales devorándose entre sí, en un espacio reducido por una mesa y varias repisas. Nos aterró el olor de aceite rancio que fluía como incienso y el escenario donde se supone montaba los “trabajos”. Una sala pequeña sin muebles y escasa iluminación. “Vamos a ver…”, dijo el viejo, luego de que le entregamos nuestras cédulas de identidad, las echó a la mesa y barajó como si intentara jugar al dominó y tras un tenso silencio, porque exigió estricta concentración, logró que la idea inicial del vacilón se diluyera en el asombro. Cerró los ojos, convulsionó y empezó a balbucear en una jerga extraña, e impostó la voz, lo que yo asumí era su truco para embaucar a la gente. En realidad, parecía como si hablara desde otro mundo. Siguió otra pausa en la que apenas se oían nuestros jadeos y proclamó con voz lúgubre, casi de manera incuestionable: el padre de uno de ustedes va a morir a finales de este mes. El silencio se apropió de la sala.
Era martes 9 de agosto y alargamos el tiempo para reaccionar. “Pero ¿el padre de quién, cuándo y cómo va a morir?”, preguntó Fernando, nervioso, sin recibir auxilio de ninguno ya que seguíamos impactados. “Ya ves… más de allá no puedo decirles… el padre de uno de ustedes va a morir antes de que acabe el mes… ese fue el mensaje que recibí”, respondió de forma áspera, se levantó bruscamente del banquito de madera y sin darnos tiempo para reponernos del impacto nos echó a la calle. Así que, lo que fue planeado como una diversión acababa de estrellarse en el desconcierto, y yo me atrevería a apostar que nos había sacudido por dentro aunque nadie lo admitía. Solo Juan Ramón rompió el silencio y demandó con evidente angustia, “bueno ¿y le vamos a creer a ese brujo pendejo?”. Solo así rescatamos parte de la cordura inicial, quiero decir las risas y las chanzas, y emprendimos la vuelta a casa burlándonos de Eusebio, de su mirada de hipnotizador, del montón de vainas inservibles y del olor a aceite quemado que invadía la casa. Nos reímos, o al menos fingíamos que nos reíamos con total libertad, sin complejos, aunque en el fondo la voz fantasmal de Eusebio y su revelación flotaban de manera indecisa sobre nuestras cabezas.
Por suerte las horas que marcan el breve paso de la juventud vienen preñadas de sucesos y experiencias trepidantes que borran los malos recuerdos, ya que se vive el ahora como si fuese la única estación a la que llega el tren. Basta con descorrer la cortina de aquellos días para ver cómo se esfumaba esa sensación de enclaustramiento, y el mundo se nos mostraba más abierto y generoso. De manera que disfrutamos cada día sin que pasara nada, salvo las pequeñas tragedias cotidianas, discusiones entre vecinos o las peleas con cuchillo entre malandros y alguna que otra discusión en nuestro grupo. Pero inadvertidamente agosto se desprendía de sus días como el árbol en otoño lo hace con sus hojas, y aunque nadie lo mencionó, cada quien actuaba como si la visita al viejo Eusebio no nos hubiese dejado algún efecto o le restábamos importancia. Pero era verdad que sus abominaciones habían causado cierto daño.
No sé los demás, pero yo empecé por actuar de una extraña manera, obediente y cariñosa, con papá, y pienso que los otros se comportaron de igual modo. Por ejemplo, cuando cenábamos yo me distraía mirándolo fijamente como si en las próximas horas lo iba a perder. Un comportamiento bizarro por lo demás, tanto que un día papá me preguntó si me pasaba algo que quería contarle, y yo lo negué repetidas veces pero lo abracé con fuerza casi llorando. No obstante, cuando salíamos a la calle nos dejábamos arrastrar por los comentarios sobre beisbol o volvíamos a joder a Alvarito y otra vez la realidad se amoldaba a nuestros caprichos.
Hasta que llegó el jueves 31 de agosto e imagino que cada quien se despertó con la extraña sensación de ansiedad que disfrazamos con chismes sobre los vecinos aunque en el fondo nos agobiaba el miedo. Ese día estuvimos sentados desde temprano en la escalera del bloque. Alfredito notó el ambiente lastimero y nos interpeló “coño, panas… vamos a seguir con caras de pajúos por las vainas inventadas de ese viejo”. Hubo un breve silencio que yo aproveché para pensar qué decir en su favor cuando desde el balcón del tercer piso emergió la mamá de Juan Ramón. Lloraba y a punta de gritos le dijo que subiera. Juan Ramón evitó mirarnos y tardó en reaccionar, pero luego se apuró para devorar corriendo los tres pisos hasta el apartamento. No hablamos y cambiamos ese tenso silencio por la observación en directo hacia el balcón, hasta que Juan se asomó enjugándose las lágrimas, mientras un aire frío, áspero, desconcertante, invadía nuestros cuerpos.
Al fin, cuando logró hablar gritó que su tío Rafael había muerto. Se refería al hermano de su padre. “¿Pero tu papá está bien, chamo?”, pregunté sin salir del asombro. Juan Ramón dijo que sí y dibujó la mitad de una sonrisa de alivio, con lo cual podíamos cerrar el capítulo de la profecía de Eusebio. Ya en la noche, el señor Rafael, ese tipo simpático, que cada vez que descendía del auto para visitar al hermano, nos saludaba con una adivinanza y luego al salir del apartamento oía la respuesta y, si no acertábamos, se marchaba sin revelárnosla, permanecía ahora embutido en un ataúd de la funeraria de El Paraíso. Su rostro era más suave, brillante y sereno.
Ahí estaba, quietecito, con traje y corbata negros, llevándose a la tumba las respuestas de las adivinanzas, como aquella de ¿qué hace el hombre una vez en la vida que una mujer puede hacer todos los días? Justo cuando nos ubicábamos en torno a la urna y yo dije “ahí está, el hombre de los acertijos”, Juan Ramón lloró y al mismo tiempo sonrió para confiarnos que su papá le dijo que las adivinanzas del tío Rafa carecían de respuestas… que solo lo hacía para jodernos. A ninguno le pareció graciosa tal revelación aunque seguía en vigor la simpatía hacia ese personaje. La noche se alargó, se hizo más fría y decidimos retirarnos a las once y media. Como no había concluido el día hubo maldiciones contra el brujo; y David, con aire dubitativo, me susurró “chamo, ¿y si el brujo Eusebio no se equivocó?”. Lo miré con desdén y le respondí también en un murmullo que lo que estaba pensando era desagradable.
De pronto, aparece el papá de Alvarito, reposado con aire renovado casi, y unos segundos después, como quien llega por equivocación, su amante. Solo Alvarito exteriorizó su expresión de doloroso reproche. El resto nos conformamos con mirar el vestido negro, apretado y corto, que dejaba ver unas jugosas piernas y un rostro luminoso como la adolescente que seguía siendo. Recorrí con la mirada las piernas curvas como de acertijo de la colombianita, y me pregunté como una chica perfecta acababa en los brazos de ese viejo. Entonces sin querer repetí la pregunta del tío Rafa: ¿qué hace el hombre una vez en la vida que una mujer puede hacer todos los días?, y concluí que hay acertijos que no tienen respuestas.