OMAR PINEDA

Revisó la última y se fue a dormir. Sin poder evitar la nostalgia, Alberto se felicitó en voz baja, para no hacer ruido y para convencerse de que había cumplido bien su faena. Eran las doce y diez de un martes de septiembre en una noche que se ocultaba en la silueta de la montaña y condensaba nubes esponjosas avisando que venían las lluvias. A sus 76 años, ingeniero mecánico, profesor universitario jubilado y padre de dos hijos que emigraron a Chile, Alberto C. sabe que no tiene necesidad ni obligación para cuidar las casas de los demás. Pero, cómo negarse si paulatinamente sus vecinos abandonan el país, se van detrás de los hijos y, mientras esperan que el país se arregle, les confían sus viviendas con todas sus pertenencias, sin otra paga que el agradecimiento. De hecho, Alberto era el más animado del grupo, el que montaba las parrillas los 25 de diciembre, con cervezas, ron y whisky, alrededor de una mesa de dominó y la conversación. Un ritual que fortaleció el vínculo de la vecindad entre propietarios e inquilinos y fomentó la amistad de sus esposas e hijos.

Más que una aventura, para Alberto ha sido la defensa de un territorio poblado de recuerdos, porque solo queda el olor de cuartos deshabitados y el sonido rechinante de puertas que desde hace tiempo no se abren. Para ahuyentar a ladrones que se pasean en motos utilizando el adelanto del censo poblacional, anunciado por el gobierno, como coartada para hacer efectivo el plan “Ubica tu casa”, cada noche Alberto hace su ronda por las casas solitarias de su calle. Sin otro plan a manos, emula al personaje de “Mi pobre angelito” dejando luces encendidas en algunas casas; en otras el televisor de la sala queda programado para apagarse a las dos de la madrugada; en otra una habitación amanece con la radio prendida. La combinación de esta estrategia de vigilante de buena voluntad le ha funcionado para alejar a rateros y chavistas que metabolizaron el discurso de Maduro de que las familias que no tienen vivienda deberían ocupar aquellas de los que se fueron al exterior y no piensan volver.

Pero hace tres meses, Alberto vivió un episodio curioso. En su calle se mudó un coronel de la GNB, que aprovechó la “oferta” de la vivienda que buscaba. Se la vendió un vecino que se fue a Toronto, para acabar su vejez con su esposa en casa de la hija, investigadora científica y docente, contratada por una universidad canadiense. Un sábado en la mañana, el coronel abordó a Alberto en la calle y se presentó como su nuevo vecino. Le preguntó si conocía a la familia de una casa contigua que veían la tele hasta la madrugada con el volumen muy alto, lo que le molestaba. Alberto sonrió para sus adentros, y le prometió que hablaría con ellos: una pareja de ancianos que debido a la edad duermen con el aparato encendido. Una semana después, agradecido por su gestión el coronel se comportó de forma amistosa y lo invitó a tomarse unos whisky con la petición de no hablar de política. Alberto accedió y la conveniencia de tener como vecino a un alto oficial lo llevó a pisar su casa y conocer a la familia. Hubo un instante en que debió sortear la curiosidad del coronel al preguntarle por lo solitario que lucía la calle. Entre otras explicaciones, Alberto dijo que eran comerciantes y profesionales que vuelven tarde a casa. Tras echarse dos whiskies que Alberto había sustituido desde hace un año y medio por cervezas se despidió sin saber si lo había convencido, ya que con el tercer trago el coronel se mostró partidario de que las casas abandonadas por los que dejaron el país debían concederlas a los que no tienen viviendas. Alberto mostró su desacuerdo pero cambió rápidamente de tema.

Hace un mes, el coronel aprovechó quince días de permiso y se fue con la familia a Curazao para descansar y hacer su mercado. Al regresar halló para su sorpresa que dos parejas con tres niños se habían colado por el cercado de atrás de la vivienda y estaban dándose la gran vida con la comida y bebidas del oficial. En lugar de desalojarlos, el coronel optó por la vía rápida y se valió de la impunidad que sirve ahora de marca del militar venezolano: mató a uno de los usurpadores. Pero entre tantas malas noticias, la prensa tuvo apenas espacio para ese suceso e informó que un grupo de invasores había tomado la casa de un coronel y ante la actitud desafiante de los sujetos armados y drogados el oficial se vio obligado a desenfundar su arma. Cuando Alberto me lo relató me acordé de Emma Zunz, el cuento de Jorge Luis Borges, cuando refiere que se trata de una historia verdadera, aunque “eran falsas las circunstancias, la hora y uno o dos nombres propios”.

 

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