ELIZABETH ARAUJO/ Fotos Tom Grillo –
Como un suceso que quedó grabado en la memoria del venezolano, el 27F, del cual se cumplen 29 años, constituyó un explosivo capítulo de nuestra agitada historia contemporánea

 

Los teléfonos no pararon la tarde del lunes. Recuerdo que escribía acerca del estreno de una obra de teatro cuando un rumor, como sombra, se coló sigiloso en la redacción de El Nacional y quebró la rutina del periódico. No existía Globovisión, y Twitter y otras redes sociales ni siquiera eran una previsión del futuro. De manera que esas llamadas telefónicas, desesperadas, anónimas, confusas y casi siempre imprecisas constituyeron la única fuente confiable para que Don Mario Delfín Becerra y Heberto Castro Pimentel, jefes de Redacción e Información, entraran de prisa a una oficina y al salir decidieran rehacer gran parte de la edición del día siguiente.

No estoy segura aún si mi nota sobre José Ignacio Cabrujas fue guardada para después, pero es cosa cierta que las informaciones de deportes o de economía, o las reseñas de las habituales ruedas de prensa de los jefes de los partidos políticos, cada lunes, fueron publicadas a medias, y es más probable que nadie las hubiera leído porque el martes 27 de febrero de 1989 el país amaneció más temprano y ardiendo por los cuatro costados.

Sabemos del malestar que se larvó silenciosamente tras las medidas económicas anunciadas por el presidente Carlos Andrés Pérez, y de cómo el aumento del precio de la gasolina encendió la tarde del lunes la protesta de los pasajeros del transporte en Guarenas, Petare y Catia ya que los conductores les habían trasladado el incremento de la gasolina al precio del pasaje.

Como en el cuento de Jorge Luis Borges, donde los cuchillos se multiplican indefinidamente en mitad de la noche, así también se expandió el fuego de la violencia, los saqueos de comercios y panaderías y, cuando el clima se hizo insostenible, el tronar de los disparos de policías y militares como única respuesta para contener la ira popular. La conmoción generada entonces por el llamado “Caracazo” se extendió como el incendio de una pradera.

Las imágenes de personas saliendo de una carnicería con la mitad de una res al hombro, neveras, televisores, sacos de comida y hasta licor recorrieron el mundo. Cuando me reporté en la redacción, Heberto ya nos había asignado a Roberto Giusti, Fabricio Ojeda, Ramón Hernández y a mí, entre otros reporteros, la cobertura de ese desastre social que amenazaba con extenderse a otras ciudades.

A partir de ese instante el poder de la información no paró y cabalgó con toda su furia sobre la marcha simultánea de los sucesos tal y como se nos presentaban. Todavía cuando evoco en esas largas horas de cobertura no dejo de pensar en mi imagen, aferrada al temor, tratando de pasar en medio de la pesadilla. A 24 horas del primer estallido de protesta, el martes a las 5 de la tarde el gobierno reaccionó y anunció el toque de queda, dentro del decreto de suspensión de las garantías constitucionales. Frasso, como fotógrafo, y yo como reportera, mostramos a cada rato el salvoconducto a los soldados armados en cada esquina, y recorrimos las calles solitarias, después de las 9 de la noche.

Aún ardía la violencia y los saqueos no cesaban en los barrios de Caracas, Petare, Los Teques y Maracay. Los tanques de guerra crujían perezosos por las calles, y los fusiles del Ejército y de la GN no esperaban orden de nadie para disparar contra las ventanas de los apartamentos y ranchos de Catia, El Valle, Caricuao o el 23 de Enero, descargando sus balas ante el grito desafiante de alguien oculto en la oscuridad.

Recuerdo que Frasso hizo amistad con un joven teniente asustadizo, que nos permitió ingresar en el “perímetro de fuego” en la avenida Intercomunal de El Valle, y vimos cómo a cada grito salido de no sé donde, sobrevenía una andanada de balas cuyo estruendo aportaba la mitad del miedo que sentía la gente echada al piso de sus casas. Entonces aparecieron los muertos en las calles, detrás de la escalinata, en los apartamentos vacíos o ranchos poblados. Yo hablé con la mamá de Miguel, un niño de 13 años, asesinado a quemarropa por un policía en La Quebradita. No supe contener el llanto cuando un tal José maldijo desde su casa, en el sector Radio Caracas, en El Valle. Una bala de fusil había matado a su bebé de apenas 5 meses en la propia cuna. Una muchacha de apellido Mederos me relató con lujo de detalles cómo los soldados sacaron a su hermano de la casa, en La Pastora y unas horas más tarde apareció en la morgue.

Vimos, quizás por primera vez, a las colas para comprar alimentos en los comercios que no fueron saqueados. Supimos de las decenas de cadáveres sepultados en un sitio del Cementerio General del Sur, llamado La Peste. Enterrados sin identificar, sin velorio ni despedida. El lugar, alejado del espacio asfaltado del camposanto, estaba resguardado por tanquetas y guardias nacionales. Las cifras oficiales aseguran que hubo 280 muertos y 1380 heridos de bala. Para ese entonces, forzados por la urgencia nació el Comité de Familiares de Víctimas del 27F, Cofavic. De acuerdo con esta organización, los asesinados llegaron a 3200.

El toque de queda fue implacable. Y para nosotros fueron tres días de rondas nocturnas, en esas jornadas veíamos a los “infractores” temerosos, justificar su tránsito en la calle a las 10 de la noche. Al llegar a La Peste nos impidieron ingresar. Recuerdo que al descender la colina rodeada por tumbas, una anciana, sostenida por una niña y un señor con rostro acongojado, clamaba llorando, sus brazos al cielo, por la suerte de Jesús, su hijo. Sólo pedía verlo antes de que quedara sepultado en el fango de las fosas comunes, apilonado entre otros cadáveres. Gente que unas horas antes respiraban y ahora eran estorbo al que se le debía echar tierra, y tratar de olvidarlas.

Fue raro, porque todo pasó a un ritmo trepidante, sin tiempo para la reflexión de lo que había ocurrido. Pero, al volver la normalidad y levantarse la suspensión de las garantías, quienes vivimos esos días de miedo y balas, ya no fuimos los mismos.

Elizabeth Araujo, periodista venezolana, reside en Barcelona, España. @elizaraujo

 

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