EZIONGEBER ÁLVAREZ –
No es que sea una lumbrera con los recuerdos, pero sí que tengo muy presente el año de mi primera afición entusiasta: 1968. Ya estaba menguando el furor del famoso «catch as catch can», pero igual me veo sentado de cuatro años en un taburetico junto a mis hermanos y mi abuela aupando al Blue Demon y a ese señor que llamaban Bassil Battah. Repito este nombre y se presenta con fuerza en mi memoria la nueva canción de The Beatles llamada «Hey, Jude». Eso, en medio de la guerra de Vietnam y de que en Nueva York abrieran al público el Madison Square Garden. El mundo salía como podía de la crisis de los misiles de 1962 y volvía la guerra de las grandes potencias por conquistar el espacio exterior. La luna, por ejemplo.
Un batido 3 en 1 no estaría tan mezclado como las cosas que pasaron ese año. Tampoco podemos desairar al movimiento hippie y al Mayo Francés con Dany El Rojo presentándole batalla al inmenso presidente Charles de Gaulle que, contra las cuerdas, tuvo que adelantar las elecciones generales en La France.
Entretanto, mi mundo se circunscribía a guardar reposo a causa de un accidente casero que sufrí por esos días. La cosa fue tan grave que estuve a un tris de que me cortaran una pierna y debido a eso tenían que buscar la forma de que permaneciera quieto. De ahí mi afición por el «Catch as catch can» cuya traducción literal sería «agárralo como puedas». Esto ilustra perfectamente en qué consistían esas cruentas luchas televisivas. Obligar a un niño a convalecer a causa de una dolencia, siempre ha sido un asunto muy difícil. Mucho más para un chamito como yo, muy parecido a una zaranda: «Nojoda, llegó el nervioso», anunciaban mis hermanos. Un chaleco que se extendió por muchos años.
Por tanto, la tele. En diversidad de programas podías ver las veleidades del mundo bajo el formato del “Monstruo de la Laguna Negra”. De seres con poderes mágicos como «Jenny» o de un comando hiperrrecontra arrecho llamado los «Agentes Fantasma». Lo que quiero decir es que soy producto de un mundo enlatado al vacío al que le dieron televisión mañana, tarde y noche. Era preciso pues, que me mantuvieran distraído mirando los rigores de unos tipos «luchando» por su vida. Fragosidad total. Había uno llamado «El médico asesino». Ese apodo, te cuento, le calzaba al buen doctor que me mandaba inyecciones de una vaina llamada Pronapen que servía para mejorar mi delicada condición. Por las tardes la cosa era tomar el sol rasante en la terraza, y solazarme viendo cómo cambiaban las formas de las nubes. De un momento al otro, un caballo se convertía en barco y este, en un señor muy flaco que se iba alargando de a poco cual si fuera un dulce de melcocha, según recuerdo.
«Ojalá que pasen esta noche el cachacascán».
Imagino yo que por eso, mis sueños eran muy intrincados. Una madrugada me incorporé de la cama gritando: ¡Cuidaooo! ¡Los terrícolas! ¡Ahí vienen los terrícolas! Todos en casa se levantaron a causa de los gritos para luego reírse de mí, aclarándome que los terrícolas, piazo e’ gafo, éramos nosotros.
Nah. Eso no era totalmente cierto, porque como sabes: «David Vincent los ha visto. Para él todo comenzó una noche…». Sí. “Los Invasores”. Una serie televisiva de culto, una serie inteligente. Este señor Vincent, una noche x o z vio una nave extraterrestre aterrizando por allá en una arboleda. La terrible conmoción que le produjo el extraño avistamiento, hizo que tratara de alertar a todo mundo. Nadie le paraba bolas al pobre Vincent. Lo consideraron loco. Y lo tomaron por tonto. Pero para “Los Invasores” era un hombre peligroso. Sí. Los extraterrestres eran muy pilas y tuvieron que redefinir muchas veces su estrategia llegando a la conclusión de que era preciso desbaratar las denuncias de David mimetizándose con nosotros, los terrícolas. De manera que los libretistas se dedicaron a hacernos creer que los carajos se parecían igualito. Chico, un alien de esos bien malucos podía igual convertirse en una anciana, que en niño, que en señor de mediana edad. Eso, imagino que abarataría los costos de producción del programa, pero lo que sí, es que aumentaba nuestra angustia televisiva. Éxito total. Coño, es que «David Vincent los ha visto». La gangosa voz de ese locutor todavía se mece en una que otra dendrita.
De aquí se desprende el mensaje: usted puede toparse con alguien con perfecta y atildada apariencia de humano, sin serlo. Por ejemplo, puede pasarle por el lado el profesor Güido, un científico loco que se inventó una fórmula para crear un monstruo terrible tipo Frankenstein que sólo lo quisiera a él, es decir, a su creador. ¿Se imagina usted la tremenda soledad del profesor? Crear un monstruo para que lo quisieran. Ajá. Si nos ponemos a ver, esta desgracia refleja la triste y poderosa soledad hacia donde somos conducidos de vez en cuando, a decir de la sociólogo Margaret Mead. La soledad, sí. Unos aprovechan su soledad para crear cosas buenas. Otros para maquinar vainas allá en la «Montaña Horrorosa», y los más, andan distraídos como comprando kerosén, pero es que así es como es. El malo termina siendo bueno y el bueno, malo. No hay nada firme con respeto a los extraterrestres. Luego, los inventamos. «Ultraman» no existía y las peleas del cachacascán no eran reales. Tampoco «Milton» o “The monster of the black lagoon”. Menos la señorita «Cometa», sorry to say.
Después de la lucha libre, vino mi locura por el boxeo. Para 1972, el preferido de los latinoamericanos, era el peso ligero Roberto Durán. Precisamente en el Madison Square Garden se anunció la pega entre Mano e’ Piedra y Ken Buchanan que ganó el de Panamá. Con trampa. Las cosas como son. Pana y todo, ídolo de niños pobres cual fue su infancia, pero mintió. Un latinoamericano valiente que iba adelante en las tarjetas y todo lo que quieras, pero no ganó. Aunque sin intención -dice pasados largos 48 años- Mano e’ Piedra triunfó con un golpe bajo que le dio al escocés de los chores a cuadros y finalmente lo admitió. De esa pelea aprendí a no tolerar tramposos. Mis hermanos y el viejo brincaban en una pata pero yo no, qué va. Trampa es trampa y nada más. Esta manera de ver el mundo me ha traído no pocos problemas. Lo que no es, termina siendo. Y lo que presuntamente es cierto, no que no. Qué vaina. El mundo en sí mismo es una trampa. Por ejemplo, con la fuerza espiritual y televisiva de gladiadores como Monzón o José Mantequilla Nápoles, de niño y todo sobrao, me enfrenté en Cumaná a otro muchachito mucho más bajo y más flaquito que yo. Me dio una coñaza inolvidable. Es que él recibía clases con Ely Montes y yo era simplemente un niño que miraba mucha televisión. La realidad -aprendí- es muy diferente a como te la pintan y por eso ahora soy siempre el retador, el flaquito hambriento con quiebre de cintura y no el adiposo campeón. Sigo viendo al mundo así. Es que el respeto se gana y se defiende, cómo no. Todo esto lo entendí de tanto codearme con terrícolas que parecen bichos y monstruos con forma humana. Es la vida. Pendiente, porque ya sabes. David Vincent los ha visto.