ELIZABETH ARAUJO –
Hace 28 años el «Caracazo» quedó grabado como ADN en generaciones de venezolanos un acontecimiento que se ha agregado a la memoria colectiva. El 27F constituyó un episodio del cual no se han sacado todavía todas las conclusiones
Los teléfonos no pararon la tarde del lunes 26 de febrero de 1989. Escribía acerca del estreno de una pieza de teatro cuando un rumor, como sombra, se coló sigiloso en la redacción de El Nacional y quebró la rutina del periódico. No existía Globovisión. Twitter y otras redes sociales ni siquiera se asomaban como previsión de este presente que entonces llamamos el futuro.
Las llamadas telefónicas, intermitentes, desesperadas, anónimas, confusas y casi siempre imprecisas se convirtieron en la única fuente confiable para que Don Mario Delfín Becerra y Heberto Castro Pimentel, jefes de Redacción e Información, respectivamente, entraran de prisa a una oficina que estaba al entrar a la redacción de la vieja sede del periódico de Miguel Otero Silva y al salir decidieran rehacer gran parte de la edición del día siguiente.
No estoy segura aún si mi nota sobre José Ignacio Cabrujas fue guardada para después, pero es cosa cierta que las informaciones de deportes o de economía, o las ruedas de prensa de los jefes de los partidos políticos muy habituales los lunes al mediodía fueron publicadas con desgano, y es más probable que nadie las haya leído porque el martes 27 de febrero de 1989 el país amaneció más temprano y ardiendo por los cuatro costados.
Sabemos del malestar que se larvó silenciosamente tras las medidas económicas anunciadas sin anestesia por el presidente Carlos Andrés Pérez, y de cómo el aumento del precio de la gasolina encendió al mediodía de ese lunes la mecha de la protesta airada de pasajeros de las camioneticas en Guarenas, Petare y Catia ya que los conductores les habían trasladado el incremento al precio del pasaje.
Como en ese cuento borgiano, donde los cuchillos se multiplican indefinidamente en mitad de la noche, así también se expandió el fuego de la violencia, los saqueos de comercios y panaderías y, cuando el clima se hizo insostenible, el tronar de los disparos de policías y militares como sola respuesta para contener la ira popular. La conmoción generada entonces por el llamado “Caracazo” (el título fue inventado por Ultimas Noticias) se extendió como incendio en una pradera.
Las imágenes de personas saliendo de las carnicerías con la pierna de una res al hombro, o gente expoliando comercios de los que sacaban neveras, televisores, sacos de comida y hasta licor recorrieron el mundo. Cuando me reporté en la redacción, Heberto ya nos había asignado a Roberto Giusti, Fabricio Ojeda, Ramón Hernández y a mí, entre otros reporteros, la cobertura de ese desastre social que amenazaba con extenderse a otras ciudades.
A partir de ese instante el poder de la información no paró y cabalgó con toda su furia sobre la marcha simultánea de los sucesos. Todavía recuerdo esas largas horas de cobertura y no dejo de pensar en mi temeridad que no era otro que mi propio miedo, tratando de pasar en mitad de la pesadilla.
A 24 horas del primer estallido de protesta, el martes a las 6:30 de la tarde el gobierno reaccionó y anunció el toque de queda, dentro del decreto de suspensión de las garantías constitucionales. Frasso, en plan de fotógrafo, y yo como reportera, mostramos el salvoconducto (concedidos por el Ministerio del Interior a los medios) a grupos de soldados armados en cada esquina, y con el miedo encima recorrimos las calles solitarias, después de las 9 de la noche.
Aún ardía la violencia y los saqueos no cesaban en los barrios de Caracas. El Valle, Petare, Los Teques y Maracay eran noticias incendiarias. Las tanquetas de la GN crujían perezosas por las calles, y los fusiles del Ejército y de la GN no esperaban orden de nadie para disparar contra las ventanas de cualquier apartamento o rancho de Catia, El Valle, Caricuao, Casalta o el 23 de Enero, descargando sus balas ante el grito desafiante de alguien oculto en la oscuridad.
Recuerdo que Frasso hizo amistad con un joven teniente asustadizo, que nos permitió ingresar en el “perímetro de fuego” en la avenida Intercomunal de El Valle, y vimos cómo a cada grito salido de no sé donde, sobrevenía una andanada de balas cuyo estruendo aportaba la mitad del miedo que sentía la gente echada al piso de sus casas. Entonces aparecieron los muertos en las calles, detrás de la escalinata, en apartamentos vacíos o ranchos poblados. Hablé con la mamá de Miguel, un niño de 13 años, baleado a quemarropa por un policía en La Quebradita. No supe contener el llanto cuando un tal José maldijo desde su rancho en el sector Radio Caracas, en El Valle. Una bala de fusil había matado a su bebé de unos meses en la propia cuna. Una muchacha de apellido Mederos me relató una y otra, con lujo de detalles, cómo los soldados sacaron a su hermano del cuarto, en La Pastora y unas horas más tarde apareció en la morgue.
Vimos, quizás por primera vez, las colas para comprar alimentos en los comercios que no fueron saqueados. Supimos de las decenas de cadáveres sepultados en un lugar del Cementerio General el Sur, llamado La Peste. Enterrados sin identificar, sin velorio ni despedida. El lugar, alejado del espacio asfaltado el camposanto, quedó resguardado por tanquetas y guardias nacionales. Las cifras oficiales se plantaron en 280 muertos y 1380 heridos de bala. Para ese entonces, forzados por la urgencia nació el Comité de Familiares de Víctimas del 27F, Cofavic. De acuerdo con esta organización, los asesinados llegaron a 3200.
El toque de queda fue implacable. Fueron tres días de rondas nocturnas, en las que los “infractores” debían justificar su presencia en la calle desde las 8 de la noche. Al llegar a La Peste no se nos permitió ingresar, pero recuerdo que al descender la colina rodeada por tumbas, una anciana, apoyada en una niña y un señor con rostro agobiado, clamaba llorando, sus brazos al cielo, por la suerte de Jesús, su hijo. Sólo pedía verlo antes de que quedara sepultado en el fango de esas fosas comunes, apilonados con otros cadáveres, de gente que unas horas antes respiraban y ahora eran estorbo al que se le debía echar tierra, y tratar de olvidarlos.
Fue raro, porque todo pasó a un ritmo trepidante, sin tiempo para pensar qué había ocurrido. Pero, al volver la normalidad y levantarse la suspensión de las garantías, quienes vivimos esos días de miedo y balas, ya no fuimos los mismos.