OMAR PINEDA
Finalmente dio con un empleo. Era hora… porque desde que abandonó el país, hace ya ocho meses, impulsada más por la desesperación de poner fin al sufrimiento de vivir entre colas y apagones que por las ganas de triunfar, Alicia, economista, tuvo la sensación de que las calamidades se juntaban en la esquina, aguardaban a que saliera de casa y la seguían a todas partes, a toda hora. Así, en el décimo tercer día del séptimo mes se enfiló, como siempre, en busca de trabajo de verdad. Se había conformado con pasear mascotas, cuidar ancianos y limpiar casas. Pero la llamaron de una empresa, solo que con admitir que se acercaba a los 42 años la joven entrevistadora, muy locuaz y nada astuta para disimular su reacción, le devolvió una sonrisa amable, tachonada con la frase “ya la llamaremos”, sin haber anotado siquiera el número del teléfono.
Quiso Dios –hasta en esos lugares el Señor también nos espía– que, errática y triste, Alicia se tropezara en la calle con un primo lejano a quien no veía del día cuando ambos adolescentes coincidieron en un velorio familiar. Él no solo la reconoció sino que le hizo la oferta extravagante y salvadora: asear las cabinas de un centro privado donde unos señores se encierran en solitario, y en total privacidad, durante 30 minutos, se recrean frente al ventanal donde, del otro lado, unas chicas agraciadas y ligeras de ropa, actúan como prestidigitadores sin gracia. Se desnudan, fingen movimientos excitantes hasta que la función literalmente acaba. Alicia no estaba para exquisiteces, de modo que aceptó la propuesta de trabajo. Por lo general, los clientes son gente mayor, solitarios, con familia o divorciados, enganchados al porno y, ¿por qué no decirlo?, soñadores. Pagan 25€ y se entregan al “sexo virtual” con mujeres mucho más jóvenes que no les ven.
Más que un misterio, para estos hombres los minutos que transcurren en su cuarto escuro no son un acto apasionado sino una pasión cuyo tema a lo mejor no es el sexo. La ilusión se rompe cuando termina el espectáculo y Alicia ingresa al cuchitril oloroso a cigarros y semen, que debe limpiar porque, “date prisa Alicia, que otros clientes están por entrar”. Antes de la medianoche retorna a su habitación, tan extenuada que no le da tiempo para conversar con Lena, su niña de 7 años, a quien, gracias a 10€ más que añade al pago del alquiler, la dueña del piso se la cuida, la busca al cole y le da de comer. Si Lena está despierta, Alicia le inventa historias azules y disfruta el breve lapso de amor maternal. A veces le cuenta su rutina de falsa costurera, inventa diálogos con compañeras ficticias hasta que, agotadas las dos, se derrumban y se quedan dormidas. Sábados y domingos se desquitan y los comparten juntas paseando por el parque hasta la hora en que mamá debe volver al trabajo. Solo así Alicia intenta borrar esa atribución errónea de una culpa que nadie soporta.
Sorprendido por el estupor de Alicia, el primo, ya curtido en un oficio mundano, le aclara que no lo ha visto todo. Estos hombres que experimentan un enorme cansancio moral y que más que sexo van a la búsqueda de algo inalcanzable, como la juventud perdida, o un pellizco a la perversión que por años permaneció oculta, demandan placeres extraños. Algunos sienten delectación si la chica aparece como vampiresa o simula actos atrevidos o se entrega a la autosatisfacción. Otros las prefieren sumisas, vestidas como mucamas, deambulando silenciosas por la sala como actriz que representa Esperando a Godot.
Una tarde que Alicia iba rumbo a lo que ya era su medio para ganarse la vida, Dios volvió a toparse en su camino (¿Señor qué hace usted fisgoneando por estos sitios?) y le puso por delante a su sobrina Dayana, ingeniera, 23 años. Chica tranquila, delgada, atractiva, de quien la familia desde lejos la colma de “me gusta” a la actividad que derrocha, según lo que muestra en Facebook, Dayana se abrazan: tía y sobrina están en el mismo negocio. El de Dayana, obviamente, está claramente delimitado del otro lado del espejo. Ella le confiesa que ha visto historias vergonzosas. Visto en sentido metafórico, porque Dayana no sabe quién la mira. El cliente puede verla pero ella no podrá jamás identificarle. Lo que sabe es que siempre ronda un cliente que la prefiere para que haga de Caperucita, ligeramente vestida, y a quien un lobo (otro actor) la sorprende paseando por el bosque decorado con árboles de anime y la posee. Alicia imagina que se trata de aquel hombre mayor, algo rubio, alto y fuerte, que tarda en salir de la cabina. Dayana no sabe, nunca le ha visto. Cuando Alicia entra a limpiar la cabina lo sorprende porque no ha terminado de arreglarse. Le llama la atención la sincronía del final de la función y el proceso biológico mediante el cual este raro espectador también llega a su fin.
Hay mucho de qué hablar. Así que quedan en verse este fin de semana para recorrer Barcelona. Alicia llevará la niña. Se paran en un parque y, mientras Lena disfruta del columpio, ellas se sientan en un café. Dayana le cuenta que sale con un chico de “una familia catalana muy adinerada”. Su padre es un respetado profesor universitario y la madre, médica de un hospital público. Erich, su chico -más que Dayana- apura los planes de bodas pero la sobrina de Alicia se asusta, no quiere precipitar los acontecimientos. Tampoco busca aprovecharse de su condición de inmigrante, tal y como lo ha sugerido el padre de Erich. “Fíjate, sus padres son personas muy respetadas en la ciudad… y el mismo Erich es un empresario de altos principios morales… por ahora no sospecha que estoy en esto”. No es una telenovela, pero si le encuentra algún parecido es la vida misma que confunde lo real con la ficción. Mientras Lena es observada por su mamá que no le quita la vista. Dayana saca el móvil y le muestra fotos de su Erich.
Otras fotos de ambos en la playa. Otras con sus padres. “Espera un momento”, dice Alicia y contempla fijamente la imagen de un señor mayor, algo rubio, alto y fuerte. Dayana, sorprendida, le pregunta “¿qué pasa, lo conoces? ¿es acaso uno de los clientes del club?” Alicia sopesa la oportunidad de callar o ser sincera. Tras una breve pausa que para Dayana debieron ser minutos, Alicia le dice no estar segura pero ese señor se le parece mucho al misterioso cliente que -deja flotar la frase- paga para verle asumir el rol de caperucita roja. Dayana se le queda mirando. Callan un rato, pagan, se llevan a Lena y desaparecen por la acera. Sobre la mesa quedaron las tazas de café sin tomar.